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Categoría: Incestos

La fiesta de Mateo

Por su edad, a Mateo no le gustaba ir a esas fiestas familiares donde desconocía a la mayoría de las personas, pero ahora, enfundado en un incómodo traje que su madre le acababa de comprar, ya que e sus diecisiete años jamás había ni siquiera pensado usar uno, entraba al lujoso salón de fiestas donde se celebraba el casamiento de una prima suya, acompañando a su madre y en representación de su padre que se encontraba haciendo una maestría en Chicago.
Cómo él era bastante menor que sus primos, que no eran demasiados, no compartía con ellos recuerdos o anécdotas infantiles y por lo tanto se sentía como sapo de otro pozo entre esa gente, especialmente las mujeres mayores, quienes sabiendo que era el hijo del famoso cirujano, lo colmaban de besos y abrazos, churreteándolo con sus maquillajes y saliva; disimuladamente y viendo cómo su madre desparramaba la efusiva simpatía de su carácter griego en medio de tanta gente a la que no veía en años, se proveyó de vituallas para aislarse en un rincón donde nadie lo molestara y el pudiera entretenerse con la alegría de los suyos.
No era que él fuera un tímido o retraído, todo lo contrario, lo que incrementaba su enfurruñamiento, era que ese día precisamente, daba una fiesta una chica famosa entre los muchachos por su fogosidad pero a quien no le era indiferente y a la cual pensaba transarse en medio de la hordalía en que solían terminar esas reuniones juveniles; rumiando su bronca, iba atiborrándose de bocaditos y masas a los que regaba prudentemente con gaseosas ya que no le gustaba el alcohol.
La que sí disfrutaba de la fiesta era su madre, quien alternaba las conversaciones con esos festivos bailes de la comunidad y continuas libaciones que parecían funcionar como combustible para su campechana alegría, lo que contribuyó para que, pasada la medianoche y en pleno jolgorio, una desconocida tía lo convocara para atenderla de un repentino desmayo; cuando la vio tendida en el diván con la mirada perdida en la nada y contestara sus preguntas cómo si lo desconociera con lengua estropajosa, se dio cuenta que teína una borrachera impresionante. Tratando de no avergonzarla ante tanta gente, averiguó como salir por una puerta lateral y sosteniéndola como a una muñeca de trapo, la cargó en el auto para llevarla hasta su casa.
Mientras manejaba con prudencia por no tener registro, observó como ella había resbalado de costado en el asiento para quedar con la cabeza apoyada contra la portezuela, por la que una pierna quedó sobre la alfombra y la otra se abrió doblada en el asiento, haciendo que esa posición dejara al descubierto sus largas y hermosas piernas, permitiéndole divisar claramente la blancura de la bombacha; por un momento una idea atroz se cruzo por su mente, pero se dijo que, aunque él admirara francamente a su madre como mujer e inclusive se masturbara muchísimas veces en su honor, no tenía derecho a traicionar a su padre.
Llegados a la casa, Ligia estaba totalmente ida y escasamente balbuceaba estupideces pero el cuerpo no le respondía para nada; cargándola fácilmente en sus brazos, no pudo evitar sentir la poderosa morbidez de esas carnes ardientes que tocaba por primera vez de esa manera y toqueteándola seguramente más de lo debido, la condujo a su dormitorio donde la depositó sobre la cama.
El traqueteo había hecho que la falda del vestido se abriera totalmente y al acostarla, ella había quedado espatarrada de manera muy similar que en el auto, lo que provocó la curiosidad del muchacho quien, terminándola de subírsela hasta la cintura, contempló fascinado lo que estaba ante sus ojos; vistas de tan cerca, las piernas de su madre resultaban fantásticas. Largas como las de una bailarina, eran perfectamente torneadas y los muslos tenían una solidez que los hacía deseables cuando se juntaban en la entrepierna.
Había razones de edad para que Ligia luciera tan espléndida, ya que tenía apenas la suya cuando quedara embarazada de Alberto y no había razones para que una mujer de treinta y cuatro años, con dinero y sabedora de su belleza, escatimara esfuerzos en gimnasia y yoga a favor de mantenerse lozana y ágil; claro que ahora la que primaba era la esencia del ser, ya que,.totalmente inconsciente, ni pestañeó cuando su hijo apartó la elaborada trusa de encaje para ver en toda su plenitud ese sexo a través del cual naciera.
Sublimaba en la mujer varias cosas; el deseo larvado que tenía por ella, la facilidad con que ahora se le brindaba y por fin la bronca acumulada por no haberse podido tirar a su amiga justamente esa noche, parecieron hacer eclosión y desvistiéndose rápidamente, comprobó cuanto de inconsciente estaba su madre, cuando al ponerla de costado para correr el largo cierre del vestido en la espalda y volverla a su posición para sacárselo totalmente por los pies, permaneció tan laxa y relajada cómo si estuviera muerta.
Mateo estaba ansioso pero no apurado, sabía que con la ausencia de su padre, disponía de todo el tiempo del mundo y estaba seguro que, con los antecedentes sanguíneos de su raza, su madre aceptaría mantener esa relación después del punto sin retorno hasta donde él se proponía conducirla; desprendiéndola del lujoso pero pequeño sostén, la despojó luego de la bombacha y al verla en plenitud, se dijo que el nombre Ligia era más que acertado en su significado griego de sirena.
Para prevenirse de una posible reacción posterior negativa de su madre, buscó en su cuarto una pequeña cámara digital y la colocó donde pudiera tomar totalmente la cama. Absolutamente extasiado, primó en él el hecho de que esa hermosa mujer era su madre y realmente deseándola desde muy chico, hecho pecaminoso que hacía aun más excitante la relación, arrodillándose a su lado de frente a la cámara, recorrió con los dedos todo ese físico rotundo como relevándolo y realmente tuvo sensaciones maravillosas en su cuerpo y mente, ya que si bien la piel era lisa y aterciopelada, toda ella era una preciosura por la morbidez de sus carnes que, lejos de la gordura pero también la delgadez, hacían deliciosamente grato su contacto; los pechos que admiraba desde muy chico, no eran grandes pero sí rotundos, macizos y sólidos, teniendo a la vez una cualidad elástica que los hacía saltarines y movedizos como gelatina y, cómo particularidad especial, la huella de su largo amamantamiento se evidenciada en las ranuras que exhibían los largos y gruesos pezones.
Inmediatamente debajo, desde el plexo, los músculos abdominales abultaban bajo la fina piel, abriéndose por el centro en un profundo surco que moría en el hueco del ombligo y por debajo, sin convertirse en pancita, se alzaba la comba del bajo vientre para después sumirse en una especie de tobogán que se elevaba nuevamente en el promontorio del Monte de Venus en el que un senderito de no más de un centímetro de vello negrísimo, destacaba al rosado triangulo carneo que se perdía en la rendija prieta de una prominente vulva. Fascinado por tanta belleza, el muchacho recorrió acariciante todo su cuerpo sin conseguir en la mujer la menor reacción e inclinándose, suplantó los dedos por la boca, en delicadas lamidas y pequeños besos que lo único que consiguieron fue excitarlo más y por eso, al llegar a la boca de su madre que con los labios entreabiertos dejaba escapar el ardiente aliento aromado a alcohol, metió la lengua entre ellos al tiempo que sus labios encerraban los de la mujer, obteniendo sólo una menguada respuesta instintiva.
Acariciándole el cuello y el rostro, Mateo insistió hasta que, exhalando un suspiro, los labios respondieron maleables a los besos y entonces, ya sacado por el deseo, se acomodó para acercar a la boca la punta tumefacta de la verga; seguramente en una inconsciente respuesta primitivamente atávica, esta se distendió para permitir la lenta introducción del glande al que luego de varios intentos de su hijo comenzó a sorber desganadamente, cosa que lo enloqueció y contento con esa respuesta, se abalanzó sobre el cuerpo de Ligia para acostarse encima, asiendo entre las manos las imponentes tetas a las que recorrió golosamente con toda la boca y, al comprobar la extensión de las aureolas que, amarronadas y cubiertas de quistes sebáceos, sostenían los soberbios pezones ya erguidos, fue encerrándolos entre los labios en suaves chupones que, en la medida que se endurecían, incrementaron su ansia y, en tanto los chupeteaba y mordisqueaba estirándolos como para comprobar su fortaleza y elasticidad, las estrujaba duramente con las manos, consiguiendo pequeños suspiros adoloridos en la mujer.
Convocado por esos aromas tan particulares de las mujeres enceladas que los hacen incomparables, sin dejar de macerar las tetas con las manos, descendió con la boca al valle entre ellas para hundirse en ese cañadón en medio del abdomen y enjugando con labios y lengua la capa de sudor acumulada, fue escurriendo hacia el cráter del ombligo, donde se sumió en una serie inacabable de chupones que lo enardecieron aun más; los hondos suspiros francamente audibles de su madre le dieron esperanza y tras explorar la pequeña comba del bajo vientre, patinó en el tobogán que lo llevaban a enfrentar el promontorio del Monte de Venus.
Siguiendo el senderito de fino vello tan renegrido como su melena mientras aspiraba las fuertes fragancias femeninas que subían en tufaradas, aplicó la lengua tremolante sobre esa excrecencia que se hundía entre los labios mayores que, como respondiendo a un mandato, se dilataron para permitirle introducirla a buscar el glande que protegía el capuchón. A pesar de su edad, Mateo ya era un consumado amante que se inspiraba en sus mentores de los canales condicionados y que le diera magníficos resultados con las chicas; sin embargo, un resabio de moralina lo ponía ansiosamente nervioso porque, después de todo, aquella a quien se proponía someter a cuando indignidad se le ocurriera, era nada más y nada menos que su madre.
Abriéndole las piernas, separó con los pulgares los gordezuelos labios mayores para ver el interior de la vulva, tan igual y tan distinto en todas las mujeres; acostumbrado a que en las muchachas que hasta ahora poseyera los frunces del interior fueran delgados y escasamente carnosos, se sorprendió que tan discreta “caja”, albergara no sólo al contundente tubito del clítoris, sino que, naciendo desde ese prepucio que lo cubría, se abrían como dos alas de una monstruosa mariposa cuyos bordes disparejos parecían serrados que, uniéndose abajo, formaban una especie de cuna carnea para el agujero vaginal y lo que lo atrajo, era el hueco donde se exhibía en agujerito del meato justo apenas sobre la boca alienígena de la vagina y debajo del cual, se hacían notables los diminutos circulitos de las glándulas que secretan la lubricación según había escuchado a la Rampolla.
Seducido por el espectáculo, escarbó con la lengua sobre el meato y ese sabor entre ácido y salado le agrado, por lo que insistió en la estimulación hasta que el clítoris, haciendo contacto con la nariz, lo atrajo, y escarbando con la punta afilada, la tremoló rápidamente hasta que, como cegada detrás de una membrana traslúcida, distinguió la punta rosada que se desarrollaba a ojos vista; engullendo al conjunto con toda la boca, lo succionó casi con voracidad al ver cómo la carnosidad iba creciendo y cobrando rigidez y alcanzó a distinguir entre los hondos suspiros de Ligia, como aquella susurraba palabras ininteligibles y, entusiasmado encerró entre pulgar e índice los colgajos arrepollados para estregarlos entre sí al mismo ritmo que las succiones.
Si bien había perdido el conocimiento por algún tiempo, Ligia había comenzado a percibir cómo alguien la desnudaba y, aun fuera de espacio y tiempo, sin lograr ni siquiera abrir los ojos y mucho menos moverse, no podía discernir quien la acariciaba de manera tan excelsa hasta que el contacto de una boca en sus senos, le hizo recordar que no podía ser otro que Mateo, quien abrevara en ellos durante más de dos años; lo que hicieran las manos y ahora la boca no sólo no le desagradaba sino que hacía renacer en su cuerpo y mente momentos sexuales que hacía mucho la rutina había desplazado y, en definitiva, ella, como toda madre, guardaba allá, en el fondo, un secreto deseo por el hijo varón, una Yocasta consciente que debía reprimir sus impulsos naturales.
Por eso, se forzó a permanecer inerte mientras su hijo la sometía a la deliciosa aventura de su boca, pero lentamente, un algo interior y superior a su voluntad, fue permitiéndole expresar su satisfacción con desmayados suspiros y cuando Mateo convirtió en cierto el manipuleo de su sexo, se liberó para expresar mínimamente la recuperación del goce.
El muchacho ya había trasladado la boca a suplantar los dedos y casi engullendo al grupo de mojados tejidos, les infligió un movimiento masticatorio mientras con la lengua los estregaba contra sus muelas y dientes, ejecutando ese acto durante varios minutos en los que escuchaba complacido los gemidos angustiosamente satisfechos de su madre, pero aun le quedaba una cosa por explorar y era algo que antes le llamara la atención; apoyando las manos las nalgas, las levantó para poder tener a su alcance el ano y sí, este era extraordinario : justo debajo del agujero vaginal, no existía ese pequeño tramo del perineo, sino que había sido reemplazado por el nacimiento de unas estrías concéntricas que se elevaban como las grietas de un volcán para después sumirse en un gran cráter y converger a un oscuro hoyo justo en su centro.
Gustoso de las sodomías, prácticamente se abalanzó con avidez al extraño ano para ir relevando las grietas desde su nacimiento, subir la cuesta y descender a la amplia planicie en la que volvían a hundirse, esta vez directamente entre los esfínteres rectales que, ante la estimulación de la lengua tremolante, comenzaron a latir en un pequeño sístole-diástole que lo volvió loco, especialmente porque ahora Ligia dejaba escuchar inconfundibles asentimientos expresados en farfullados sí entre sus jadeos; aplicando los labios como una ventosa, comenzó a succionar a la par que la lengua aguijoneaba contra los esfínteres que finalmente, ante tanto empeño, se distendieron complacientes y él metió el órgano dentro de la tripa para saborear unos jugos que nada tenían de escatológicos.
El placer que Mateo le estaba proporcionando era infinito o tal vez lo fuera porque él era su hijo y en noches en que su marido la sodomizaba, su imaginación había jugado con eso e incapaz de seguir con el disimulo, comenzó a menear minimamente la pelvis en tanto proclamaba sin recato el goce que sentía; suplantando a la boca por el dedo medio, el muchacho fue introduciéndolo morosamente hasta tropezar con los nudillos y entonces le imprimió un cansino vaivén copulatorio.
Arañando las sábanas con los manos engarfiadas y pujando ahora reciamente, Ligia le rogó al muchacho que la hiciera suya de la manera en que quisiera y pronto, sin cesar de sodomizarla con el dedo, Mateo hundió dos dedos en la vagina ya colmada de cálidas mucosas y en tanto movía la muñeca en semicírculos, volvió a instalar la boca sobre el clítoris para someterlo a una maceración en la que los dientes cobraron un valor preferencial.
Ligia no imaginaba tan habilidoso a su hijo, pero la conjunción de dedos, labios y lengua le hacían experimentar cosas conocidas pero no tan disfrutadas como ahora y apoyando una mano en su cabeza para presionarla contra el sexo, pujó y pujó en procura de la satisfacción. Apreciando su empeño, Mateo se dijo que había llegado el momento supremo; irguiéndose, le separó más las piernas e incrementó la dureza del falo en una breve masturbación.
Aun no había recuperado totalmente el uso de los músculos y todavía dependía de los movimientos que Mateo la obligaba a hacer, pero sacando fuerzas de donde no las tenía, tuvo un arresto de voluntad y encogió voluntariamente las piernas a la vez que no podía dejar de admirar el torso ancho y macizo que le brindara la natación a su hijo y carraspeando estropajosamente una invitación a poseerla, sintió como la fantástica verga de aquel se abría paso entre los esfínteres vaginales para luego arrasar con su piel, porque la parálisis había atacado esos músculos y él los avasallaba con su extraordinario grosor, haciéndole sufrir cada excoriación, cada desgarro, como si fuera una virgen quinceañera.
Mateo sentía una emoción indescriptible, porque estaba cumpliendo su sueño de poseerla y porque se daba cuenta de que Ligia era una hembra con todas las letras, apoyando sus manos en los muslos encogidos, dio a la penetración todo el empuje de su proyección psicológica, lo que para Ligia fue terrible porque la verga inimaginable de su hijo, con todo el potencial de la juventud, no sólo atravesó la vagina entera sino que superó la rosada cervix para acceder a la estrecha entrada al cuello uterino; el quejido de la mujer pareció alentar al hijo quien, flexionando bien las rodillas, se arqueó para luego rempujar con un vigor tal que provocó en Ligia quejosos ayes de dolor pero al mismo tiempo le suplicaba groseramente que la penetrara más y más con esa misma violencia.
Trastornada por el esfuerzo que hacía y también porque ahora tomaba real conciencia de lo que estaba haciendo, convirtiéndose en amante incestuosa del hijo que pariera por donde aquel estaba gozando tanto, sopesó la conveniencia de simular que reaccionaba de su desmayo y repeler el coito, o darse el gusto de poder disfrutar cuanto quisiera de aquel muchachote del que se enorgullecía por su apostura y fortaleza; también influyó el hecho de que su marido comenzaba a flaquear ante ciertas exigencias suyas y que estaba en plena madurez de su sexualidad, viendo que en esa relación en la cual podía y debía mantener en secreto para gozar del juvenil amante cuanto quisiera.
Aparentemente sus músculos ya contaban con las fuerzas necesarias y, acomodándose mejor, estiró las piernas para rodear con ellas la cintura de Mateo al tiempo que le pedía que apoyara sus manos en la cama a cada lado suyo para después asirse a los nervudos antebrazos y proyectar el cuerpo al encuentro de la verga, complementándolo con el empuje de los talones en las nalgas del muchacho; ella pujaba y corcoveaba rudamente para sentir mejor como el soberbio falo la rompía toda y exhibiendo por primera su espléndida sonrisa, soltó los antebrazos de Mateo para alcanzar su nuca y atrayéndolo hacia sí, buscó esa boca tan querida y deseada para sumirse en el más salvaje de los besos.
Besos que los llevaron a hundirse en un vendaval de lenguetazos y chupones desesperados al tiempo que estrellaban los cuerpos transpirados en denodados esfuerzos como si quisieran destrozarse o mimetizarse a la fuerza en el otro; en la medida que mejoraban el acople, Ligia se abrazaba estrechamente para restregar sus senos contra los pectorales de Mateo y cuando a aquel se le ocurrió pararse, ella envolvió las piernas con los pies cruzados en su cintura y apoyándose en los musculosos hombros del muchacho, subía y bajaba el cuerpo para hacer aun más vigorosa la penetración que desde abajo ejercía su hijo.
Manteniéndola erguida con las dos manos en las nalgas, él proyectaba el cuerpo flexionando las piernas mientras con la boca se adueñaba de los saltarines senos que oscilaban aleatoriamente; Ligia sabía el esfuerzo que hacía el muchacho y tomando decididamente el comando de las acciones, en medio de los ayes y maldiciones que matizaba con alabanzas al muchacho, le pidió que se acostara en la cama de forma que ella pudiera montar a tan magnífica verga. Dándose vuelta, él se acostó boca arriba con los pies aun en el piso y ella, separándole las piernas, se colocó entre ellas para luego ir bajando el cuerpo hasta tomar contacto con el glande empapado de sus jugos vaginales y, guiando al falo para embocarlo en la vagina, fue dejándose caer hasta sentir la punta carnosa escarbar en el fondo.
Nuevamente la verga le pareció un prodigio y pidiéndole que la sostuviera por la cintura, se inclinó y apoyándose en sus rodillas se dio envión para iniciar una deliciosa cópula; verdaderamente, la verga de su hijo era inigualable y sintiéndola ya trasponer la barrera del cuello uterino por el vigor que ella ponía en el vaivén, no sólo lo incrementó sino que rogó al muchacho que simultáneamente la sodomizara con un dedo. Diligente y agradablemente sorprendido por la inmediata aceptación de Ligia a la relación, él acomodo sus empellones y la mano al ir y venir de su madre y, lentamente, para disfrutarlo aun más, fue hundiendo el pulgar en el ano, iniciando un rápida sodomía entre las exclamaciones satisfechas de Ligia.
Esta deseaba que aquello no acabara jamás, pero sin estar preparada, no quería que descargara su simiente dentro de ella y correr el riesgo de un embarazo que sería tremendamente traumático para todos, poniéndolos en evidencia y, estimando que el muchacho aun tenía cuerda en el carretel, salió de él para, dándose vuelta, ahorcajarse encima con las rodillas contra su torso y tomando nuevamente la verga resbalosa con la mano, la metió fácilmente en la ya dilatada vagina; apoyando sus manos en el nacimiento de los glúteos, echó la cabeza hacia atrás y quebrando la cintura, comenzó a mover la pelvis como si fuera independiente del resto del cuerpo, adelante y atrás, atrás y adelante, en un meneo por el que sentía la verga removiéndose contra las inflamadas carnes de la vagina.
Mateo realmente estaba admirado, no sólo por la magnificencia física de su madre, sino de su respuesta desaforada ante el sexo, especialmente porque él no era un tipo cualquiera sino su propio hijo que la estaba sometiendo; la mujer se hamacaba ondulando el cuerpo y con ello hacía traquetear a la verga en su interior, principalmente donde el punto G abultaba cómo una almendrada callosidad y entonces Mateo extendió las manos para asir los pechos bamboleantes, sometiéndolos a apretujones que fueron cobrando fortaleza hasta convertirse en recios estrujamientos que hicieron reaccionar a Ligia quien, ansiosa porque el muchacho no acabara en ella pero a la vez con una gula animal carcomiéndola, cesó abrutadamente con el coito y saliendo de él, se acuclilló en el piso para, tras recorrer al falo erguido con la lengua de abajo hacia arriba para enjugar y trasegar sus propias mucosas, abrió la boca como una serpiente, metiéndolo hasta sentirlo rozar la glotis, provocándole un principio de arcada.
Ya estaba enajenada por recibir la lechosa cremosidad de Mateo y en tanto se retiraba, utilizó los dientes como un rastrillo romo y al llegar al glande, se dedicó a succionarla velozmente al tiempo que, uniendo a pulgar e índice de una mano formando un prieto aro que no alcanzaba a rodear al tronco, los apretó para realizarle un morosa masturbación; apoyado en sus codos, Mateo la observaba fascinado en medió de reprimidos bramidos y ella no pudo despegar sus ojos de esa mirada que destilaba tanto amor y así, alternando las profundas mamadas con las masturbaciones, escuchó complacida como él le anunciaba la proximidad de la eyaculación y, cuando tenía la verga tan metida que sus labios rozaban la rizada pelambre, un chorro del cálido esperma se descargó directamente en la garganta, pero como ella ansiaba degustar el sabor del semen de su hijo, abrió la boca para sacarlo apenas y recibir en la lengua un semen tan espeso que parecía miel, al que fue succionando despaciosamente al percibir su gusto acre como el de las almendras dulces.
Entre ronquidos y bramidos, el muchacho la alababa por ser tan consumado chupadora de vergas y ella, con un propósito definido en su mente para dar culminación a esa gran cogida, continuó con la tarea de labios y lengua sobre el glande y ahora sí, con toda la mano, lo fue masturbando para que conservara la erección; como era natural, la rigidez cedió pero ella puso toda su sapiencia en excitarla hasta que, tan sólo minutos después, el príapo volvió a recobrar su tiesura y entonces ella, se dio vuelta para arrodillarse de espaldas a él y apoyando los codos en la alfombra, le suplicó que la penetrara desde atrás.
El sabía que esa posición era ideal para que la verga fregara plenamente al punto G y, acuclillándose para manejar mejor el cuerpo, apoyó la punta libre de todo vestigio de humores y semen pero cubierta de una fina capa de saliva. Ligia había desarrollado con los años, la cualidad de manejar los músculos vaginales y el esfínter para comprimirlos o dilatarlos a gusto; para gozar aun más de la cópula, hizo su máximo esfuerzo y cuando su hijo quiso introducir el miembro, se encontró sorprendido por semejante resistencia. Tan empeñoso como su madre, dejó caer una abundante cantidad de saliva sobre el glande y empujó con tanto vigor que avasalló totalmente a los esfínteres.
Tan satisfecha como alienada por esa delicia, mantuvo apretados los músculos del conducto y fue una delicia sentir como semejante portento se iba abriendo paso entre ellos, especialmente con los de la callosidad del placer; desde esa posición el muchacho obtenía mayor penetración y sorprendida, ella sintió como esa cabeza que tuviera hacía poco en su boca, traspasaba la estrechez del cuello uterino para rozar reciamente al endometrio que con sus glándulas parecía darle la misma recepción que a un cigoto:
Clavando sus manos en las ingles y aprovechando esa posición que le hacía parecer un fauno poseyendo a una ninfa, él flexionaba las rodillas para formar un arco cambiante que le daba mayor empuje y de esa manera, fue penetrándola entre los verdaderos aullidos su madre, quien apoyando la cabeza en un antebrazo, utilizaba la otra mano para restregar concienzudamente al clítoris.
Después de ese largo acople, ella sentía en su interior y superando las sensaciones tan placenteras de semejante coito, los signos inequívocos de un orgasmo total y no esas eyaculaciones líquidas que, si bien la dejaban satisfecha físicamente no lo hacían emocionalmente y, temiendo que el muchacho sí eyaculara nuevamente, le pidió a voz en cuello que la penetrara analmente; Mateo no podía dar crédito a la incontinente concupiscencia de su madre, y sacando la verga del sexo, fue enterrándola en el ano que cedió sin inconveniente a su tamaño.
El no tenía experiencia en las sodomías, porque sólo se acostaba con chicas comunes y complacientes pero que se negaban sistemáticamente a ser culeadas; sentir como el anillo de esfínteres se dilataba mansamente, no lo libró de que Ligia, una vez traspasados, los comprimiera tenazmente para experimentar la belleza que representaba para ella una sodomía y tras abrir con ambas manos los cachetes de la nalgas al tiempo que le exigía la culeara hasta golpearlas con la pelvis, los remezones de Mateo fueron tan violentes que la obligaban a lanzar ayes y gemidos, tanto de dolor como de goce y, sintiendo la gestación de la marea cálida del orgasmo, llevó ambas manos al sexo y mientras se penetraba con tres dedos, maceró duramente el círculos al clítoris, hasta que la bruma rojiza que enturbió su entendimiento, trajo aparejada la riada acuosa que fluyó de la vagina para escurrir olorosa por el interior de los muslos.
Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
  • Media: 6
  • Votos: 26
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