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La Gran Señora 2

Toda esa semana, mientras me debatía en la incertidumbre de mis necesidades y en la conveniencia de consultar a un especialista ginecológico o un psicólogo, recorrí los lugares que me parecían más aptos para conseguir trabajo pero, fuera por mi porte soberbio, la costosa apariencia de mi vestuario o la falta absoluta de experiencia, terminé por convencerme de la inutilidad de esos esfuerzos.
Aquel viernes a la noche, desencantada por el fracaso de mis intentos, comencé a beber desde muy temprano y, cercana la medianoche, con esa sensación de pisar sobre huevos que me entregaba la embriaguez, volví al bar donde encontrara a los hombres y, hallándolos junto a la barra, sin ningún tipo de prolegómenos les pagué por adelantado para dejarlos conducirme hasta su departamento y una vez allí, me dedique con verdadera saña a satisfacerlos y, especialmente, a satisfacer mis más oscuras fantasías.
Derrengada, con mi cuerpo latiendo dolorosamente por la intensidad conque habíamos encarado los múltiples acoples, no conseguía poner mi mente en blanco para reflexionar, todavía encandilada por las imágenes aun frescas de esa placentera noche.
Haciendo un verdadero esfuerzo de concentración y un rápido examen a mis fracasadas gestiones laborales, caí en la cuenta de que lo único que manejaba con absoluta solvencia y un empeño inagotable era mi cuerpo. Repasando mis experiencias desde la adolescencia hasta la actualidad, me sabía con la capacidad de igualar y aun superar a la más puta de las prostitutas con el adicional de que en mí era ya una necesidad física y verdaderamente gozaba haciéndolo.
Recordando una tarjeta que me había dado Raúl - el musculoso - en uno de los tantos momentos de relax mientras nos atiborrábamos de licor, descubrí que era de un notorio local nocturno donde trabajaban alternadoras.
Diciéndome que todo tiene que tener algún tipo de comienzo y, en la seguridad de que a ese local difícilmente iría algún conocido de mi marido, decidí arriesgarme y esa noche, convenientemente maquillada y con las ropas más sugerentes que tenía, entré al local.
Después de un rato observando disimuladamente por sobre el borde de mi copa el trabajo de las mujeres desde un rincón oscuro de la barra, fui dándome cuenta que no tendría inconvenientes en imitarlas. Le di al barman la tarjeta y luego de unos minutos hizo su aparición el gerente del local. Atendiéndome con solícita cortesía un poco almibarada, me dijo que Raúl ya le había anunciado mi visita con su recomendación acerca de mis virtudes y al parecer cumplía con los requisitos exigidos, pero que aun así, tendría que dar una prueba de eficiencia que, ineludiblemente, sería en privado.
Pidiéndome que lo disculpara unos minutos e indicándole al barman que me sirviera otra copa, se alejó, dejándome sola mientras cavilaba sobre la facilidad con que una mujer puede encontrar rápida solución a sus problemas usando el cuerpo. Sorbiendo lentamente mi nuevo trago, recordé de pronto una frase que decía siempre mi marido sobre que las mujeres nacemos con el futuro entre las piernas y me preguntaba temerosamente en que consistiría la "prueba", aunque no había que ser demasiado fantasiosa para imaginarlo.
Cuando una rosada bruma comenzó a poner un velo ante mis ojos y sentía como mi cuerpo apoyado de espaldas a la pared apenas sostenía mi peso, sacando la cuenta de las pocas copas consumidas, concluí que el trago ordenado por el gerente al barman llevaba implícita la inclusión de algún narcótico o droga que ahora me hacía aferrarme al pulido caño de bronce.
Asiéndome con las dos manos a los lados y bajando la cabeza, apenas conseguía reprimir las arcadas que contraían mi vientre y los mareos que me hacían ver todo como desde un tiovivo. Aun así, alcancé a distinguir la silueta de una mujer que, aprovechando la oscuridad del rincón, manoseaba lúbricamente mi cuerpo y al tiempo que susurraba en mis oídos la promesa de inigualables placeres, deslizaba una mano inquieta por debajo de la falda para acariciar mis muslos y nalgas. No pudiendo evadirme de su acoso, casi colgando de la baranda, trataba de explicarle el motivo de mi presencia en el lugar balbuceando frases incoherentes cuando el regreso del hombre hizo que la mujer se esfumara rápidamente.
Tomándome del brazo, el hombre me hizo levantar para conducirme a los trompicones a través del local hasta una puerta disimulada en el muro, transpuesta la cual atravesamos un largo pasillo y desembocamos en un lugar que me pareció una visión onírica del infierno. Todavía mareada y sin voluntad alguna, había recuperado parcialmente el manejo del cuerpo y mis ojos volvían a enfocar todo con la nitidez acostumbrada lo que hacía aun más terribles las imágenes de lo que se desarrollaba a mí alrededor.
La gran sala tenía las paredes cubiertas por pesados cortinados de terciopelo rojo y mezclados con algunos sillones de cuero, se veían aparatos que parecían de gimnasio pero luego comprobaría que esa no era su aplicación. En un rincón, un grupo de mujeres se apretujaba sobre algunos almohadones en indolentes caricias de fuerte connotación sexual. El trasfondo de una música sin identidad ni origen, no fuerte pero sí grave y profunda, parecía penetrar por los poros de la piel y la iluminación provista por infinidad de gruesos velones daba al todo un tono maléfico y demencial.
A un costado y sentada sobre un damasquinado sillón, surgía la figura inquietante de una mujer. Sin evidenciar una edad definida, su rostro era la síntesis de la belleza misma pero había alguna expresión malévola en sus ojos que me inquietó. Cubierta con una especie de manto o capa que no dejaba adivinar ni siquiera una porción de su cuerpo, extrajo una mano por la apertura y señalándome, hizo señas para que me acercara.
Aunque totalmente lúcida, sentía que esa droga anulaba totalmente mi voluntad, convirtiéndome en esclava de sus órdenes. Aun así, me costaba dar crédito a que en una ciudad como Buenos Aires, ya mediados los '80, subsistiera un ambiente tan sórdido en el cual se cumpliera la voluntad siniestra de aquellos oscuros personajes casi medievales. Irremediablemente y contrariando las órdenes de mi mente, mi cuerpo obedeció sus indicaciones y cuando llegué frente suyo me ordenó que me arrodillara.
Luego de responderle como una máquina una serie de preguntas sobre mi estado civil, estudios, situación económica y experiencia sexual que, con cierta reticencia vergonzosa, no tuve ningún reparo en relatarle minuciosamente y de la cual ella ya tenía referencias específicas por intermedio de Raúl, me advirtió que si estaba dispuesta a convertirme en una de las "chicas" del local, tendría que hacer todas las cosas de las que había hecho alarde y más todavía, satisfaciendo cuanto me exigieran los clientes sin importar género ni cantidad.
A cambio yo recibiría el cincuenta por ciento de mi "recaudación", tickets para comer donde quisiera y una habitación en un hotel en el que se hospedaban las demás muchachas. Ante mi sumiso, agradecido y entusiasta asentimiento, me ordenó desnudarme. Asombrosamente, parecía haber estado esperando eso y rápidamente me desembaracé de mis ropas. Sonriendo, me dijo que desnudo era desnudo y que mi trusa y corpiño estaban de más.
Como si hubiera sido pescada en falta y pidiéndole perdón, me desnudé totalmente. Inclinándose hacia delante, sobó expertamente mis senos comprobando la solidez de las carnes y deslizó una suave caricia por mi barbilla, tras lo cual abrió completamente su capa para exhibir ante mis ojos sorprendidos un cuerpo maravillosamente formado como si hubiese sido esculpido por el artista más imaginativo y dueño de la proporción perfecta.
Satisfecha por la deslumbrada fascinación de mi cara, se echó desmayadamente hacia atrás y encogiendo las piernas las enganchó en los brazos del asiento, ofreciéndome el espectáculo de su sexo. Alucinada, no podía quitar los ojos de esa enorme vulva cuyos gruesos labios de un color violeta oscuro con trazos de gris, dejaban escapar los bordes rosados de sus pliegues internos y, en la parte inferior, los carnosos festones que orlaban la apertura de la vagina rezumaban el brillo de sus humores uterinos. Completando el cuadro, la prominencia notable de su Monte de Venus se acentuaba por un plumoso vellón de rubio y ensortijado cabello.
Una sola palabra le bastó para que mi codiciosa atención se concentrara en satisfacerla y, empujada por el hombre, fui arrimando mi boca a la entrepierna para deslizar la punta de mi lengua a todo lo largo del sexo. Aunque mi vientre ardía de deseo incitándome a devorar la vulva, algo como una orden telepática dentro de mí, hacía que una ternura que jamás había experimentado hacia ninguna mujer, me llevara a tratarla con la misma dulzura y delicadeza de una vestal.
La lengua tomó contacto con las gotas del jugo vaginal y no encontré el sabor ni el aroma que, con pequeñas diferencias de acritud, es similar en todas las mujeres. El vaho fragante de silvestre almizcle que invadió mi pituitaria, se correspondió con el sabor excelso, suavemente anisado de un elixir que puso una exorbitante cantidad de saliva en mi boca al tiempo que la garganta se me cerraba por la tensión.
Mientras mis manos se dedicaban a acariciar el terso interior de los muslos y discurrían en suaves contactos a lo largo de las profundas canaletas de la ingle rascando levemente el bulto sobre la vulva, la lengua se escurrió con vibrante inquietud dentro de ella. Mientras se distendía flojamente, mis labios se encargaron de separarla abriéndome camino hacia el enorme clítoris, un verdadero pene en miniatura que, con el tamaño de un dedo meñique, se alzaba desafiante enfrentando a la invasora.
La lengua tremoló sobre él azotándolo con violencia hasta que los labios, encerrándolo entre ellos, comenzaron a succionarlo con la misma fuerza y avidez que a una verga. La mujer me alentaba entremezclando palabras apasionadas con las más groseramente ofensivas, acariciando mi cabeza y mientras me pedía que la penetrara, apretaba mi boca contra el sexo.
Dos de mis dedos entraron a la vagina y no era como yo presumía. En vez de una dilatada caverna, me encontré con la resistencia obstinada de sus músculos internos y, aprovechando el espeso manto de mucosas que la cubría, deslicé lentamente mis dedos retorciéndolos a cada lado hasta que estuvieron adentro en toda su extensión. A medida que cedía mansamente, los dedos engarfiados se entretuvieron hurgando, escudriñando, rascando y acariciando toda la vagina. Una vez que individualizaron a la pequeña callosidad en la cara anterior, se dedicaron con esmero a estregarla con cierta rudeza, sintiéndola crecer como una esponjosa nuez bajo mis yemas.
La mujer bramaba roncamente y, afianzándose en los brazos del sillón, impulsaba su pelvis contra mi boca que no sólo succionaba al inervado clítoris sino que mis dientes colaboraban mosdisqueando el manojo de suaves pliegues que lo rodeaban y tiraban fuertemente de ellos como si fueran elásticos.

Yo también sentía como todas las más perversas angustias se concentraban en mi vientre esperando ansiosamente el momento en que se manifestaran físicamente, cuando cobré conciencia de que a mi lado se habían instalado dos de aquellas mujeres que viera en los almohadones. Con manos ligeras como plumas, iban recorriendo levemente todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo incrementando mi excitación.
Sintiendo como a través de mis dedos y escurriendo hacia la palma de la mano una plétora de jugos vaginales me indicaban que la mujer estaba alcanzando su orgasmo, formando una especie de tenaza con los dedos, fui penetrando simultáneamente la negra apertura del ano y la vagina.
Los complacidos gemidos de la mujer se entremezclaban con los ronquidos que emergían desde mi pecho, apenas sofocados por la carnosidad de ese sexo al que torturaba con el desesperado raer de mis dientes mientras imprimía a los dedos un suave vaivén, ora en el ano, ora en la vagina.
Era tan evidente nuestra próxima eyaculación aun sin haber alcanzado el orgasmo, que las mujeres se dedicaron, alternativamente a lamer y succionar mis pechos o el sexo y el ano. La plenitud del goce era tan grande que todos mis músculos se sacudían tensionados por una histérica espasticidad y cuando clavaba furiosamente mis dientes en sus carnes incrementando la velocidad de los dedos, sentí como mí sexo era penetrado desde atrás por un miembro de respetable tamaño.
Al tiempo que recibía en mis fauces el líquido alivio de su vientre, cobré conciencia de que quien me penetraba era una tercera mujer provista de un arnés que sostenía a un portentoso pene artificial. Asiéndome por las caderas, fue imprimiendo a mi cuerpo un lento hamacarse que potenciaba el roce del fantástico príapo mientras que las dos mujeres se concentraban en mis pechos y boca, ya libre del sexo de la madama.
La verga se deslizaba tan placenteramente en mi interior que, cuando ella comenzó a recostarse sobre sus espaldas arrastrándome aferrada por los senos, comprendí su intención y la acompañé hasta quedar acostada boca arriba encima de ella y con la verga artificial aun dentro de mí. Apoyándome en los brazos echados hacia atrás, fui alzando el torso y, dejando caer la cabeza, alcancé un arco perfecto para facilitar que ella me penetrara desde abajo con el miembro doblado en un ángulo que hacía insufrible la delicia del coito.
Habiendo alcanzado así mi orgasmo que goteó abundante a lo largo del falo, acomodé mis piernas para quedar apoyada en los pies y, acuclillándome, inicié una lenta cabalgata al miembro que fue llevándome a remontar nuevamente la cuesta de mi excitación.
Cuando me encontraba en la cima exhibiendo la angustiosa necesidad de mis entrañas, la madama se colocó otro arnés y fue aproximándose a mí mientras me pedía que fuera tan generosa como lo había sido anteriormente. Haciéndome volver a la posición anterior, fue acomodando su cuerpo para penetrarme por el sexo que aun albergaba a la otra verga. Yo no podía creer que aquello fuera posible y menos que la abundancia de mis jugos hiciera que el roce tremendo de los falos, entre lágrimas y bramidos de sufrido placer, me resultara tan maravilloso como para reclamarles alocadamente por más profundidad y rapidez. En un momento dado, sentí como ambos falos salían de mi sexo y dejándome caer de rodillas, apoyaba las manos en la alfombra recuperando el aliento cuando vi que frente a mí se alzaba un hombre que; tomando mi barbilla entre sus dedos, la levantó para introducir el pene ya erecto entre mis labios.
Era tan alto el grado de excitación que tenía con el placer inundando cada fibra de mi cuerpo, que la sola vista del miembro me hizo estremecer de angustiosa gula. Sosteniéndome sobre un solo brazo, abracé entre mis dedos esa verga real y palpitante. Mi lengua se extendió desusadamente y se instaló en la base del falo fustigando los hinchados testículos y su gusto acre me enardeció, haciendo que labios y lengua treparan a todo lo largo de la verga irritaba por el fuerte estregar de mis dedos en la masturbación.
Succionando fuertemente las carnes, las refrescaba con la saliva de mi lengua que servía como lubricante para facilitar el deslizamiento de los dedos, cuando la mujer, con insospechada delicadeza, apoyó la verga sobre la apertura de mi ano y presionando firmemente fue penetrándome hasta que sentí su pelvis estrellarse contra mis nalgas.
Tal vez a causa de su ternura o a la lentitud con que lo había hecho, no sentí el dolor que acostumbraba en esas penetraciones. Por el contrario, una dulce beatitud fue envolviéndome y mis tejidos interiores se dilataron con gloriosa y pletórica plenitud.
Mi agradecimiento se trasladó al falo del hombre e instalando mi boca debajo del glande, succioné la arrugada piel del prepucio para ir socavando el surco sensible con lengua, labios y dientes.
Cuando comencé a sentir en mis entrañas aquellas viejas sensaciones que me anunciaban la próxima llegada del orgasmo, aumenté el hamacar del cuerpo contra la pelvis de la mujer que chasqueaba ruidosamente contra mi grupa y, abriendo golosamente la boca, alojé enteramente en ella la cabeza del falo e iniciando un ligero vaivén, fui succionándola fuertemente al tiempo que las uñas se clavaban fuertemente sobre él.
Alentada por los rugidos que ambos emitían y los propios gemidos que despertaba la revolución de mi vientre, introduje la verga hasta que las arcadas me invadieron y mis dientes acompañaban la succionante presión de los labios. Justo cuando comenzaba a sentir como de mi cuerpo brotaba la deliciosa riada de sus fluidos internos, mi boca se inundó del esperma caliente y fuertemente oloroso que me supo a gloria.
Después y en la exquisita nebulosa que me envolvía luego de cada orgasmo, fui sometida por las asistentes a las más perversamente placenteras cópulas, haciendo uso de aquellos aparatos que yo supuse que serían de gimnasia y que, en cambio, servían para alojar mi cuerpo doblado o arqueado en acrobáticas posiciones que les permitían disfrutarlo en forma total, dando rienda suelta a mi incontinente imaginación en cometer los actos sadomasoquistas más depravados y disfrutándolos con la misma inconsciente alegría de una niña con juguetes nuevos.
Con el rayar del alba y recuperándome de una de las tantas pérdidas de conciencia, me encontré en una lujosa cama con sábanas de seda, haciéndole compañía a la madama, que, acunándome entre sus brazos con la ternura de una madre, me cobijó hasta que caí en un profundo y benefactor sueño.
Desperté cercano el mediodía y viendo que la mujer aun dormía, busqué la complicidad del baño para comprobar que el bestial ejercicio de la noche anterior parecía no haber hecho mella en mi cuerpo, salvo aquel ligero pulsar que desde hacía mucho tiempo se había instalado en mis entrañas.
Entregándome a las caricias del agua caliente de la ducha que con sus infinitos dedos vigorizantes parecía disolver el cansancio de los músculos devolviéndome poco a poco la plasticidad de los doloridos miembros, me dejé estar durante un rato. Envolviéndome en una toalla, volví al dormitorio para encontrarme con la cariñosa bienvenida de Raquel - así se llamaba la mujer -que aun permanecía con su cuerpo maravilloso lúbricamente espatarrado sobre las lujosas sábanas.
Pidiéndome que me acercara a ella y tras hacerme sentar sobre la cama, me desprendió del toallón para iniciar la seducción femenina más dulce, espléndida y subyugante que experimentara, aun hasta la actualidad. Nunca nadie como ella despertó a mis sentidos para sentir que el sexo entre dos mujeres es mucho más que el remedo o sucedáneo del heterosexual. Ella instaló la magia, algo con reminiscencias cósmicas de arcana profundidad, la secreta delectación del éxtasis ante la maravillosamente sensual caricia que uno siempre ha fantaseado sentir y nunca a concretado y aquellos famélicos lobos carniceros que rasgaban mis carnes, fueron suplantados por pícaros putines que jugueteaban dulcemente por todos los intersticios de mi organismo, inundándolo de una melosa sensación de bienestar y dicha.
Entrelazadas estrechamente, piel en la piel, haciendo una explosiva mezcla de alientos y salivas, nos besamos y acariciamos remolonamente durante largo rato, alcanzado nuestros orgasmos sin necesidad alguna de cualquier tipo de penetración, sólo por la pasión y satisfacción arrebatadora de sentirnos unidas.
Aceptando tácitamente el hecho que, de ahora en más sería su nueva favorita, llamé por teléfono al appart y anunciándoles mi retiro, indiqué que una persona con una autorización pasaría dentro de las próximas doce horas a retirar mis cosas.
Temporariamente instalada en su departamento, ella me fue imbuyendo de las preferencias de ciertos clientes especiales del local y de la actitud ecuánimemente tolerante que debía de adoptar ante sus reclamos sin caer en la pacata gazmoñería hipócrita de una mujer común ni descender al servilismo de una prostituta callejera.
Durante tres noches, sentadas en un rincón oscuro del local construido especialmente para ese propósito, me instruía por medio del ejemplo de las otras mujeres en las distintas técnicas del coqueteo, la estudiada indiferencia al acoso y los límites de contacto físico aconsejados en cada caso en particular para lograr que el espíritu aventurero del pretendiente no decayera por la dificultad y, si esto era posible, se incrementara con la velada promesa de enigmáticos placeres.
Cada una de esas noches sirvieron para que mi espíritu se fuera templando, acomodándose a la idea de que aquello que iba a emprender era un camino sin regreso, deliciosamente placentero para mi reconocida incontinencia sexual, pero inequívocamente degradante como mujer, ya que más allá de pomposos eufemismos, vendería mi cuerpo por dinero y me convertiría en una prostituta.
El observar el accionar de aquellas mujeres que cercaban a sus presas como si fueran bestias salvajes al asecho obteniendo a través de ese primitivo comportamiento la sumisión total de sus clientes, encendía calderos ignorados en partes de mi cuerpo antes sensorialmente inocuas y cuando ya tarde en la madrugada, nos recluíamos en el dormitorio de Raquel, su exquisita sensibilidad, su maestría en el arte de hacer disfrutar al otro con todas las partes del cuerpo, me hacía ascender a cumbres del placer y la satisfacción nunca experimentados.
Durante diez días en los que mi cuerpo fue adquiriendo mayor grado de sensibilidad consiguiendo administrar la obtención de los orgasmos y profundizar la intensidad del goce cuando llegaba a ellos, Raquel se aplicó con verdadera pasión en enseñarme como elevar el nivel de satisfacción en el otro hasta hacerlo sumirse en una desesperada angustia por obtenerlo.
Siendo practicante activa de una bisexualidad sin límites, me enseñó a manejar y experimentar en carne propia cosas espeluznantemente maníacas, como la penetración simultánea con un consolador doble o la introducción en el ano de una larga hilera de esferas de dos centímetros unidas por un cordel, que iba retirando con exasperante lentitud para someter a los esfínteres a dolorosas y deliciosas contracciones. Sensaciones que desconocía y recibía alborozada al tiempo que descubría que todas las mujeres las llevamos guardadas en lo más profundo de nuestras mentes sin exteriorizarlas, reprimidas por la presión de la sociedad y, en la mayoría de los casos, por una cultura que nos hace desestimar o ignorar los reclamos atávicos de nuestra sexualidad.
A medida que experimentaba conmigo, fue convenciéndose que realmente le importaba mucho más de lo que ella misma quería admitir y que retardaba el momento de entregarme a otros a causa de la pasión que sentía por mí, no resignándose a compartirme.
Aunque a mí me sucedía lo mismo con ella, la curiosidad por iniciarme en ese sexo que en cada noche me prometía la aventura de lo incierto y, por qué no decirlo; las pocas horas deliciosas y plenas con ella eran ya escasas para las necesidades y capacidades que había ido acumulando, me hicieron insistir en mis reclamos para que me dejara trabajar.
Accediendo a regañadientes, fijó la exigencia de elegir a mis clientes, ya que no permitiría que yo fuera sometida por la animal conducta de cualquiera de ellos a los que conocía sobradamente. Como una madre celosa eligiendo las amistades de sus hijos, buscó hasta sumar un grupo de clientes seleccionados con los cuales concertaría esas primeras relaciones que, dadas mis características, estaría compuesto exclusivamente por mujeres a las cuales había "servido" personalmente y de quienes sabía todo lo necesario para dejarlas satisfechas y obtener al mismo tiempo una gratificante relación.
La noche en que iba a concretarse mi primera cita "profesional", Raquel me explicó algunas de las singularidades que le gustaban a la mujer en cuestión, poniendo especial énfasis en que, si bien yo podría manifestar todo el entusiasmo que la pasión solía provocarme, siempre la dejara tomar la iniciativa, prestándome sin cortapisas ni melindres a cualquiera de sus exigencias.
Con nervios de colegiala, vestida especialmente para la ocasión con un simple conjunto de falda y blusa, sin demasiado maquillaje y sí, con un costosísimo conjunto de lencería sugerido por Raquel y que alimentaría la pasión fetichista de la cliente, me senté a esperar impaciente la presencia de la mujer en aquella zona especialmente acondicionada para visitas discretas.
Cuando surgió de entre las sombras, casi materializándose junto a mí, sentí como si Raquel me estuviera poniendo a prueba. Esa mujer mesurada y formal parecía fuera de contexto en un local como aquel; de mediana estatura, con zapatos de taco bajo, estaba vestida con un sobrio traje sastre de color azul, sin blusa. Por lo demás, era un ama de casa común, sólo los finos rasgos de su cara dejaban traslucir una belleza serena, parcialmente oculta tras los lentes de grueso marco negro y su cabello color castaño, estaba recogido en la nuca en un trabajado rodete.
Sentándose a mi lado y mientras me radiografiaba con sus ojos, me dijo que Raquel le había comentado de mí y que, siendo esta mi primera cita, tendría especial cuidado en no provocarme ninguna experiencia desagradable, siempre que yo fuera tan eficiente como prometía y no la desilusionara.
El local no era un prostíbulo, así que el sitio donde se concretaría la cita debía ser proporcionado por el cliente y en ningún caso se permitía que fuera un hotel alojamiento. Conocedora de esta condición, la mujer me invitó a seguirla y subiendo a un coche, se dirigió a través de la ciudad en un silencio que a mí se me hizo incómodo hasta un barrio de calles arboladas, oscuras y tranquilas.
Entrando el auto en una cochera abierta de un solitario chalet, apagó las luces y tomándome de la mano, me condujo en la oscuridad hasta el interior de un amplio living donde encendió una lámpara y con esta tenue luz, me llevó hasta un hermoso dormitorio amoblado con exquisito gusto.
Obedeciendo las indicaciones de Raquel, me quedé esperando a que fuera ella quien tomara la iniciativa y en esta espera, comencé a vivir una de las experiencias más extrañamente gratas de mi vida. Como si fuera la transformación de una mariposa o la del capullo deviniendo en la plenitud de la flor, su rostro comenzó a delinearse en toda su espléndida belleza.
Desprovista de los gruesos lentes ficticios, me mostró la profundidad acuosa de sus ojos verde claro y los labios adquirieron una tentadora morbidez rojiza cuando ella los despojó de la capa del labial casi blanco que los cubría. Deshaciendo las intrincadas revueltas del rodete, sacudió la cabeza y una magnífica melena ondulada cayo hasta mucho más abajo que sus hombros.
Alucinada por esta transformación, sentí como mi boca se llenaba de saliva ante el espectáculo de sus hermosos senos, grandes, rotundos y fuertes, que, sin corpiño, se irguieron desafiantes al ser liberados de la ajustada chaqueta. Cuando terminó de sacarse la falda que la cubría hasta las rodillas, la vista del espléndido cuerpo me dejó sin aliento. Las torneadas piernas se ensanchaban generosamente hasta adquirir la fortaleza de sus amplias caderas que se reducían luego en la delgadez de la cintura y su musculoso vientre, en cuyo vértice su manifestaba un borrón de vello púbico cuidadosamente recortado y, al darse vuelta para dejar las prendas sobre una silla, la deslumbrante belleza de sus nalgas me nubló la vista.
A mí me costaba creer que una mujer madura y todavía dueña de semejante riqueza, la ocultara así a los ojos del mundo cuando había otras más jóvenes que se desvivían por enseñar lo poco que tenían. Observando mi estupefacta mirada, se aproximó y como si yo fuera una adolescente, puso toda la delicada ligereza de sus dedos en desprender uno a uno los botones de la blusa que ocultaba mi busto, ronroneando satisfecha cuando vio el volumen real de los pechos y el llamativo trabajo de bordado que lucía mi corpiño, que recorrió acariciando con morosidad sus filigranas como si fueran un tesoro.
Bajando con presteza el cierre de la pollera que cayó a mis pies, dio una vuelta a mí alrededor, rozándome apenas el torso con la yema de sus dedos y cuando estuvo detrás, bajó los breteles y desabrochó el soutien, dejándolo caer al suelo.
Siguiendo con su tardo paseo, volvió a colocarse delante de mí y arrodillándose, acercó su nariz al bulto que formaba mi sexo debajo de la trabajada bombacha aspirando con deleite esa mezcla de perfume francés y los eternos jugos vaginales que manaban acompañando mi excitación.
Rozando apenas con su nariz todo el frente de la trusa mientras recorría con las yemas los meandros del bordado y comprobando que estaba humedecida por el flujo, lamió con fruición el bulto de la vulva e introdujo dos dedos debajo del elástico de la cintura y con minuciosa prolijidad fue bajando la prenda, acompañándola a lo largo de los muslos y las pantorrillas hasta sacarlas por mis pies para luego buscar en su interior el refuerzo de la entrepierna humedecido por mis fluidos, aspirando y sorbiendo profundamente sus fuertes aromas.
Aunque prácticamente ni me había tocado, yo temblaba por la excitación que esa especie de rito fetichista me provocaba y no podía reprimir el leve jadeo que escapaba por mi boca. Parándose muy junto a mí, la energía y el calor que emanaba de su cuerpo aceleraron mi deseo y mirándola profundamente a sus ojos claros, le supliqué en un susurro que me poseyera.
Me aproximé a ella y comenzamos a jugar recíprocamente con las manos en nuestros sexos, rascando tenuemente al vello púbico y deslizando los dedos a lo largo de la vulva. Con el goce, vino el gimiente jadeo y sin darnos cuenta nuestros alientos se confundieron, los labios se rozaron galvanizándonos y lentamente nos abandonamos al beso, tímido al principio y exigentemente hambriento después.
Con mi brazo izquierdo la atraje hacia mí y la mano derecha buscó la magnífica copa de sus senos acariciándolos, consiguiendo que ella buscara los míos y las dos nos dedicamos por un rato a sobar amorosamente los pechos de la otra. Mi boca se desprendió de la suya y los labios buscaron el promontorio de los vértices de sus senos, envolviendo a los pezones y succionándolos como si mamara. Ella gimoteaba quedamente por la ansiedad que le provocaba y entonces mi mano buscó su nalga y acariciándola suavemente, fui recorriendo sus caderas y pelvis hasta rozar la vellosidad del sexo.
Mucho más excitada que yo, gemía y sollozaba roncamente. Aventurando mis dedos, fui recorriendo tenuemente los labios de la vulva, sintiéndola estremecerse contra mi pecho. Con la yema busqué la humedad que manaba del sexo y los dedos se fueron escurriendo suavemente hacia el interior escarbando entre los pliegues con una sabiduría nueva en mí.
Más por instinto que por propia voluntad, ella se agotaba acariciando mi cabeza para empujarla hacia abajo con apremiante vehemencia. Sin dejar de masturbarla cambié de posición tan expertamente como el placer me indicaba era correcto. La respuesta encendida de la mujer no hacía sino motivarme para proseguir y, cayendo de rodillas dejé que mi cabeza resbalara hacia su sexo, hundiendo la boca en él.
Como siempre que iniciaba una relación lésbica, el fuerte olor a almizcle marino me provocaba una leve aprensión pero las ansias pudieron más y, sapiente de toda sabiduría instintiva, comencé con pequeños besos que derivaron en lambeteos para luego succionar aquel manojito de pliegues que cubrían al clítoris. Sorprendentemente, el sabor de su sexo no era acre sino que una fragancia particularmente excitante exacerbó mi olfato, introduciéndome a un nuevo mundo de sensaciones olfativas.
Enardecida, mi boca se aplicó a la succión de aquellos pliegues y dos de mis dedos unidos se adentraron en el agujero de la vagina. Nunca pude discernir si los fuertes lamentos iniciales de ella fueron de dolor o placer, ya que después de unos momentos de esa vigorosa penetración, imprimió a su cuerpo un lento ondular que se fue incrementando hasta que, suspendida por un instante en un envaramiento muscular, apretó mi cabeza contra su sexo sollozando de placer mientras los fluidos de su vagina rezumaban a través de mis dedos.
Todavía temblorosa por este sorpresivo y precoz orgasmo de mi compañera, la empuje suavemente hacia la cama y dejé que mis brazos la ciñeran negligentemente. Deslizándome hacia su sexo e indicándole que sostuviera encogidas las piernas, no podía quitar los ojos de esa enorme vulva, cuyos gruesos labios de un color violeta oscuro con trazos negruzcos despertaban cosquillas en aquellos lugares que, desde mi pubertad y descubiertos por mí misma, no había vuelto a sentir. La angustia me resecó rápidamente la garganta junto al escozor inaguantable del sexo, señal inequívoca de que mi excitación estaba alcanzando niveles excelsos.
Estirando los brazos y asiéndome de la barbilla, llevó mi cara hacia arriba. Acezando quedamente entre mis labios entreabiertos, vi como ella me aproximaba a los suyos y experimenté el beso de más sublime dulzura en toda mi vida. Las mórbidas carnes de sus labios gordezuelos se posaron tenuemente sobre la boca, como esos ligeros intentos titubeantes que hace una mariposa antes de posarse en una flor y mis labios no podían contener el temblor de nervios, ansiedad y angustia que los sacudían inconteniblemente.
La líquida suavidad de su lengua empapada de una fragante saliva se extendió por las resecas hendeduras exteriores y, como una sierpe gentil, escarbó con tierna premura mis encías para luego introducirse lentamente en la boca, recorriendo morosamente cada rincón de ella y provocando que la mía, acudiera presurosa a su encuentro. Restregándose en una incruenta batalla del deseo, se atacaban sin saña, con una ávida lubricidad que conduciría inevitablemente a que los labios, alternativamente, se esmeraran en succionarlas cada vez con mayor intensidad.
Incapaz de contener mi loca vehemencia, la abracé apretadamente y juntas rodamos sobre las sábanas, estrechándonos como poseídas, con delirio, en vesánica exaltación y nuestras carnes se restregaron furiosamente en un intrincado amasijo de brazos y piernas, ondulando nuestros cuerpos y acometiéndonos en un alienante acople imaginario.
Las dos balbuceábamos frases incomprensibles lucubradas por las fantasías de nuestra fiebre sexual, suplicando, aceptando y prometiéndonos las más infames vilezas. Nuestras manos no se daban descanso recorriendo la superficie de la piel, que erizada y mojada de transpiración, les permitía escurrirse por cuanta cavidad, rendija u oquedad se presentaba, arrancándonos mutuamente, encendidos gemidos de goce insatisfecho.
Colocándose invertida sobre mí, comenzó a manosear mis senos al tiempo que su boca sometía a las aureolas y pezones a intensos chupones, dejando sobre ellos las marcas violáceas de las succiones y las rojizas medialunas de sus dientes. Sus pechos, más grandes que los míos, oscilaban hipnóticamente lado a lado sobre mi cara y yo también la ataqué con toda la vehemencia que el deseo me provocaba, encerrándolos fieramente entre mis labios y succionándolos con tal fuerza que ella emitió un dolorido gemido. Sus manos fueron deslizándose a lo largo del vientre y cuando llegaron a la entrepierna, se desviaron por las empapadas canaletas de la ingle para confluir finalmente en la vulva.
Las mías se mostraron ansiosas por palpar el fuego de su carne y se aventuraron a lo largo de la cintura acariciando las caderas y el nacimiento de los exquisitos glúteos. Las dos sabíamos que inevitablemente, el momento había llegado y acomodamos nuestros cuerpos para el feliz epilogo.
Ella encogió mis piernas obligándolas a abrirse de una manera que dejaba al sexo totalmente dilatado; su lengua tremolante exploró a todo lo largo de él, desde la diminuta vellosidad que como un breve triángulo coronaba el abultado Monte de Venus prologando la entrada a la vulva hasta esta misma y su consecuencia final que era la entrada carnosa a la vagina.
En una complicada combinación de labios y lengua, recorrió profundamente cada pliegue que asomara entre las carnes, retorciéndolo sañudamente entre ellos y complementándolos con los dedos, me fue elevando a un nivel de excitación desconocido que me quitaba el aliento.
Con la cabeza clavada fuertemente en los almohadones, resollaba en convulsivos jadeos mientras sacudía la cabeza y sentía que los músculos de mi cuello estallarían por la tensión. Con ojos alucinados contemplé la proximidad brillantemente húmeda de su sexo y clavando mis manos en las nalgas, accedí al maravilloso placer que constituye el sexo ardiente de una mujer, justificando la gula que los hombres manifiestan por él.
Su acre aroma de mujer adulta se constituyó en un imán y, cuando mezclado por el fragante vaho del flujo vaginal impresionaron mi olfato, cerré los ojos y hundí mi boca entre los gruesos labios solazándome en la suavidad del interior y busqué, instintivamente, la carnosa protuberancia del clítoris. Ella había hecho lo propio conmigo y así abrazadas, formamos una hamaca perfecta en la que nos bamboleamos embelesadas en una mareante cópula sin tiempo, que me sumió finalmente en la desmayada beatitud del orgasmo.
Al verme sacudida de ansiedad con el vientre contrayéndose convulsivamente, subió hasta mi cara, depositando menudos besos en ella e inundando mi olfato con los fuertes olores de mi propio orgasmo. Casi como una consecuencia de causa y efecto, la abracé contra el pecho tomando posesión de sus senos que palpitaban bajo mis manos.
Como si ambas estuviéramos pendientes y a la espera de este contacto, dejamos escapar un hondo suspiro de alivio y nos dejamos llevar. Besando su cuello, mis labios lo recorrieron hasta la curva del hombro y desde allí, volvieron a trepar hacia la oquedad detrás de las orejas convocando a la lengua en la excitación de la mujer.
Ella había asido mis manos con las suyas y las apretaba en una clara invitación a que hiciera lo mismo con sus pechos. Mis dedos se aplicaron a la tarea de sobarlos tiernamente y en la medida que ella se estrechaba excitada contra mí, aumenté la presión convirtiéndola en un fuerte estrujamiento y con las uñas fui pellizcando lentamente sus gruesos pezones.
Tomando mi cabeza entre sus manos, la impulsó hacia la boca que jadeaba suavemente. La mía aceptó el convite y los labios golosos se posaron en aquellos de viciosa experiencia. Apenas rozándolos, inicié un leve besuqueo de caldeadas humedades que fueron inervando el deseo y cuando al cabo de unos minutos los labios se confundieron en un ensamble perfecto y mí lengua penetró en la boca a la búsqueda de la suya, ella se apretó contra mí, abrazándose fuertemente a la nuca.
Totalmente fuera de mí con las bocas pegadas en una succión casi animal, aplasté mi cuerpo carnoso contra el suyo. Era como si algo magnético nos atrajera y nuestros cuerpos comenzaron a ondular en sincronía, empeñadas en querer penetrar y fundir las pieles en una sola. Mientras yo la besaba salvajemente, la mujer recorría mis espaldas y nalgas con sus manos y trabando sus talones en mis muslos, impulsaba su cuerpo contra el mío en un atávico ensayo de coito.
Abrazándola aun más fuerte, mi boca se dedicó a succionar el cuello, aspirando con deleite su olor a mujer en celo y eso me conmocionó, haciendo que los labios golosos descendieran en busca de los senos. Cubriendo de pequeños besos la palpitante carne que se estremecía con temblores gelatinosos ante la caricia, fui dilatando el momento mientras ella se calmaba y yo recuperaba algo de la cordura perdida.
Cuando estuvimos un poco más relajadas, mi lengua se dedicó a lamer con delicados embates de su punta la dilatada y protuberante aureola, cubierta de gruesos gránulos carnosos y cuando ella comenzó a gemir quedamente y sus manos, hundiéndose entre mis cabellos acariciaban mi cabeza, dejé que los labios rodearan al grueso y duro pezón erecto, succionándolo suavemente en procura que ella disfrutara con mi boca.
Suspirando hondamente, daba claras muestras de su satisfacción y eso me compelió a aumentar la presión de la succión mientras mis dedos rascaban con el filo de las uñas al otro pezón y ella incrementaba el golpeteo de su vulva contra mi pelvis.
Las uñas dejaron paso a mis dedos índice y pulgar, que atrapando a los rasguñados pezones los envolvieron entre ellos para iniciar una lenta torsión que llevó a la mujer a incrementar sus gemidos entrecortados. La presión se fue acentuando y la fuerza de mis dedos contra las carnes se hizo tan intensa como rápida. Ya las manos de ella habían dejado mi cabeza para tomar la suya mesándose los cabellos y, meneándola frenéticamente, farfullaba palabras de asentimiento y deseo.
Sometiendo a los senos con las dos manos, dejé que mi boca escurriera por el profundo surco que dividía la musculosa meseta de su vientre lamiendo y succionando la vellosidad de su interior y se entretuvo un momento en besar y sorber el sudor acumulado en el cuenco de su ombligo.
Temblando de ansiedad tanto como ella, me dispuse a escudriñar en su sexo. La certidumbre del acto que iba acometer colocó un ansioso rugido perverso en mi garganta y la lengua se deslizó al encuentro de la gruesa pelusa ensortijada e irritado por el fuerte estregar de mis dedos, el sexo se dilató mansamente, pulsando rojizo y oferente.
Con los dedos índice y mayor separé los labios inflamados y la sola vista de su interior me estremeció de ansiedad. Formando el labio menor, una festoneada hilera de pliegues en apretada filigrana se alzaba ante mis ojos fuertemente rosada en su base y diluyéndose en un pálido blanquigris.
En su extremo superior, un prieto manojo de pieles cobijaba la fuerte presencia del clítoris. Subyugada y atraída por el fascinante espectáculo, la lengua se proyectó ávidamente sobre ellos y con inquisitiva insistencia se agitó dentro del amasijo de pliegues buscando al esquivo pene femenino, fustigándolo sin piedad hasta que empezó a cobrar tamaño y entonces fueron los labios que, atrapándolo entre ellos, lo succionaron con voracidad en tanto mi cabeza se agitaba de lado a lado.
La mujer abría y cerraba las piernas espasmódicamente como las alas de una mariposa y sus manos presionaban mi cabeza contra su sexo. Mis labios atrapaban al clítoris y tiraban fuertemente hacia arriba como si quisieran arrancarlo y esa placentera tortura ponía obscenos roncos gemidos guturales en aquella boca que poco antes apenas susurrara dulces frases amorosas.
Al ver que la mujer temblaba toda ella estremecida por la ansiedad y el llanto comenzaba a entremezclase con los hondos quejidos anhelosos que ahogaban su garganta, mi boca bajo a la apertura vaginal y se solazó con las crestas carnosas que la protegían. Entretanto, el dedo pulgar había tomado el lugar de la lengua y maceraba con tenacidad al ahora empinado clítoris. Entonces mis labios tomaron contacto con la apretada apertura vaginal succionándola tiernamente para hacerla dilatarse y la lengua se introdujo en su interior pletórico de suaves mucosas, agitándose alocadamente.
Había olvidado la angustiosa desesperación que precede orgasmo, cuando todo parece desvanecerse y que una cae en el vacío al tiempo que en el interior del cuerpo estallan luces multicolores mientras que los músculos semejan elásticos tensados que quisieran estallar separándose de la osamenta.
En medio de sonoros sollozos, la mujer se agitaba frenéticamente y me pedía con aflicción que la ayudara. Redoblando la actividad de mis labios mientras dos de mis dedos penetraban sañuda y reiteradamente la vagina, aumenté la fuerza de la succión y comencé a degustar con deleite los jugos olorosos de sus fluidos que llegaban en pequeñas oleadas provocadas por las contracciones convulsivas del útero y en medio de las entrecortadas risas agradecidas de ella, paladeé gustosa su orgasmo.
Acunándola entre mis brazos, fui calmando sus espasmos y el profundo hipar de su pecho fue diluyéndose en un tierno ronroneo satisfecho. Mientras la mecía contra la masa pulposa de mis senos, ella comenzó a juguetear con sus dedos sobre las abultadas aureolas y pellizcó a los pezones que aun se mantenían enhiestos. Besando sus cabellos, le pregunté si aun deseaba continuar con aquello y tras darme su vehemente asentimiento, rebuscó en el cajón de la mesa de noche y extrajo de su estuche un consolador de látex.
Acomodándose en mi regazo, fue acariciando y sobando la sólida musculatura de mis pechos y su lengua lamió toda la arenosa extensión de las oscuras aureolas. En estos años muchas bocas habían habitado esa región, pero el roce leve de su lengua pequeña y ágil me provocaba nuevas sensaciones difíciles de definir, absolutamente distintas a todas.
Su boca succionó en suave mamar anhelante a los pezones y su tamaño debe de haberla excitado, ya que muy pronto sus dedos estrujaban con fervorosa pasión la carne de los senos y la boca parecía no dar abasto chupando y lamiéndolos. Susurrando incoherencias, su boca bajó presurosa por mi vientre y sin demasiados circunloquios se acomodó en el sexo, lamiendo y chupando como yo lo hiciera con ella, poniendo tal denodado afán en hacerlo que sentí crecer en mi pecho una clase de ternura que ninguna mujer había inspirado.
Acomodamos nuestros cuerpos hasta quedar invertidas, de tal manera que mi sexo permaneciera unido a su boca y su sexo barnizado por los jugos que aun rezumaban de él fuera invadido por mis labios y lengua, pero esta vez, sabiendo que la mujer lo deseaba, estaba decida a consumar la cópula. Muy rápidamente las dos ascendimos la cuesta del deseo y, con los dedos engarfiados en las nalgas, nos debatimos y revolcamos durante un rato en una interminable sesión de chupones, lambidas y leves mordiscos.
Con suma prudencia, un dedo inquisitivo excitó las crestas de la vagina y lentamente trató de penetrar pero las carnes estaban nuevamente estrechamente apretadas por sus músculos. Dejé que la lengua las mimara durante un momento y cuando las sentí relajadas, el consolador acompaño a la lengua y luego la fue reemplazando muy suavemente. Esta vez fue penetrando con suavidad y sus jugos hacían de alfombra lubricante.
Rugiendo con los dientes apretados, la mujer soportó estoicamente ser penetrada, descargando aviesamente su dolor sobre mi sexo casi con saña, clavando sus uñas y rasguñando mis nalgas y muslos. Cuando el falo penetró en toda su extensión, lo retiré pletórico de sus espesas mucosas pero cuando volvió a entrar lo hizo en compañía del dedo índice, que inició una prolija búsqueda en todo el interior de la vagina, rascando y escudriñando en todas direcciones haciendo que ella se estremeciera entera con sus rasguños en medio de exaltadas exclamaciones de placer.
A medida que el vaivén iba haciéndose más fluido, su sexo se dilató y el consolador la socavó fieramente, en tanto que el pulgar permaneció hostigando al clítoris junto a la lengua. El falo buscó pacientemente la callosidad del punto G y cuando se concentró en ella, la mujer prorrumpió en una serie de incoherentes exclamaciones gozosas en tanto que cacheteaba fuertemente mis nalgas, alzando las piernas encogidas y entrecruzándolas sobre mi cuello.
En un exceso de crueldad, fui haciendo todos mis movimientos en ralentti, suspendiendo de a ratos la intromisión a la vagina y concentrándome con labios y lengua en el clítoris, provocando su desesperación por el orgasmo en ciernes que no se concretaba gracias a que yo demoraba el momento. Con un primitivismo bestial, dejaba escapar de su pecho broncos bramidos y, sabiéndome culpable de su postergada eyaculación, atacaba de a ratos mi sexo chupándolo con angurrienta violencia y llegando a clavar sus agudos dientecillos en mis muslos.
Con la urgencia de mi propio orgasmo rascando en la vejiga, la volví a penetrar con mi boca atenazando al endurecido apéndice de su sexo y aceleré el vaivén del émbolo con la mano. En medio de tumultuosas exclamaciones de satisfacción, recibí la oleada impetuosa de sus jugos que permanecí sorbiendo durante un largo rato en el que su cuerpo se fue relajando sacudido en espasmódicos remezones.
A pesar de lo impetuoso de mi acción, yo no había logrado concretar mi orgasmo y volviéndola a tomar entre mis brazos, fui abrevando entre sus labios temblorosos con el agudo áspid de mi lengua, como queriendo y no. Besando y no besando. Lamiéndola y no. Ella esperaba la concreción del beso con avidez pero, adrede, yo no dejaba que eso sucediera. Sus ojos buscaban los míos con una mirada lastimera de cachorro asustado, diciéndome cuanto me deseaba y de su boca escapaban sordos gemidos entrecortados por la emoción.
La acomodé mejor y comencé con una serie de pequeños besos a los que ella respondía con frases entrecortadas de alegría y agradecimiento. Cuando se aferró a mi nuca y su boca se abría exigiendo mucho más que besos húmedos, encerré sus labios entre los míos iniciando un lento besar, tanto como la profundidad que ponía en la succión.
Dejándola por momentos sin aliento, mis labios apresaban su lengua chupándola tan intensamente que la sentía vibrar como un pequeño pez dentro de mi boca. Ella estaba otra vez en la cima del goce y sus manos apresaban mi cabeza, pareciendo que ambas quisiéramos devorarnos mutuamente.
A pesar de que mi excitación reclamaba algún tipo de concreción, permanecí firme y durante un largo rato nos desmayamos en besos de extremada violencia dejando escapar angustiosos gemidos que nos iban excitando aun más. Finalmente, ella tomó la decisión que yo esperaba y sus manos se dedicaron a acariciar mis senos. Mientras me besaba, ahora con mayor calma y dedicación, sus dedos recorrían ávidos la piel de los senos acariciándolos o rascándolos tenuemente con sus pequeñas y afiladas uñas. Yo la dejaba hacer para ver cuanto de instintivo había en su iniciativa y hasta donde podría llegar alentada sólo por su frenético deseo.
A mí ya se hacía imposible simular indiferencia y conduciendo su boca hasta mis senos, la invité a chuparlos. Dueña de una sabiduría tan antigua como el mundo, la hembra primigenia pareció explotar dentro de ella y su lengua vibrátil se deslizó acuciante sobre mis pechos endurecidos por el deseo, azotando con agilidad los bultos marrones de las aureolas, atrapando a los pezones entre sus labios, ciñéndolos fuertemente a su alrededor e iniciando una serie interminable de fortísimas succiones.
Ahora era yo quien se desgarraba en hondos gemidos de angustia sintiendo como aquella comenzaba a oprimir mi pecho y el escozor, viejo amigo de la satisfacción, se instalaba en mi vientre. Con la mujer aferrada a mis senos, extendí la mano y alcancé su entrepierna, rascando suavemente la alfombrita de suave vello oscuro que ocultaba al sexo. Mis dedos se deslizaron a lo largo de la vulva acariciando sus delicados labios. Hundiéndolos un poco más en su interior fui esparciendo los jugos que lo inundaban, sintiendo como sus músculos se dilataban agradecidos elevando la excitación de la mujer que estrujaba con verdadera saña mis carnes y clavaba sus dientes en los pezones.
Mis dedos se aplicaron a la tierna maceración del erguido clítoris, restregándolo en forma circular y arrancando gemidos de sus labios. Deshaciéndome del abrazo, me coloqué de forma tal que ella quedara debajo de mí y en forma invertida. Como en la ocasión anterior, me hice dueña de su sexo y mi boca de dedicó a someterlo a la más fascinante sesión de lengüeteos y chupones. Ya más lanzada, ella acariciaba con ternura mis nalgas y su delgada lengua exploró curiosa los abundantes pliegues que asomaban entre los labios de la vulva.
Esta vez había decidido que ella me hiciera sentir a mí todo el rigor del sexo y mojando al consolador con abundante saliva, lo puse en su mano mientras le pedía que me penetrara con él. La expectativa despertada por su contacto pareció enardecerme aun más y mi boca se prodigó en su sexo con el más maravilloso repertorio de lamidas y succiones en todo el interior del ardiente óvalo, especialmente en las gruesas carnosidades que casi groseramente orlaban la entrada a la vagina, excitándome hasta hacerme perder la cordura.
Después de macerar con la ovalada cabeza elástica del miembro mí clítoris haciéndome prorrumpir en extasiadas exclamaciones gozosas, la embocó en la entrada a la vagina y, muy lentamente, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, fue penetrándome hasta que toda la prolongada extensión del falo estuvo en mi interior.
Ese proceso alucinó a la mujer que descargaba en mi sexo toda la apremiante tortura de sus entrañas y, entre ávida y colérica, lo agredía con saña malévola en voluptuosa delectación. Con pérfida crueldad, comenzó a moverlo dentro de mí, dándole un ligero movimiento de vaivén con leves giros rotatorios que, conforme las conmocionadas carnes se dilataban complacidas y eran lubricadas por los jugos internos que acudían a su influjo, se fue haciendo más intenso hasta alcanzar el ritmo de una violenta cópula.
Yo ya no me aferraba a sus nalgas sino que hundía la cabeza contra el colchón y en medio de exclamaciones inflamadas de deseo, la insultaba y agradecía simultáneamente y, con mis manos engarfiadas en las sábanas, me daba impulso para hacer ondular el cuerpo adaptándome al compás de la penetración.
Enardecida por los efluvios que brotaban del sexo y con el chas-chas de mis fluidos azotados por la verga, hundí mi boca en su sexo y mis dientes se apoderaron del endurecido clítoris, mordisqueándolo tiernamente al principio para finalmente torturarlo vesánicamente, estirándolo hasta lo imposible.
Con el ariete del falo entrando y saliendo en aberrante vaivén, azorada y expectante y con mis dientes aferrados a sus carnes, sentí como ella introducía por unos momentos dos de sus dedos en mi ano en delicioso prólogo a la penetración del consolador que, con absoluta impunidad, se deslizó destrozando mi recto. Ante el placer desmesurado, deslumbrantemente cegador, exploté en la descarga de mis líquidos más íntimos gritando como una posesa, alcanzando el orgasmo y, ahíta hasta la inconsciencia, prorrumpí en sollozos entrecortados por las espasmódicas contracciones de mi vientre mientras su lengua se complacía degustando los jugos que manaban desde el interior de mi sexo.

Rato después, recibía la bienhechora caricia de la ducha que limpiaba de mi cuerpo la espesa capa de sudor, lágrimas, salivas y jugos vaginales, suavizando y diluyendo los pequeños hematomas que sus labios provocaran en mi piel. Cuando regresé al cuarto, ella estaba acomodando sobre la cama una bandeja con vasos de jugo de naranja y una cafetera repleta de la aromática infusión.
Recostadas a cada lado de la bandeja, fuimos refrescando nuestras inflamadas gargantas con el jugo y ya sin ninguna inhibición, ella me preguntó cómo una mujer de mi posición y cultura había decidido dar un paso que, normalmente, se producía a la inversa. Aclarándole que la holgura monetaria pertenecía a mi marido y que sólo cuando consiguiera la separación lograría algún beneficio económico, le confesé sin ambages cual había sido el motivo de mi separación y la razón por la que dejara mis estudios inconclusos procurando alejarme de todo lo que estuviera emparentado con el Derecho.
Picada a mi vez por la curiosidad, quise saber más de ella y él por qué de su lesbianismo. Sin sentirse molesta por la extrañeza de alguien que entregaba su cuerpo por dinero, me contó que tenía cuarenta y cinco años, un hijo ya casado de veinticinco y hacía diez había quedado viuda. Al momento de fallecer su marido, ella trabajaba en una empresa automotriz y pudo llevar adelante la casa con su sueldo y las reservas que el seguro por accidente le había proporcionado.
Con un hijo en la secundaria y una casa por mantener, una mujer viuda de treinta y cinco años, dueña de ciertas virtudes estéticas y atractivamente desprotegida, debía moverse con cautela en la cuerda floja de las relaciones laborales haciéndose inmune a los acosos masculinos, cuidándose de no ofender ni menospreciar a quienes lo hacían; casi todos escudados en la severidad extorsionadora de sus cargos superiores.
Recién un año después de quedar viuda accedió a salir con alguno de la oficina que, además de serle agradable, le inspiraba cierta confianza. Efectivamente, él había resultado ser como ella especulara y seducida por su caballerosidad y sus propias urgencias insatisfechas, después de dos o tres salidas accedió a tener sexo con él. Sorprendida por la gozosa respuesta de su cuerpo a las activas exigencias perversamente superiores a las de su difunto marido, terminó por concluir dos cosas, que aquel había sido un enano sexual y que ella, una vez desinhibida totalmente, era potencialmente una prostituta.
En el lapso de poco más de un mes se dejó someter a las más agradables y degradantes relaciones, convirtiéndose en la bestia ávida de sexo que nunca había sido hasta que un día todo ese castillo de ensueños se derrumbó estrepitosamente cuando, al ser acosada por uno de los jefes y ante su indignado rechazo, este le describiera sarcásticamente hasta el más mínimo detalle de todo cuanto ella había realizado en la cama con su amante. Furiosa y humillada por la pérfida traición del hombre, renunció al trabajo, administrando sus ahorros y consiguiendo que fueran multiplicándose lentamente.
Aunque decidida a no entregarse jamás a un hombre, su cuerpo joven y vigoroso conspiraba en su contra y con el tiempo volvió a reincidir, pero esa vez se impuso a sí misma ciertas restricciones, no entregándose inmediatamente a cada hombre que la requiriera. Eso le sirvió para darse cuenta de que a su edad y con un hijo adolescente, no había hombre que no se acercara a ella si no era por el mero interés de poseerla.
Angustiada por sus necesidades que ya se estaban convirtiendo en una obsesión que la consumía en largas noches de insomnio, decidió confiarse a una amiga reciente que había conocido en un gimnasio. Mientras tomaban el té en el living de ella, con timorata reticencia, fue confiándole el motivo de sus desórdenes nerviosos y su efervescente alegría, siempre un poco demasiado histérica. Tranquilizándola con su reposada calma, aquella le hizo ver de la inutilidad de sus esfuerzos, ya que no había hombre, aun los más correctos, que no persiguiera el mismo fin, especialmente a esa edad.
Ella lo sabía por experiencia propia, ya que separada de su marido a los cinco años de matrimonio, había pasado por esa misma experiencia siendo aun muy joven. Acariciando su cara y asiéndola por los hombros con ternura, le sugirió con pícara sonrisa que la dejara hacer, Su conciencia se resistía a esa relación, pero físicamente, todo su cuerpo estimulaba las sensaciones aletargadas y se entregaba mansamente a las manos de la mujer. Cuando aquella concretó su mimoso consuelo con un apasionado beso en la boca, se prodigó a ella con tal desenfrenada pasión que esta terminó envolviéndolas en las llamaradas del sexo y se inmolaron a él placenteramente.
Aquel fue el nacimiento de una nueva mujer, más circunspecta y hogareña en lo exterior y muchísimo más liberada sexualmente, encarando las relaciones con total desenfado, aprendiendo a gozar de las mujeres mucho más de lo que jamás lo había logrado con un hombre.
Sin embargo, seguía sin considerarse lesbiana u homosexual, ya que no se enamoraba o gozaba exclusivamente con mujeres pero, teniendo capacidad de discernimiento y elección, las prefería a estas, ya que nunca la expondrían a la posibilidad de un embarazo, no solían tener enfermedades venéreas, no pretenderían vivir en concubinato ni le exigían más que una relación satisfactoria y, por sobretodo, en su propio beneficio, eran discretísimas.
Si un hombre tiene aunque sea una sola experiencia homosexual, pierde su condición de tal porque práctica el sexo de una manera antinatural, en cambio, una mujer no pierde su feminidad, ya que realiza los mismos actos que con un hombre y la única diferencia está en la no eyaculación de esperma. Una mujer que aprende a disfrutar con otra, casi siempre se potencia sensorialmente y logra optimizar sus posteriores relaciones sexuales con varones.
Alabando mis condiciones naturales, físicas y mentales para este tipo de sexo y mi predisposición gozosa al realizarlo, ya que no me convertía en una muñeca de trapo pasiva como hacían la mayoría de mis compañeras, me instó a no cejar en mis propósitos, encarando estas relaciones como un enriquecimiento de mi salud mental y madurez, aconsejándome elaborar un plan, un proyecto de vida, que me permitiera independizarme de las ataduras que ahora me ligaban a Raquel para trabajar sólo en mi beneficio y con una meta cierta que me permitiera vivir una madurez decente.
Reconfortada por estas confesiones y su clara admiración por mis virtudes, volví a entregarme a una desenfrenada consumación de actos sexuales que nos hizo perder la noción del tiempo, cobrando conciencia de mi loca incontinencia al clarear la luz del sol por las ventanas.
Dejándola sumida en el más profundo sueño y tras comprobar que ella había colocado en mi bolso la paga estipulada por Raquel más una suma que la doblaba como propina con una notita diciendo que era para comenzar a construir mi futuro, regresé al departamento para enfrentarme con una furiosa mujer que, puesta en madama, sabía ser cruel y despiadada.
En medio de groseras maldiciones, Raquel me recriminaba mi falta de responsabilidad evidenciando que aun no era una profesional y que cualquier cliente, al precio que ella había pagado, no tenía derecho a una noche completa de servicio. Furiosa porque la había desobedecido, me dijo que había debido cancelar por mi ausencia otra relación que tenía programada para esa noche pero, finalmente, dejó aflorar una celosa ternura al recriminarme por ser tan atractiva y querible, teniéndola toda la noche con el alma en un hilo pensando que me había pasado algo. Lo que comenzara con un reto colérico, terminó en una lacrimógena escena de celos que exigió la consolara y nos hundimos nuevamente en el espiral infinito del placer.

Durante los cuatro años en que conviví con ella, mi única prebenda fue ocupar su cama y no volver a sentir a un hombre dentro de mí pero, profesionalmente y por ser la mejor de sus pupilas complaciendo a mujeres, tuve tantas satisfacciones como frustraciones, debiendo soportar las más viles y aberrantes relaciones.
Era increíble la amplitud del espectro de mujeres con las que debía tener sexo, desde las tímidas jovencitas que escasas de dinero sólo buscaban jugar a una aventura discreta y sin compromiso o las que buscaban definirse sexualmente y hasta amas de casa disconformes o insatisfechas con sus parejas. También estaban las viudas o separadas que temían emprender una nueva experiencia sexual con hombres a quienes no conocían y finalmente, las que eran realmente lesbianas que, sin distinción de edad o posición social, me solicitaban para que las satisficiera o solamente gozaban ejerciendo en mí sus perversas prácticas sadomasoquistas.
Como fuera, lo cierto es que todo eso servía para la concreción de mi plan, tal como me lo indicara Julia, con quien seguí manteniendo al menos una relación mensual. En la medida que mi prestigio se extendía entre la clientela de Raquel que día tras día se incrementaba por mi denodada predisposición a darles satisfacción, adaptándome a cualquier situación, desde complacer a un matrimonio heterosexual hasta a una pareja constituida de lesbianas o someterme gozosamente a ser fustigada o penetrada por los más demoníacos aparatos mecánicos de viciosas lesbianas sadomasoquistas, fui exigiéndole una mayor participación económica y conseguí establecer una tarifa distinta para mis servicios, que se diferenciaban excesivamente de aquellas que sólo mantenían una relación “normal” con las clientes.
Cuando recibí la parte de la separación de bienes con mi marido, la puse a trabajar en una cuenta bancaria que incrementaba mensualmente por mi regia "facturación" y las generosas propinas que ocultaba a Raquel. Durante ese tiempo, más de mil mujeres "contribuyeron" a formar la base de la pequeña fortuna que, finalmente, me daría la independencia económica que yo necesitaba para el desarrollo de mi proyecto.
Mi primera inversión, realizada con un crédito hipotecario del mismo banco, fue la compra de un departamento en un lujoso edificio de la Recoleta y su posterior decoración, que debía de responder a ciertas expectativas sensoriales de mis nuevas clientas.
Dejando para último momento el vestuario, que debería estar de acuerdo a la moda del momento, fui dedicando parte de mi tiempo libre al cuerpo. Las agotadoras clases de gimnasia aeróbica, los complementos con pesas y aparatos y la atención personalizada de una masajista, incrementaron la firmeza de mis carnes que, apenas a los treinta y tres años, ya comenzaban a demostrar una incipiente flaccidez a pesar del agotador "ejercicio" cotidiano a que las sometía.
Cuando tuve todo a punto, junto con un discreto pero lujoso guardarropa y una nutrida agenda de mis mejores clientes con minuciosos detalles de sus preferencias, sostuve una maravillosa última noche con Raquel y al día siguiente, desaparecí como si me hubiera tragado la tierra.
Instalada en mi propio piso, me interné durante una semana en un instituto de belleza en el cual cambié totalmente mi "look". El nuevo color y forma de mis cabellos, junto
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