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La dueña del lupar

~~Suena una cítara en la noche romana. Pronto la acompaña una tímida arpa, formando entre las dos una melodía sublime. En la oscura calleja, una vieja prostituta arregla rápidamente a un esclavo liberto, que le tira al suelo unas monedas. La cortesana, masculla unas palabrotas con su lengua inseminada. La música ha ido in crescendo en el cercano huerto, donde la vieja tiene prohibida la entrada. La mujer, con gran esfuerzo, se levanta del suelo donde practicó , arrodillada, su servicio y, agarrándose los riñones, vuelve hasta la esquina, a esperar , siempre a esperar. Cloe está exultante. La fiesta está siendo un éxito. La inauguración del nuevo lupanar ( el lupanar de la egipcia como lo llama todo Roma ) , ha congregado lo mejorcito de la ciudad. Los esclavos no dan abasto portando bandejas rebosantes de delicias gastronómicas. Los danzarines, repartidos por toda la casa, se contorsionan como serpientes, siguiendo el son de las cítaras y las arpas, a las que se les han añadido un par de timbales. Por los jardines, cuajados de flores, pasean senadores y tribunos, acariciando con manos lánguidas los cuerpos desnudos de ninfas y faunos, que posan como esculturas vivientes repartidos por todo el jardín. Las fuentes , imitación bastante bien conseguida de las de Tívoli, refrescan el ambiente del agotador estío romano. Todas las damas presentes, son cortesanas. Unas, trabajan para la casa. Otras, son invitadas de la Dueña, Cloe la Egipcia. La exclava que fue liberada por sus dueños, tras llevarlos casi a la extenuación con sus habilidades sexuales. Se habla, se murmura, que la dueña del lupanar, está bajo la protección de la mismísima Suma Sacerdotisa de las Vestales de Flora, de la que es amante. Otros, hablan de su amistad con cierto eunuco egipcio, muy ligado a un famosísimo general romano , que se encaprichó de él. Otros, de su relación con el mismo Emperador y , hasta inclusive, con la Emperatriz. .. Nada saben con seguridad. Solo sospechas y maledicencia. La fiesta llega a su cenit. Sin apenas darse cuenta nadie, los esclavos han ido amortiguando las luces de los jardines y la casa. Solo está, muy alumbrado, un pequeño escenario rodeado de columnas. La melodiosa música, cesa de repente. Se hace el silencio. El estruendo metálico de un gong anuncia un nuevo espectáculo. Salta a la pista, como un gato salvaje, una figura prácticamente desnuda. La cabeza, totalmente afeitada, la lleva adornada con intrincados dibujos , desde la frente hasta el cogote. Los ojos, enormes, aún están más agrandados gracias a las sabias rayas negras , que los alargan al estilo egipcio. Todo el cuerpo lo lleva rebozado con unos polvos nacarados, sobre el que han soplado polvillo de oro. Los pechos , ya maduros, desafían las leyes de la edad, manteniéndose firmes , apenas temblorosos con los brincos que da la danzarina. Ahora está agachada, con una rodilla y las dos manos apoyadas en el suelo, como en posición felina, a punto de saltar. La cabeza, mira hacia la tierra. Los que la observan desde la espalda, admiran los frágiles huesecillos de su columna, la esbeltez de las nalgas, la curva deliciosamente sensual que va desde las cervicales hasta la rabadilla Comienza una música pegadiza, de ocarinas y de flautas. La danzarina, hace sonar unos crótalos de oro, que lleva prendidos en los dedos. Levanta el rostro hacia los espectadores. Un susurro de reconocimiento corre como una ola : es la propietaria. Es Cloe, la dueña del lupanar. Cloe se yergue sobre la punta de los pies, eleva los brazos por arriba de la cabeza, sin cesar de tintinear los instrumentos que lleva en los dedos. En esta postura, los senos se adelantan, mostrándose libremente. Solo los cubre una finísima redecilla de oro. En los pezones, lanzan destellos dos gemas espectaculares. En el ombligo, otra gema, melliza de las otras, aunque de mayor tamaño, deslumbra a los invitados. La danzarina no cesa en sus movimientos. Su pelvis, rota a ritmo vertiginoso, haciendo que los ojos de quien la miran, giren en sus órbitas, intentando seguirla. Cloe se acaricia el cuerpo, mira con lujuria a los asistentes, tanto varones como hembras, hasta que los nota excitados al máximo. Se contorsiona lúbricamente, adelantando el pubis, señalando su sexo depilado exquisitamente. Como una exalación, se acerca a criadito, que la espera con una bandeja. Coge un puñado de algo y, volviéndose de espaldas, sin cesar de danzar, lleva la mano entre sus piernas. Se vuelve hacia los espectadores. Tres esclavos desnudos han formado un sillón de carne . Se acuclilla Cloe sobre la espalda de uno, mira triunfalmente a los invitados y , al redoble de un timbal, lanza desde su vagina, uno a uno, cuatro proyectiles de color blanco a la cara de los embobados clientes. Los cogen al vuelo. Los miran. Los huelen. Se ríen alborozados : son huevos de paloma, hervidos y pelados. Se los echan a la boca, paladeándolos entre risas. La fiesta continúa. Cloe se retira un momento a sus habitaciones. En el jardín, aprovechando la penumbra, ya comenzó la orgía. Las ninfas maduras corren tras los faunos jovencitos. Los senadores que peinan canas, son montados por chiquillas , apenas púberes. Los sexos se entremezclan. Se juntan. Se separan. Se intercalan. Forman duos, trios y cuartetos. Hay quien disfruta maniobrando en solitario. Otros necesitan tener marcha con varios más Cloe se baña con agua de rosas. La pringue en la que está rebozada, se diluye rápidamente. Se levanta de la bañera, esplendorosa, chorreante. El joven Alcibíades corre a secarla con mullidos paños. Sobre la alfombra , se revuelcan , riendo como dos chiquillos. El la acaricia con amor, deslizando su falo desde la boca hasta la vagina. La penetra. Nota algo extraño y saca el pene, metiendo un dedo para investigar. Hace un gesto de duda. Mete otro dedo. Cloe lo observa, socarrona. Por fín, haciendo pinza, el muchacho saca su trofeo : un último huevo de paloma, alojado en lo más hondo del útero femenino. Lo lame, mirándola a los ojos. Luego, se lo traga de un bocado, amorrándose a beber de los jugos en los que se cocinó el huevo Cloe y Alcibíades recorren , silenciosamente, los pasillos del lupanar. Se oyen chasquidos, susurros, gemidos, gritos, risas, llantos Un criado la busca espantado. Le cuchichea algo al oido. Cloe, con el corazón en un puño, pero tratando de no aparentarlo, baja majestuosa las escaleras. En un reservado, esperan dos figuras, vestidas como vestales. Unos tupidos velos blancos impiden ver sus rostros. Cloe se inclina ante las figuras, casi llegando a besar el suelo. Le indican lo que quieren. Por un pasadizo secreto, acompaña a las vírgenes vestales a los aposentos indicados para lo que quieren. Están contiguos. Cloe, las deja a solas, corriendo a buscar lo que desean. Media hora después, una fila de hombres y mujeres, de muy distinta catadura, hacen cola ante las puertas de las vestales. Las mujeres, desde niñas arrebatadas de sus lechos, hasta la vieja puta de la esquina, pasando por recién casadas y por matronas decentísimas. Los hombres son por el estilo : desde fornidos marinos griegos e hispanos, hasta delicados muchachos en flor. Desde esclavos desdentados , hasta gladiadores del circo, pasando por bujarrones de lengua viciosa y jóvenes casaderos de buena reputación . No se hacen distingos de ninguna clase para entrar. Si en la fila hay primero un hombre, pues entra un hombre, si es mujer, pues mujer. El turno es inamovible. Habitación de la derecha, habitación de la izquierda. Al que le toca, le toca. Cloe, junto con su amigo, miran por una rendija. La vestal de la habitación de la derecha resultó ser la Emperatriz. La Devorahombres. La Devoramujeres. La Devoratodo. Fornica, sin cesar, desde hace rato. Sus riñones pueden con todo. Acepta los envites de esclavos y de marinos, de senadores y de chiquillos. El esperma le corre a raudales. Ahora mismo, está obligando a una chiquilla a lamerle todo el cuerpo. ¿ Quién sabe el que será el próximo en la fila ¿ .Le encanta la incertidumbre. Se abre la puerta y La otra vestal es el Emperador. Tiene el mismo vicio que su mujer. Ahora mismo está siendo enculado por un gladiador. El, todavía tiene sangre en el pene, tras haber desvirgado a un niño, que aún solloza por las escaleras. Luego, puede que tenga a una joven, o a una vieja. Tanto el Emperador como la Emperatriz, están seguros de una cosa. Cuando acaben, derrengados, ahitos, muertos de los riñones, con los orificios dilatados, chorreantes, con los testículos secos, el pene despellejado, la vagina destrozada aún tendrán ganas de hacer un maravilloso trío con Cloe, la Dueña del Lupanar. A lo lejos, una trompeta anuncia la salida del sol. Los senadores ya caminan hacia el Foro. El César, más madrugador, no tardará en llegar.

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