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Hot Flashbacks 2

Lentamente caí en la cuenta de que no sólo era la vergüenza la que me sumía en un mar de confusiones, de sensaciones encontradas. No, ahora tenía la certeza de que era el miedo lo que me paralizaba. El miedo sibilino, pavoroso, al ser insondable que me habitaba y que se manifestaba de la manera más imprevista sin ningún patrón de conducta que gatillara la orden por la que me desdoblaba en forma artera, perdida toda noción de la moral y hasta de mi propia protección. Desatada en la vesania del sexo, lo incontrolable se hacía hábito y el desdén por el otro no me permitía mensurar la profundidad malévola de esa fascinación.
La reciente relación era una prueba irrefutable de ello y a pesar de que mi marido no hizo el menor intento por averiguar de qué manera esas extrañas marcas habían aparecido en mi cuerpo, pasaron más de quince días sin que tuviéramos el menor atisbo de sexo; yo me sentía extraña, incómoda, en un manifiesto rechazo a él y sólo el hábito junto a los mandatos atávicos me compulsaron para reiniciar nuestra relación “normal”.
A pesar de todos esos temores y de la bestia agazapada en mi interior, todo pareció volver a su estado natural y andando los meses, nuestro sexo fue tan activo, satisfactorio y violento como antes. Tres años transcurrieron en los que la calma y la concordia se hicieron cosa común y junto con un nuevo emprendimiento comercial, mi marido decidió que nos fuéramos a vivir en uno de los primeros countries de la zona norte. Con cerca de una hectárea de parque, pileta y frondosos árboles, el lugar era paradisíaco. El enorme chalet tenía capacidad de sobra y disponíamos de habitaciones para quienes quisieran quedarse algunos días con nosotros.
Nos mudamos en pleno verano y esos meses fueron un continuo desfile de amigos y parientes comiendo asados casi indecorosamente, pero, abruptamente, se terminó la temporada y con ella, esa pequeña locura. De súbito, con el comienzo del año lectivo, todo debía de encajar con todo y estar organizado hasta el mínimo detalle. A las seis y media, mi marido cargaba los dos chicos en su coche para llevarlos hasta un colegio en San Isidro y, exactamente a la misma hora de la tarde, los pasaba a buscar y volvían a casa.
Largas jornadas para pasarlas en soledad, especialmente cuando se ha estado siempre en compañía de mucha gente, pero esta libertad a mí me pareció fantástica. Por primera vez estaba tan sola y sin nadie que me dijera qué o cómo hacer las cosas, si es que quería o no hacerlas.
Tanto dormitar y leer, terminó por aburrirme y pensé en dedicarme a la jardinería pero caí en la cuenta que no sabía ni cómo cortar el pasto. Fumando como un sapo, la pasaba tendida en una reposera aprovechando los últimos calorcitos del verano en ese otoño tardío. Aislada por la espesa arboleda y el cerco de más de dos metros de ligustrina, la impunidad se hizo carne en mí y dejé que mis manos volvieran a sus antiguos recorridos placenteros por mi cuerpo, comprobando que nadie me conocía tan bien como yo misma.
Tomándolo casi como una prueba de mi propia eficiencia, decidí explorar meticulosamente por zonas, comenzando por los pechos. A los veintisiete y con dos hijos a los que había dado de mamar casi hasta los dos años, ya nada quedaba de aquellas medias naranjas de catorce años atrás. Dos gruesos conos se alzaban en su lugar, sólidos, fuertes y pesados, que apenas caían en una comba casi perfecta que los mantenía erguidos y desafiantes sin necesidad de corpiño.
Lo verdaderamente espectacular y que me enorgullecía, eran las aureolas; los embarazos las habían hecho crecer desmesuradamente tornándolas de un marrón oscuro casi violeta, cubriéndolas de arenosos gránulos pero conservando aquella vieja virtud por la cual, al excitarme, abultaban como otro pequeño seno. Coronándolas, los pezones, largos y gruesos, se habían ensanchado y en la punta conservaban los diminutos agujeros por donde manara la leche.
Como reconociendo los dedos, se endurecieron apenas los sobé un poco entre ellos y cuando inicié una serie de caricias circulares estrujando en cada una un poco más, su carne trémula se estremeció e instaló el escozor en los riñones. Probando mi propia resistencia, crucé los brazos para envolver mejor a cada uno y fui clavando los dedos, amasándolos furiosamente e insistiendo aunque el dolor me hacía trepidar, ignorando los gemidos que me llevaban a insultarlos y maldecirlos.
Las uñas, cortas y afiladas, rascaron los gránulos de las aureolas y marcaron la piel con rojos surcos que me causaban un placer incalculable. Lloriqueando como una nena, envolví los pezones entre los pulgares e índices y, lentamente, fui retorciéndolos como me hicieran en los partos para que pujara. Con los pies clavados a cada lado del asiento, me alzaba en un arco angustioso apoyada sólo en mis hombros y simulando un inexistente coito mi pelvis se sacudía espasmódicamente al estímulo de mis uñas que se clavaban furiosamente en los pezones hasta que estallé en un agudo grito de agonía, sintiendo como por el sexo escurría la suave marea del orgasmo.
Paralizada en esa posición y con los jugos de la eyaculación drenando por la hendidura, estaba en la cima de la excitación pero la satisfacción aun no me había alcanzado, no había obtenido el orgasmo. Ladeando de costado el cuerpo, las manos bajaron hacia mi sexo, una delante y la otra por detrás. La derecha se enseñoreó sin más del abundante manojo de pliegues debajo del clítoris y fue separándolos en un movimiento circular hacia los costados y a su conjuro, me fui relajando.
La mano izquierda se escurrió a lo largo de la raja que separa las nalgas empapándose en los fluidos vaginales y cuando llegó a la apertura de aquella, excitó fuertemente las carnosidades que la rodeaban, comenzando a penetrar suavemente en su interior. Los dedos recorrían la tersa superficie anillada, escarbando entre la plétora de espesas mucosas que la colmaban y las uñas dejaban rastros ardientes con sus filos.
Ahogándome con mi propia saliva, sacudía desesperadamente la cabeza sintiendo como una mano recorría impiadosamente todo el interior de la vulva y la otra me llevaba a la alienación. Tomando impulso, mis caderas se alzaban hasta lo imposible y luego de un instante de tensión, se desplomaban sobre la dura colchoneta como buscando a la verga inexistente que me penetrara.
Agotada por la intensidad del ejercicio, me di vuelta arrodillándome sobre la reposera, clavé la frente en la cabecera acolchada y continué sometiéndome a la deliciosa tortura de mis manos. Tres dedos rebuscaban en el interior de la vagina y yo sabía que cuando encontraran esa casi imperceptible callosidad que era el famoso Punto G, la intensidad del goce me dejaría sin aliento, como efectivamente sucedió. Su contacto era tan delicioso y llevaba tantas descargas agradables a mis terminales nerviosas que, lentamente, comencé a sollozar mientras mi pecho se sacudía por la alegría que hacía aflorar temblorosas sonrisas en mi rostro.
Obtenido el ritmo, comencé a hamacarme con las dos manos jugueteando en mis carnes y aunque mis músculos interiores se contraían y dilataban alrededor de los dedos, no conseguía llegar hasta la meta placentera del orgasmo total. Alentándome y dándome coraje, mis uñas se clavaron en el clítoris que, duro y enhiesto, soportaba la sañuda agresión y entonces, en un rincón lejano de mi mente comenzó a bullir el insoportable escozor que pronto se instalaría en mis riñones y en la vejiga, aquella sensación delirantemente hermosa de querer orinar y no poder.
Acezando, con la boca abierta y en medio de roncos bramidos, dejé que la mano abandonara el sexo y se deslizara hasta los ya dilatados esfínteres del ano mientras la otra la reemplazaba en la vagina. Trazando círculos sobre el pastiche de sudor y flujo, dos dedos decididos se enfrentaron a la fruncida apertura y presionando firmemente fueron penetrando al interior del recto, iniciando un lento entrar y salir que desencadenó a los canes furiosos que comenzaron arrastrar los músculos hacia la lava hirviente del sexo sin piedad alguna y, cuando creía que la tensión muscular y la angustiosa espera conseguirían llevarme a la paralización, una explosión liberadora rompió los diques de la exaltación y en medio de convulsivas contracciones, mi sexo expulsó entre los dedos el alivio a tanta necesidad.
Después de muchos años de sexo intenso en los cuales no había tenido que volver a recurrir a la masturbación, ahora me daba cuenta de que ese ejercicio conseguía que diera rienda suelta al placer de zonas que me estaban vedadas de otra manera.
Redescubierta la bienhechora tarea de reconocerme cada día un poco más profundamente, mi calidad sensorial también fue desarrollando el goce hasta el punto que se me hacía imprescindible, llevándolo a una cotidianeidad que no entraba en ninguna rutina y que, por el contrario, me permitía disfrutar más relajada y consciente del sexo con mi marido.
Con el comienzo de la primavera, la misma revolución que sacudía a la naturaleza estaba haciendo estragos con mi carga hormonal y no era raro que despertara en mitad de la noche, cubierta de transpiración y la entrepierna enchastrada por la descarga de mis jugos. Con una extraña mezcla de alegría y temor, después de mucho tiempo sentía renacer aquel particular desdoblamiento de mí personalidad, aquella misteriosa posesión que me mostraba a todo el mundo como la encarnación de la mujer perfecta, recatada y hasta un poco pacata, madre amantísima y esposa fiel, pero que en lo más privado de su intimidad se revelaba en la más lasciva, libidinosa, maligna y cruel mujer, capaz de gozar con aquello que a otras aterraría, haciendo del dolor una fuente inagotable de delectación y goce.
Esas pérdidas de la razón constituían el mayor grado de la demencia, aquella que te pinta ante los demás como no sos para dejarte en libertad de cometer las mayores atrocidades en la impunidad de un cuarto. Y sin embargo, era como recibir la visita de una vieja amiga, de aquellas que te cobijan con amor y te apañan a pesar de lo malo que pudieras hacer. Confortada por su presencia, dejé que el tiempo fuera dictando los ciclos en que se desarrollaría.
Por de pronto, deberían desaparecer mis locas masturbaciones ya que mi marido había contratado un jardinero para hacerse cargo del parque y los arbustos florales que rodeaban la casa. Molesta con esa presencia que me coartaba la libertad sin límites que hasta el momento había tenido, cuando me cansaba de estar tendida al sol o chapuzando en el agua, paseaba impaciente por el jardín en evidente manifestación de cuanto me molestaba.
En realidad, el pobre hombre no tenía la culpa de mis desviaciones solitarias y sólo cumplía con su trabajo, que por otra parte era efectivo, habida cuenta como en pocos días los canteros y macizos lucían más prolijos, menos densos y con mayor variedad de nuevas flores.
Contenta por su nuevo aspecto, decidí compensarlo de mí enfurruñada indiferencia y le llevé una jarra con limonada fresca. Al tratarlo, caí en la cuenta de lo idiota y prejuiciosa que podía llegar a ser, ya que, en mi afán por ser amable, lo felicité por su trabajo y él me contestó con burlona ironía que, si su profesión no lo habilitaba para diseñar un simple jardín, los que le habían dado el título de arquitecto estaban locos.
Rabiosa por mi falta de tacto, no sabía como pedirle disculpas pero él me consoló diciendo que yo no tenía por qué saberlo y que, como su especialidad era el paisajismo, lo hacía con toda naturalidad y eficiencia mientras esperaba que se resolvieran algunos temas financieros que lo habían alejado del estudio en el que trabajaba.
Cuando volví a mi sitio junto a la pileta y escudada tras mis lentes ahumados fui observándolo con mayor atención, me di cuenta que era más joven de lo pensado, no demasiado alto pero fuerte y musculoso. Su rostro no resultaba particularmente agraciado pero tenía simpatía y era muy educado.
Con el pretexto de devolverme la jarra, se acercó a la reposera y viendo los libros que tenía a mi lado, nos enfrascamos en una animada conversación sobre literatura y, de los recientes best-seller, pasamos a nuestros gustos literarios en general y a los clásicos en particular.
Cercano el mediodía, él se alejó para seguir trabajando y yo, tras sacar unos sándwiches de la heladera, los comí a la sombra de un robusto roble mientras lo observaba trabajar y allá, en el fondo umbrío de su antro, un mefisto melancólico y desolado empezó a refunfuñar vilezas licenciosas a mis oídos.
Tratando de ignorar su sonsonete lúbrico y obsceno, mi incontinencia no satisfecha se potenció y me encontré evaluando como sería a la hora del sexo, si amable y educado o sólo un hombre más, carnal y primitivo, preguntándome a cuál preferiría. Viendo que mis pensamientos me estaban llevando por un rumbo que aun no estaba dispuesta a recorrer, profundamente turbada terminé de comer y llevé las cosas a la cocina.
Estaba terminando de guardar los utensilios en las alacenas, cuando un discreto golpeteo en la puerta me sobresaltó; desde afuera, él me preguntaba si es que yo podría prepararle otra jarra de limonada. Invitándolo a pasar a la frescura de la cocina pero a los tropezones, aturdida por mi propia confusión, reaccioné como una chiquilina y me apresuré a exprimir los limones, buscar el hielo y batir con una larga cuchara de madera el refresco.
Más que escucharlo, lo percibí; era como si la fuerza de su cuerpo se manifestara palpablemente, desplazando el aire a su paso y un magnetismo especial lo precediera. Inmovilizada, con todos los músculos en tensión y aferrada al borde de la mesada esperaba tensa el momento que finalmente llegó. Rozando apenas mis hombros con sus manos, me devolvió instantáneamente la movilidad por el impacto eléctrico de su contacto. Estremeciéndome hasta los pies, un gemido-suspiro escapó ruidosamente de mi boca y, bajando la cabeza, esperé la embestida con los ojos cerrados.
Aparentemente, él se había quitado el amplio “carpintero” y, estrechándome por la cintura hundió la boca en mi nuca al tiempo que sentía toda la fortaleza de su cuerpo desnudo contra el mío y la dureza creciente del miembro sobre mis glúteos. Envalentonado por mi falta de resistencia, dejó que las manos recorrieran a su antojo todo el cuerpo, deslizándose debajo de los pequeños trozos de tela que era el corpiño de la bikini y hundiéndose tras los elásticos de la bombacha. Los dedos se mostraban inquisitivos esmerándose en mis grandes aureolas, sorprendidos quizás por mis desproporcionados pezones o patinando sobre el mondo y abultado Monte de Venus antes de recorrer acariciantes los gruesos labios de la vulva.

Bramando de excitación e inclinando mi cuerpo invitadoramente, me aferré a las canillas. El me desprendió del corpiño dejando que mis senos cayeran bamboleantes y acuclillándose, bajó la bombacha hasta las rodillas, dejando que su boca se dedicara a recorrer con intensos chupones la hendidura empapada de transpiración y, cuando llegó al sexo, fue acariciando con sus dedos el interior de la vulva estregando apretadamente al clítoris y la lengua se dedicó a tremolar en el agujero de la vagina, extrayendo y lamiendo sus jugos olorosos.
Abriendo las piernas flexionadas e impulsando mi cuerpo, favorecía el exquisito trabajo que hacía en mi sexo hasta que él me dio vuelta para sentarme sobre la mesada con la espalda apoyada en los fríos azulejos, dedicándose a manosear y chupar mis pechos. Yo apretaba su cabeza contra ellos pidiéndole en susurros que me hiciera doler, a lo que él respondió aumentando la intensidad de los chupones, dejando círculos rojizos alrededor de las aureolas. Clavando los dedos fieramente en los músculos del seno, comenzó a retorcer los pezones con verdadera saña y cuando, falta de aire por los angustiosos gemidos con que me ahogaba me sacudía en estertorosas contracciones, comenzó a hundir sus fuertes dientes en los inflamados pezones, provocando que yo estallara en estridentes gritos de dolorido placer.
Bajando por mi vientre pero sin dejar de estrujar los senos como si quisiera arrancarlos, su cabeza llegó hasta el sexo y los gruesos labios se adueñaron de él. Apretándolo contra la boca y sacudiendo la cabeza, consiguió separar los labios de la vulva y entonces, junto a la lengua áspera y grande, se dedicaron a lamer y succionar todos y cada uno de los pliegues del interior. Atrapándolos entre ellos, tiraron fieramente hacia fuera al ardiente manojo de pliegues y hallando al clítoris ya en posición de batalla, lo castigaron duramente y al tiempo que lo chupaban los dientes se hincaron en él con un enloquecedor mordisqueo.
En medio de una calmosa paz interna y contrastando con la violencia de la posesión, sentía que ríos rumorosos, cálidos y bienhechores recorrían mi cuerpo para confluir hacia el vientre y desde allí, se escurrían por él en gloriosa riada, manando abundantes en la boca ansiosa. Al comprobar que yo había acabado y sin embargo aun seguía en la cresta de la ola de mi excitación, parándose, alzó mis piernas e introdujo la verga en el sexo sin ninguna contemplación.
La violencia del acto me hizo abrir los ojos desorbitadamente y, falta de aire por las ansiosas aspiraciones, sentía como el falo sabiamente manejado, desgarraba los tejidos de la vulva por la contundencia con que él lo hacía raspar contra las paredes. Después de cinco años, volvía a sentir en mi vagina un sexo distinto al de mi marido y, aunque este no se comparaba con el de aquel fotógrafo, me hacía alcanzar niveles de altísimo goce por la forma en que me penetraba.
Con las piernas contra su pecho, la espalda apoyada en los azulejos y mis manos aferradas al borde, me daba impulso para ir a su encuentro y sentir como el miembro se estrellaba contra lo más profundo de mis entrañas. Luego de un rato de esta conmocionante penetración, salió de mí y poniéndome de pie con las manos apoyadas en la mesada me penetró desde atrás.
Con las piernas temblequeantes por el esfuerzo anterior, dejé que mi torso se apoyara en el mármol y con la grupa alzada, recibí la poderosa arremetida con verdadero placer, sintiendo como él guiaba con la mano al falo para que raspara el interior desde distintos ángulos. Envuelta en una nueva espiral ascendente de excitación, hamacando mi cuerpo y acompasándolo al ritmo que él le imprimía en un impresionante bamboleo de sus caderas, me fui dejando llevar por la pasión y, en tanto que le rogaba me hiciera alcanzar el orgasmo, lo instaba a penetrarme más profundamente, con mayor fuerza y vigor.
Rotos los diques internos, la salvaje marejada se escurrió hacia el sexo y mientras experimentaba aquella sensación angustiante en mi vejiga, apoyó la verga contra los esfínteres del ano que pulsaban expectantes y la hundió en toda su dimensión. El dolor fue tan intenso que mi cabeza golpeó sobre el mármol y un grito desesperado, mezcla de dolor, rabia, placer y goce, me hizo estallar en roncas maldiciones al tiempo que lo bendecía por llevarme a esa dimensión del placer.
Aquel verano fue espectacular y, aunque debíamos hacer malabares tratando de combinar las ausencias y presencias de la familia en la casa, siempre nos dábamos un tiempo, a veces tan sólo momentos, para encontrarnos con el goce. Pero, como todas las cosas, lo bueno se acabó. El recuperó su puesto en aquella sociedad y, aunque volvimos a vernos ocasionalmente, ya no fue lo mismo y nos fuimos dejando como un buen recuerdo.
Como era costumbre después de diez años de matrimonio, con mi marido manteníamos un sexo habitual, rutinario y sin fisuras, sin cuestionarnos mutuamente alguna merma en nuestro entusiasmo o algún exceso de vehemencia descontrolada. Las cosas se daban como se daban y estaba bien. O por lo menos lo estuvieron hasta que la soledad invernal puso nuevamente en marcha el mecanismo perverso de mi imaginación y comencé a fantasear con otros placeres o en nuevas y distintas formas de lograrlos.
Cierta noche en que estábamos solos, me sinceré con él y le fui explicando como en mi cuerpo y en mi mente, aquellas viejas ansias por probarlo y conocerlo todo comenzaban a obsesionarme y, aunque teníamos un sexo más que satisfactorio en el que existieron momentos en que habíamos transpuesto los límites de lo prudente, nunca habíamos recurrido más que a lo que nuestros propios cuerpos nos entregaban y mis fantasías exigían el uso de cosas físicas que excedieran el formalismo de la anatomía.
El comprendió rápidamente la idea y buscando su cámara Polaroid, una novedad del momento, me hizo desnudar y colocándome en poses extravagantes, sacó varios rollos en los que se me veía exhibiendo el sexo abierto como una mariposa con los dedos, agrediendo al clítoris con mis uñas, metiendo hasta tres dedos dentro de la vagina y el ano o masturbándome con ambas manos.
El verme desnuda por primera vez y realizando actos dignos de la revista Playboy, me excitó de tal manera que le pedí que en ese mismo momento me penetrara con algún objeto fálico al tiempo que me sacaba fotos y, cuando estuviera a punto me penetrara con su verga. El hizo eso y mucho, pero mucho más.
Tan entusiasmado como yo por ese juego sexual casi perverso, buscó en el living un juego de velas de adorno que había comprado dos semanas antes casi como un acto fallido del inconsciente. Estas cinco velas, levemente ovales, poseían un filo helicoidal en forma de tornillo e iban desde una delgada y larga de treinta y cinco centímetros por tres de grueso, hasta una de quince por seis de grosor.
El untó mi vagina con una capa de vaselina y comenzó usando la más delgada. Ese objeto extraño, más duro y rígido que cualquier verga, comenzó a deslizarse por mi canal vaginal y el leve movimiento rotativo que le imprimía, hacía que su aguda cresta trazara surcos ardientes en la carne y a medida que penetraba más, fue variando el ángulo de la agresión, lo que sumado a la ondulación instintiva que yo le daba a las caderas la hizo enloquecedora.
Extasiada por esta nueva forma del goce, sometí mis senos a la acción de estrujar, retorcer y fustigar a las aureolas y pezones, hiriéndolos con el filo de las uñas y, cuando desde mis riñones llegó el reclamo de miríadas de cosquillas tumultuosas, una mano solícita acudió al sexo y estregando con irritante premura al clítoris comencé a rezumar los cálidos jugos de mi alivio.
Enajenado por el doloroso placer que me daba y la respuesta insólita que encontraba en mí, él manejaba alternativamente la cámara y extraía las fotos y volvió a penetrarme como un taladro pero esta vez con otra vela que excedía los veinticinco centímetros con un grosor de cinco. Nunca algo de esa dimensión había habitado tan placenteramente mi vagina y sin dejar que la sacara, revolviéndome, me puse de rodillas y le supliqué que me penetrara así. Hamacándome sobre brazos y piernas, conseguía que el falo se estrellara contra el cuello uterino lastimando mis carnes a pesar de su tersura y, con ese dolor, mi histérica necesidad de satisfacción iba llegando a su cúspide.
Codiciosa, mi mano trémula se dedicó a macerar al clítoris y en ese momento, él me hizo alcanzar una felicidad desconocida, introduciendo la primera vela en mi ano, profundizando en la tripa. Los dos cirios se entrechocaban en las entrañas separados solamente por un delgado tejido membranoso y el dolor-goce era tan perfecto que yo sollozaba por el sufrimiento y las maravillosas sensaciones que despertaban en lo más hondo de mi ser.
Aullando como una perra, cubierta de sudor y las babas que de mi boca escurrían a lo largo del cuello para gotear hasta los senos, agotada, exhausta y agobiada por la tremenda explosión arrebatadora del placer, me derrumbé en la cama para hundirme en una lánguida sensación de vacío mientras le rogaba broncamente que continuara, dándome muchísimo más.
El ser demoníaco que me habitaba parecía haber trasmutado a mi marido quien, absolutamente enajenado, me dejó tendida sobre las sábanas húmedas mientras trataba de recuperar el aliento y reponerme de las excoriaciones que sentía latir dentro de mí, al tiempo que excitaba aun más mi concupiscencia en la contemplación de mí misma en tan depravados actos. Yendo a la cocina, vació una botella de Coca-Cola y, llenándola con agua caliente, la cerró con un corcho. Lo vi llegar a los saltitos y al verla, comprendí su alegría ante la feliz idea. Untó cuidadosamente toda la botella con vaselina sólida y haciéndome encoger las piernas casi hasta los pechos, embocó el cuello en la vagina.
Ejecutando un lento, suave, corto y continuo vaivén, como si fuera un pistón ralentado, fue introduciendo el delgado cuello y a medida que este engrosaba, se revelaban sus características formas sinuosas. La botella de ese entonces era de vidrio, mucho más gruesa que la actual y notable la diferencia que existía entre las partes anchas y las angostas.
Cuando penetró casi hasta la mitad, su volumen se me fue haciendo insoportable y, encogiendo aun más mis piernas sujetándolas desde las corvas con las manos, contribuí a que lo más difícil sucediera. Dilatado hasta lo imposible como en un parto inverso, el esfínter vaginal pareció romperse y un sufrimiento indecible se instaló en mi garganta. Cuando jadeando, iniciaba una débil protesta para que la sacara, la parte más delgada me pareció un oasis y me relajé, sólo para esperar con ansia temerosa que él llevara la botella hasta el final, donde volvía a ensancharse.
Con lentitud de artesano, hacía que la botella, transmitiendo todo el calor de su contenido a las carnes inflamadas, se deslizara suavemente en toda su extensión y con su asimetría, me llevara del aullido a la risa y del gemido al sollozo, sintiendo un placer como jamás había experimentado. Hamacando mi cuerpo, encontré el ritmo y en una contradanza sublime, estuvimos largo rato en esa cópula inédita hasta que sentí como si el mundo comenzara a derrumbarse en mi interior y, anunciándole la llegada del orgasmo, incrementé mi oscilar mientras azotaba histéricamente con mis puños las sábanas de la cama.
Haciendo girar la botella, él acompañaba mis reacciones. Mojando dos dedos en la espesa mucosa que brotaba expelida por la botella de la vagina, los fue introduciendo en el ano y, en medio de lastimeros gemidos de dolor y verdaderos aullidos de alegría, una niebla rojiza me embotó los sentidos y me desvanecí.
Los próximos meses se convirtieron en una época dorada, ya que él había tomado muy en serio su papel de realizador de fantasías para mí y se esforzaba por complacerme. Poniendo su imaginación a trabajar, todas las semanas me sorprendía con alguna ocurrencia, cuyas imágenes registrábamos con la cámara para solazarnos luego con esas imágenes de desmesurada lascivia y que retroalimentaban nuestro deseo.
A los cirios y las botellas fue sumando pepinos especialmente grandes que yo elegía cuidadosamente en el supermercado y todo un surtido de embutidos que me habían alucinado con sólo verlos, desde pequeños salamines hasta espeluznantes longanizas y otros que se adaptaban perfectamente al cometido que le dábamos. Yo no podía creer la adaptabilidad de mi sexo, amoldándose a cualquier objeto que él quisiera introducir y, además, obteniendo tan intenso placer en ello.
Las dobles penetraciones más que en un hábito fueron convirtiéndose en una adicción mía. Astutamente, él había procurado condicionarme por medio de la sodomización que si bien la aceptaba como complemento a una noche especial, no me desvelaba.
En una de esas noches de encumbrada excitación por mi parte en la que le rogaba insistentemente que me rompiera toda conduciéndome a la más excelsa expresión del goce, él colocó un preservativo sobre un corto salame y untándolo con vaselina, fue tentando por encima de la negrura anal. Como de costumbre, el fruncido haz de tejidos se contrajo instintivamente, pero la suave perseverante reiteración hizo que fueran distendiéndose paulatinamente.
Las penetraciones anales siempre me habían resultado ingratas en sus comienzos, aunque su culminación me hiciera alcanzar luego algunos de mis mejores orgasmos. Sin embargo, la tierna incitación a los esfínteres que ejecutaba mi marido me estaba conduciendo a un estado de expectante afán por ser sodomizada.
En mi vientre estallaban deliciosas explosiones de placer que rápidamente se extendían por todo mi cuerpo y fue entonces que proclamé mi necesidad de ser satisfecha. Lentamente, la punta redondeada del embutido se introdujo avasallando los esfínteres y ante mi asombrada sorpresa, fue deslizándose en el recto sin el menor vestigio de dolor. Desde la inicial picazón similar a la de las ganas de defecar, el paso del curvo salame fue llevándome a los picos más altos del placer y cuando él inició el característico ir y venir de una cópula, no pude evitar las más groseras expresiones de mi satisfacción.
Luego de unos momentos en los que yo manifestaba mi perverso goce estrujando reciamente las sábanas entre mis dedos, él sacó el consolador de la tripa para ponerlo entre mis dedos y, al tiempo en que me ordenaba que penetrara con él la vagina, introdujo toda la vigorosa contundencia de su verga en el ano.
La sequedad y reciedumbre del falo contrastaba con la tersura del preservativo que recubría al embutido y esta vez sí, el dolor trepó por mi columna vertebral para estallar en la nuca haciéndome romper en un convulsivo sollozo de sufrimiento. Alentado tal vez por esa situación en una mujer de mi edad y experiencia, mi esposo redobló la violencia de la sodomización al tiempo que me alentaba a someterme a mí misma.
El tránsito del miembro fue haciéndoseme placentero y entonces, haciendo resbalar la punta del embutido por sobre los labios de la vulva, alcancé la entrada a la vagina para luego ir penetrando cuidadosamente. Con desconcertada admiración, comprobé que hacer aquello me satisfacía tanto como cuando él lo hacía, especialmente porque sentía la presencia del falo separado tan sólo por los milímetros de la tripa y el conducto vaginal.
Proclamando a voz en grito mi satisfacción por lo que hacíamos e incitándolo a penetrarme aun más y mejor, llevé mi mano a manejar con tal maestría al consolador, que a poco me estremecía por las convulsiones de mi vientre y en tanto recibía en el recto la descarga espermática de él, mi mano era receptáculo de los abundantes jugos del orgasmo.
Boca abajo, boca arriba, de costado e incluso de parados, practicamos todas las posiciones posibles para una doble penetración e inclusive él me adoctrinó para que mientras me sometía por el sexo, yo misma me sodomizara en insólitas posiciones, incrementando progresivamente el largo y grosor de los embutidos.
Noches enteras de orgiástica demencia, me introducían a la espiral interminable del goce más satánico, inmolando mis propias carnes en la obtención sin pausa del goce. Durante el día, me pasaba horas observando con el auxilio de una lupa, en la más voluptuosa estupefacción, los mínimos detalles de aquellas fotos con las que todavía seguíamos registrando esas perversiones, sorprendiéndome de la autenticidad prostibularia que dejaba asomar en mi rostro y en la insólita plasticidad que mi cuerpo adquiría en esas situaciones.
Aquello se estaba convirtiendo en una competencia; yo, buscando las formas más absurdas y placenteras de obtener el goce y él, solazándose sádicamente con el dolor que producía y que sabía me llevaba directamente a la satisfacción. En medio de la nebulosa de placer en que me movía, no dejé de notar que mi marido se tomaba tan en serio su tarea que había dejado de penetrarme o, por lo menos de eyacular en mí y, cuando le insistía demasiado, su máximo placer era hacerlo en el ano.
Sumergidos en este vendaval del placer, inusual en un matrimonio con más de diez años, disfrutábamos de él sin cuestionarnos el grado de depravación ni las necesidades insatisfechas del otro. Nuestra máxima alegría era encontrar o fabricar la oportunidad de estar absolutamente solos y entregarnos a la ilimitada satisfacción de acuerdo con aquel tácito pacto en Palermo.
Con la llegada de la primavera, la desaforada actividad de mis hormonas volvía a adquirir toda la fuerza vital de la naturaleza y, en la relativa intimidad del jardín, despatarrada en una lona, recomencé el carrusel de la masturbación sólo que, más calmada por la actividad que sostenía con mi marido, solía pasarme largo rato jugueteando con mis dedos en cada rincón del sexo hasta concluir por una verdadera penetración con esos improvisados consoladores, pero ya sin la violencia con la que me auto flagelara anteriormente.
Cierta tarde especialmente bochornosa y cuando tras la húmeda expulsión de mis jugos, me regodeaba acariciando los senos con los ojos cerrados, un inesperado soplido en mi vulva me hizo abrirlos y ahí estaba.
Matute, el enorme pastor alemán, olisqueaba mi entrepierna. Algo en esa mirada de soslayo con que los perros bravos paralizan a sus presas y el sordo gruñido que emitió, me convencieron de quedarme quieta y esperar. Con fuertes resoplidos del hocico recorrió mis ingles, escarbó un poco en la hendidura entre las nalgas y, topeteó curioso la hinchazón de la vulva. Aparentemente convencido por su aspecto inofensivo o por algún olor con reminiscencias primitivas, sacó su enorme lengua y lamió mi sexo, justamente allí, donde rezumaban los jugos.
Al parecer satisfecho con su sabor, la lengua comenzó a lamer cada vez con mayor entusiasmo y el animal pareció excitarse. A pesar de mi miedo, no podía sustraerme a la deliciosa caricia que esa lengua desmesurada me provocaba. Abriendo lentamente las piernas, fui separando con los dedos los labios de la vulva a la vez que lo incitaba con palabras cariñosas. Por primera vez vi en sus ojos un brillo de alegre comprensión, como cuando jugaba con mi marido y sus orejas se alzaron animadas.
La lengua recorría voraz todo el óvalo del sexo y, conduciendo sus fauces hacía el clítoris, hice que lo lamiera con intensidad. El perro parecía comprender lo que me estaba haciendo y, enardecido, comenzó a restregar el hocico contra el triángulo sensible, añadiendo al delirio ese suave raer de los dientes con que se rascan sin lastimar.
Yo no podía contener los movimientos enloquecidos de mi cuerpo y mis caderas se alzaban y caían golpeando salvajemente contra la colchoneta. Gruñendo sordamente, Matute trataba de no dejar que su boca cesara de recibir el, seguramente, sabroso néctar de mis fluidos y yo fui guiando su aguda trompa hasta la apertura de la vagina; cuando él percibió que esa era la fuente de los líquidos que lo enloquecían, penetró con su largo y puntiagudo hocico y la lengua lamió el interior de la vagina.
Nunca, ni en mi más desbocada fantasía, hubiera imaginado obtener tal grado de placer de un animal. Alentándolo con palabras cariñosas y acariciando el suave pelo de la cabeza, conseguía que mantuviera su atención hasta que, en medio de entrecortados grititos de satisfacción, tuve un orgasmo largo y violento que se tradujo en fuertes contracciones convulsivas del vientre y la expulsión de mis abundantes mucosas que él recibió agradecido en sus fauces, entreteniéndose por un rato en abrevar y sorberlas golosamente, mientras yacía desmadejada, sollozando quedamente de felicidad
A la tarde siguiente se repitió el proceso pero esta vez fui yo quien lo llamó y, acostada en el piso de la galería me le ofrecí, ya mojada por mis previas manipulaciones. El animal parecía haberse cebado y afirmando sus patas en el piso de cerámica, arremetió contra mi sexo, introduciendo el hocico violentamente y resoplando con fuerza dentro de mí.
Tal vez por haberle perdido miedo, lo incitaba de viva voz a lamerme y chuparme y él, enardecido como si yo fuera una perra, gruñía y me lanzaba pequeños tarascones con sus filosos colmillos que llegaron a lastimarme. Después de un largo rato en que me hizo lo mismo que la tarde anterior pero complementado con la ayuda de mis manos, acabé de forma espectacular, sólo que esta vez no me contenté con yacer esperando que el perro sorbiera todos mis jugos.
Atacada por una especie de alocada impunidad, me arrodillé junto a él y acariciándolo, lo tranquilicé con mis manos que comenzaron a merodear su panza mientras mi lengua jugueteaba con la suya en un simulacro de besos húmedos. Como al descuido, rocé la verga del animal y este respondió con un gruñido cariñoso.
Dejando de lado los últimos pruritos civilizados, lo hice acostar boca arriba y superando el asco que anteriormente me diera verlo limpiándose, aferré la parte exterior del miembro y fui corriendo la piel suavemente hacia atrás para ver si dejaba al descubierto el falo e intensifiqué el accionar de mi mano hasta que la verga surgió llameante a la luz, roja, puntiaguda y chorreante de líquidos lubricantes.
Cuando lo observaba lamiéndose, sólo percibía la cabeza puntiaguda pero ahora al estimularla especialmente con los dedos, la vi salir como un descomunal príapo que tenía poca diferencia con el de un hombre, rojo, pulido y lleno de venas azuladas por debajo de la piel. Incapaz de razonar, acerqué la boca y tomándola entre mis labios, comencé chuparla ansiosamente mientras acariciaba la panza y el pecho del perro que se sacudía nervioso. El demonio encerrado en mi cuerpo me hacía desear esa verga animal salvajemente. Consciente de lo aberrante y asqueroso que aquello era, esa misma saña vesánica me llevaba a encontrarlo tan placentero, despertando en lo físico y mental, primitivas sensaciones que colmaban mis codiciosas ansias de sexo atávico.
Mi lengua tremolaba nerviosamente a lo largo del falo, ya de dimensiones considerables y mis labios lo chupaban con avidez, introduciéndolo totalmente dentro de la boca hasta que un chorro impetuoso de un abundantísimo semen acuoso se derramó, ácido y picante sobre mi lengua y yo lo sorbí y tragué como si del mejor licor se tratara.
Durante varios días busqué el consuelo del animal, llevándolo a mi cama y en cada oportunidad sabía que no era realmente yo quien lo hacía sino esa locura temporal, esa especie de fiebre uterina que me atacaba periódicamente y que desquiciaba mis sentidos, haciéndome olvidar quien era para convertirme en una bestia, en una máquina de sexo.
Hasta que una tarde sucedió lo previsible e inevitable. Luego de la gozosa sesión de su boca y desdoblada en mi otro yo, después de excitarlo con la boca, me puse de rodillas palmeando incitante sobre mi grupa para inducirlo a que los chupara desde atrás y, tomando sus patas delanteras con mis manos, lo acerqué para que me montara hasta que la verga se introdujo limpiamente en la vagina.
Su tamaño se aproximaba bastante a las que había contenido y los músculos vaginales que yo había aprendido a manejar instintivamente como dicen que lo hacen ciertas mujeres africanas, se apretaron, encerrándola entre ellos. Matute clavó sus uñas en las caderas y aferrándome como a una perra comenzó con un rápido e insistente vaivén que terminó de enajenarme.
Haciendo arco con mis brazos, me acompasé a su cópula y mientras mi cuerpo se hamacaba sintiendo como el miembro llenaba de satisfacción mi histérica necesidad, fui enardeciéndome, comenzando a gemir con roncos bramidos que contagiaron al animal que intensificó de una manera salvaje el coito e inesperadamente sentí crecer en mi interior dos esferas carneas que deduje eran donde se concentra el semen haciéndolos abotonarse con las perras y, en tanto que sus garras se asían a mis ingles, babeante de su goce animal, socavó mi sexo como hacen con las hembras hasta que en medio de gritos, lamentos y amenazadores gruñidos acabó en mí, luego de lo cual, sintiéndome a la vez abotonada e incapacitada de despegarme de él, lo palmee para tranquilizarlo a así estuvimos hasta que las bolsas cedieron su tensión y nos separamos.
De ahí en más mis días fueron una delicia, ya que el animal parecía comprender cuando estábamos solos y estuviera donde estuviera, recorría mis piernas con su frió hocico para ascender por debajo de las faldas sin bombacha en busca de mi ano y vulva y, como jugueteando, yo me prestaba a sus requerimientos, adoptando las más curiosas posiciones para que me hiciera gozar tanto con su lengua como en esos acoples animales; parada y apoyada con las manos en una silla, de rodillas, acostada de lado y elevando una pierna para facilitar su penetración o en cuclillas sobre él en suave jineteada, solía terminar cada una de esas sesiones que muchas veces se repetían durante el día, con una buena mamada al falo que me obnubilaba de perverso goce hasta sentir en mi boca el ácido esperma que deglutía con avidez.
Verdaderamente era como si tuviera un amante siempre disponible y hasta deseaba que me dejaran sola para poder gratificarme con un sexo tan satisfactorio, esperando con ansiedad los viajes periódicos de mi marido por razones laborales para llevármelo a la cama por la noche y permanecer horas en mutuo sexo oral, llegando a estimularlo para que junto a mis dedos, me sodomizara bestialmente; pero todo lo bueno siempre termina y en una de esas noches salvajes, ya exigiéndome como a una hembra, mientras me poseía, hincó sus garras en hondo desgarramiento en mi vientre y como yo me resistiera pero sin poder gritar por los chicos, clavó sus largos colmillos en la espalda hasta acabar dentro de mí pero dejándome dolorosas heridas sangrantes
Con una mezcla inédita de miedo, embarazo y vergüenza y por no poder ocultar a sus ojos los vendajes que cubrían mi cintura y parte de la espalda, tuve que confesarle a mi marido la verdad. Como era su costumbre, recibió la noticia no con indiferencia pero sí como algo esperable en mí luego de las cosas que él mismo había realizado sin tener el menor cargo de conciencia.
Verificando que las heridas no fueran profundas ni estuvieran infectadas, me dijo que lo dejara ocuparse del asunto. Y así, Matute desapareció definitivamente de mi vida, dejándome un resabio de culpa y vacío por su ausencia pero agradecida al mismo tiempo por haber puesto fin a una relación perversa que tal vez hubiera terminado de manera trágica.
Tras quince días de ungüentos y cicatrizantes, solo quedaron unas pocas huellas más claras en mi piel que el tostado natural de permanecer todo el día expuestas a los rayos del sol disipó rápidamente. Yo misma no podía dar crédito a cuanto me había acostumbrado a esas sesiones de zoofilia y como ahora mis entrañas se removían inquietas ante cualquier roce de mis manos y aun la ropa interior a mi sexo y senos. Casi se podía decir que vivía en un estado de permanente calentura al que el sexo nocturno con mi marido no hacía sino exacerbar, como si fuera un aperitivo a la larga jornada en que permanecería en la más absoluta soledad, mala consejera para quien tenía una mente tan fértilmente perversa.
Lentamente y casi a regañadientes, fui concediéndome permiso para que mis manos recorrieran exploratorias mi cuerpo e, inevitablemente, volví a transitar los caminos de la masturbación. Pronto y si bien los dedos cumplían eficiente con su trabajo, se hicieron insuficientes y nuevamente recurrí al consuelo de nuevos embutidos, hundiéndome en una vorágine de placer que crecía en la medida que el tamaño de los consoladores aumentaba.
Como cualquier persona normal, acompañaba esas penetraciones con imágenes de situaciones vividas anteriormente y así como se cruzaban algunas escenas lésbicas, predominaban las de aquellos hombres que desde mi adolescencia habían gozado con mi cuerpo. Paulatinamente, fueron ocupando mi mente aun cuando no estuviera masturbándome y casi palpablemente, sentía el regusto agridulce de distintos espermas o el vigor y tamaño de las distintas vergas, pero cuando coloqué el recuerdo del jardinero mientras mi marido me sodomizaba, comprendí que cuerpo y mente estaban reclamándome volver a sentir un miembro que no fuera el de mi esposo.
La disyuntiva incrementaba mi estado de ansiedad casi a lo imposible y me debatía en cómo elaborar ciertos planos que me permitieran hacerlo, cuando fue mi propio marido quien, sin quererlo, me dio la oportunidad. Invitado a un congreso en los Estados Unidos, amortizaría el costo del viaje con diversos contactos que le permitieran optimizar su negocio.
La perspectiva de quince días a mi disposición para manejarme a mi antojo, me permitieron elaborar los planes más audaces que decidí poner en práctica la misma noche en que quedé sola. Tras comprobar que los chicos dormían, vestí una sencilla blusa con sólo tres botones en el frente y una pollera corta, lo suficientemente holgada para permitirme moverme libremente. Lógicamente, había prescindido de toda ropa interior y calzando unos mocasines de los cuales podría despenderme sin complicaciones, cerré la casa para caminar las tres cuadras que me separaban de la ruta 9.
Durante un rato, entre emocionada y temerosa, permanecí al abrigo de un aromo para acostumbrarme a la oscuridad y establecer un cálculo entre el tránsito de coches particulares y camiones. Pronto me di cuenta de que los camiones pasaban en grupo, aun sin pertenecer a la misma empresa y que en esos intervalos, tal vez a causa de la hora, autos y camionetas eran dueños exclusivos de la ruta.
Tímidamente, fui aproximándome al borde del camino y aunque varios coches me hicieron guiños de luces y saludaron con sus bocinas mi presencia, ninguno se detuvo. Entre desilusionada y envalentonada, fui caminando a lo largo de la ruta en tanto hacía señas con mi dedo pulgar y en un momento, un largo coche se detuvo unos metros más adelante y la puerta derecha se abrió invitadoramente.
Caminando ágilmente pero sin premura, llegué junto al auto y tras comprobar que el conductor era un hombre de unos cuarenta y cinco años, le agradecí y deslizándome a su lado en el largo asiento delantero, respondí a su pregunta de hacia donde me dirigía con un enigmático “que él lo decidiera”.
Presentándose como Raúl y con cruda franqueza, me dijo que mi aspecto no era el de una “rutera” y cuál era mi verdadero propósito. Yo no había especulado con que las prostitutas deberían tener aspecto de tales y mi pulcra sencillez evidenciaba mi condición de una mujer de su casa. Inventando sobre la marcha, ensayé una especie de sollozo y tras pedirle disculpas por inmiscuirlo en mis asuntos, le conté que había descubierto a mi marido metiéndome los cuernos y decidido entonces que tomaría revancha al pagarle con la misma moneda.
Tomándolo a bien y sonriendo como si se hubiera sacado la lotería, me dijo que si ese era mi deseo él no iba a dejar de complacerme. Unos metros más allá, se desvió por un camino de tierra y se internó en él durante cinco minutos hasta que se detuvo ante un grupo de grandes árboles, entre los que se internó.
Apagando el motor e iluminados solamente por las tenues luces del tablero, se acercó a mí a lo largo del asiento y en tanto me sujetaba por la nuca para acercar su boca a la mía, la otra mano trepó por el muslo por debajo de la falda hasta tomar contacto con mi sexo, gruñendo de contento al descubrir la ausencia de bombacha.
Hacía rato que yo no besaba a otro hombre y mucho menos a un desconocido total, pero la terneza de sus labios ya provocaba inquietos cosquilleos en el fondo de la vagina y en tanto separaba las piernas para facilitarle el manoseo, él susurraba en mi oído su contento por mi decisión.
Ayudándolo, desabotoné el frente de la blusa y al ver mis senos asomar entre la tela, bajó con su lengua tremolante a lo largo del cuello y golosamente, se deslizó por la ladera hasta tomar contacto con la aureola y comprobando su textura, trepó hasta la cúspide, encontrándose con el pezón.
Vibrante como la de un ofidio, la lengua se agitó sobre la mama en tanto la mano se apoderaba del otro pecho para comenzar a sobarlo con una presión que fue correspondiéndose con las succiones que ahora sus labios ejecutaban en el pezón. Desde siempre, cualquier cosa que hicieran con mis senos me introducía a una delirante pasión y acariciando su cabello mientras le pedía por más, dejé a la pelvis remedar los movimientos de la cópula que ya ansiaba.
Viendo mi predisposición, utilizó las dos manos para someter a los pechos y en tanto alternaba los lengüetazos con furibundos chupones a la mama o la mordisqueaba suave pero firmemente, pulgar e índice sojuzgaban a la otra retorciéndola, incluso clavando en ella el filo de sus uñas. Recostada entre el respaldar del asiento y la portezuela, me agitaba desesperadamente en tanto le reclamaba que me hiciera acabar.
Terminando de separar mis piernas, la una sobre el asiento y apoyada en el respaldo mientras la otra se abría con el pie apoyado en la alfombra, levantó la pollera hasta la cintura y entonces su boca se escurrió sobre el bajo vientre. La lengua exploró con agitados movimientos la comba del vientre, se deslizó por el tobogán que precede al Monte de Venus y luego se entretuvo sobre el promontorio para luego bajar hasta tomar contacto con la ya erguida capucha del clítoris.
Bramando de entusiasmado deseo, le suplicaba que me hiciera una minetta total y entonces él me complació mucho más de lo esperado. Haciéndome levantar la pierna para que enganchara el pie en el tablero, se acomodó y sus índices fueron separando los labios mayores de la vulva. Acostumbrados a la semi penumbra de los instrumentos, ambos veíamos con claridad al otro y el aspecto de mi sexo pareció entusiasmarlo. Sumando a los índices los pulgares, apartó los labios menores para dejar al descubierto la lisura del óvalo.
Allí la lengua se ensañó en la perlada superficie, escarbando en la uretra para luego recorrer la base de los fruncidos tejidos que ya devenían en colgajos y trepando por ella arribó al hueco que formaba el capuchón de tejidos. La punta pareció afinarse para rebuscar en busca de la cabecita que, aun oculta tras la membrana que la protegía, abultaba con prominente pujanza. Alternando lengüetazos con el succionar de los labios, fue conduciéndome a un estado de desesperación que me hacía rogar por acabar.
Lentamente, con cruel renuencia, fue bajando sobre los labios menores que ya hinchados semejaban una masa coralina y que había juntado entre índice y pulgar para chupetearlos con vehementes succiones por las cuales los estiraba para luego soltarlos con violencia. Mis gemidos debían satisfacerlo, ya que, sin cesar en esa alienante práctica, fue hundiendo dos dedos a la vagina hasta que los nudillos le impidieron ir más allá.
Los dedos se deslizaron por el canal y, levemente curvados, retrocedieron para buscar en la parte anterior el bultito del Punto G, que en mí se inflama hasta alcanzar el tamaño de media nuez. Sin dejar de someter con la boca a los frunces, estimuló por unos momentos más a la excrecencia para luego deslizarse adentro y afuera en delicioso remedo a un coito.
Fuera por lo extemporáneo de la situación o porque realmente estaba necesitada de un sexo como aquel, retorcí mi cuerpo aun más contra el rincón y estirando la pierna que sostenía encogida contra el tablero, alcé la pelvis al tiempo que le rogaba me hiciera acabar de esa manera. Atendiendo a mi pedido, él agregó un dedo más a la penetración al tiempo que me ordenaba excitara al clítoris con mis manos.
La combinación de sus dedos sometiendo a la vagina con el denodado chupar de los labios y dientes en los colgajos y la actividad de mi mano restregando duramente al endurecido clítoris, consiguió llevarme al paroxismo y anunciándole a los gritos que el orgasmo estaba a punto de desatarse, sentí con agradable asombro como Raúl hundía su grueso pulgar el mi ano.
Ahogándome con mis propias salivas y en tanto sollozaba de contento, sentí como si mi cuerpo se desgarrara en una explosión que arrastraba mis músculos hacia la vagina. Maldiciéndolo y mientras asentía repetidamente para que no dejara de penetrarme, experimenté la sensación de caer en un pozo caliginoso que me cortaba el aliento al tiempo que todas mis entrañas se derramaban a través de la vagina.
El siguió sometiéndome un rato más y en ese ínterin fui recuperando el aliento. Aun acezaba agitadamente, cuando percibí como él se desnudaba y sentándose estrechamente pegado a mí, dirigía mi cuerpo para que me arrodillara en el hueco delante del asiento. Recostado sobre el respaldo, abrió sus piernas para dejarme ver la amorcillada masa de su miembro mientras me pedía que se lo chupara.
Aparte de estarle agradecida por la maravillosa minetta con que me había conducido al orgasmo, yo estaba especialmente deseosa por hacerlo y acomodándome acuclillada para que la alfombra no marcara las rodillas, dejé que mis manos se entretuvieran acariciando los testículos y al pene.
Aquellos estaban encerrados en una prieta bolsa que los mantenía rígidamente apretados pero la verga colgaba tumefacta, prometiendo convertirse en un falo de imponente tamaño. Ambiciosa, mi lengua se extendió para ubicarse en la base del miembro y allí, la punta tremolante se alternó con los labios en intensas chupadas mientras la mano sobaba cariñosamente al miembro.
Yo ansiaba conocer el sabor de esa verga y casi con desvergonzada gula, trepé a lo largo del fláccido tronco para abrir la boca y meterla en ella. Todavía tumescente, el pene superaba lo que otros en erección que yo hubiera conocido pero mi boca avezada en esas lides, fue acomodándola en su interior para iniciar una especie de maceración en la cual intervenía la lengua, las muelas y los labios colaboraban para succionarla en apretados chupones.
Progresivamente, fue convirtiéndose en un verdadero falo, alcanzando una dimensión que me hizo tener que sacarlo de la boca para, con lengua y labios, ejercer intensas succiones al glande cuyo solo tamaño hacía presumir las dimensiones del miembro todo y eso puso un atisbo de inquietud en mí, tal vez por miedo al deseo. Con todo, envolví al tronco con mis dedos en una lenta masturbación por la que los hacía subir y bajar a todo lo largo al tiempo que se movían en sentidos encontrados.
Un rugido de satisfacción surgió de la garganta de Raúl quien a la vez me pedía que lo chupara más y mejor. Tan caliente como él, abrí la boca como la de una boa e introduje en ella al falo hasta que sentí un principio de arcada. Cerrando los labios a su alrededor, inicié un lento movimiento arriba y abajo de la cabeza al tiempo que dejaba a los dientes roer delicadamente las carnes del hombre hasta que este me detuvo, impidiéndome hacerlo eyacular.
Aferrándome por el pelo, me hizo levantar mientras me ordenaba subir al asiento para penetrarme con su falo. Comprendiendo lo que quería, coloque mis pies uno a cada lado de su cuerpo y sujetándome al respaldo, fui haciendo descender el cuerpo hasta sentir a la poderosa cabeza rozando mi sexo. Dirigida por su mano, la verga restregó vigorosamente la vulva como para distender los labios, hasta que finalmente encontró el agujero vaginal y en tanto la sentía introducirse en él, hice descender mi cuerpo.
Verdaderamente, el falo era portentoso; largo y grueso como no recordaba haber sentido algo así dentro de mí y flexionando las rodillas al máximo, bajé hasta sentir que el glande iba más allá del cuello uterino y mi vulva se estrellaba contra la mata enrulada de su vello púbico. El dolor se correspondía con la dimensión de mí disfrute y entonces, pidiéndole que sobara mis senos, inicié un lento subir y bajar que fue ganando paulatinamente en violencia hasta convertirse en un frenético galope. Yo sentía al falo golpetear en mi interior y eso me enardecía de tal forma, que me así desesperadamente al respaldo mientras sacudía la cabeza y exhalaba en roncos bramidos mi satisfacción.
Eso duró unos momentos más hasta que abandonando el macerar a los senos levitantes, Raúl me pidió que me parara para hacer lo mismo de espaldas, Aun agitada por el esfuerzo anterior, me paré mirando hacia fuera y apoyando la cabeza sobre el acolchado del tablero, flexioné las piernas hasta sentir como el miembro, mojado aun por mis fluidos, entraba sin inconvenientes a la vagina empapada de mucosas. A pesar de ese exceso de lubricación, yo sentía como cada centímetro del maravilloso falo me conducía nuevamente a la más placentera y vigorosa penetración.
Inclinándome hasta que mi frente descansó en el tablero, menee las caderas de forma que en cada subida y bajada la verga rozara el interior de mi sexo desde ángulos absolutamente distintos, expresándole a voz en grito el placer que me estaba proporcionando. Ateniéndose a bramidos, él complementó la penetración introduciendo nuevamente su pulgar en mi ano.
Yo no podía concebir como era posible disfrutar tanto con aquel tipo de sexo y en tanto alababa sus condiciones de macho, asentía repetidamente al ritmo del coito, suplicándole que me hiciera gozar aun mucho más. Haciéndome caso, Raúl retiró la verga en una de mis subidas y, apoyándola contra los esfínteres anales, me sujetó por las caderas para forzarme a descender sin interrupción alguna.
El volumen desmesurado del falo me infligía un sufrimiento como nunca lo hiciera otra sodomía y en tanto las lágrimas surcaban mi rostro y los bramidos de placer se convertían en llanto, sentí como él iba recostándome contra su pecho, con lo que el ángulo del pene se hacía insoportable. Sin embargo, el contacto con su pecho musculoso empapado de sudor, cumplió el efecto de un sedativo; tendiendo un brazo hacia atrás, me aferré a su nuca mientras mi boca buscaba ávidamente la suya. Independientemente, mis piernas eran flexibles resortes que me hacían menear las caderas en una especie de lasciva danza oriental permitiéndome disfrutar de la más extraordinaria sodomía que experimentara jamás y, cuando el complementó aquello con sus besos y un estrujar a mis senos, retorciendo sus pezones casi con alevosía, creí desmayar del goce y desprendiéndome del delicioso abrazo, comencé a hamacar mi cuerpo en un vaivén que me llevaba desde su pecho hasta el tablero, consiguiendo con eso la más fenomenal de las sensaciones y que él, alabando mis condiciones prostibularias, me incitara a hacerlo acabar de inmediato.
Mi propósito de degustar su semen había sido frustrado pero ahora me prometía hacer de aquello un verdadero festival; saliendo de encima suyo y volviendo a quedar acuclillada entre sus piernas, tomé al rígido príapo para meterlo dentro de la boca y aquello terminó de enajenarme. A los sabores de mis jugos vaginales que aun mojaban el tronco, se añadían los de la tripa, acres pero intensamente excitantes y, mezclándolos con mi propia saliva, hice a la lengua macerar intensamente esas carnes en tanto que mis dientes rastrillaran duramente su superficie.
El roncaba de placer en tanto me maldecía por la rudeza del trato pero me anunciaba que estaba haciéndolo acabar y que no parara hasta conseguirlo. Contenta ante ese perspectiva, complementé a la boca con frenéticas masturbaciones de mis manos y cual Raúl ya anunciaba la inminencia de la eyaculación, hundí un dedo en su ano y pronto la boca golosa era satisfecha por una verdadera riada de un esperma dulce, pegajoso y con un intenso olor a almendras dulces.
Voraz y glotonamente, tragué hasta la última gota que brotara por la uretra y con la verga aun erecta, retrepé el asiento para volver a penetrarme con ella y meneando lentamente las caderas, alcancé uno de los mejores orgasmos de los últimos tiempos. Después de un rato de descansar así abrazados, volvimos a vestirnos y, para no delatar donde realmente vivía, lo hice dejarme en la esquina.
La experiencia había sido muchísimo más placentera de que supusiera, pero también comprendí que había tenido suerte de encontrarme con un hombre tan decente como Raúl, quien, aparte de sus fantásticos atributos físicos, no abusara de mi inconsciente entrega en un lugar tan solitario como inaccesible.
Sabía que había encontrado un inagotable recurso con el que satisfacer mis angustias sexuales, pero decidí no abusar de mi suerte y aquello quedó en el recuerdo como una de mis más sublimes experiencias que atesoraría en lo más hondo de mi mente.
A mediados de noviembre, la quinta vecina fue comprada por un ex socio de mi marido para su mujer de la que acababa de obtener el divorcio, como parte del acuerdo de división de bienes. Yo la conocía superficialmente, ya que a mi marido no le gustaba mezclar su trabajo con la vida privada y, sólo en ciertas ocasiones muy esporádicas, nos habíamos encontrado en fiestas de terceros.
Lo que yo no sabía era que mi marido sostenía con ella una relación desde que se separara de su esposo y, ya divorciada definitivamente, había incidido en su amigo para tenerla lo más cerca posible. Tampoco podía imaginarme que él, siempre tan discreto y circunspecto con respecto a su vida íntima, en sus confidencias post coito, la había hecho partícipe en forma minuciosa y detallada de nuestras excentricidades y la manera en que las satisfacíamos, especialmente en los últimos tiempos.
Ignorante de todo eso, contenta por tener a alguien conocido con quien poder conversar y tal vez desarrollar una amistad, cuando vi desde una ventana del primer piso que estaba totalmente instalada, me abrí paso por un hueco en la ligustrina que, sin alambrado, dividía los jardines. Golpeando tímidamente por imaginar un cierto rechazo por ser yo más amiga de su ex que de ella, recibí con alegría la calurosa bienvenida que me dio, reprendiéndome por haberme adelantado a su intención de presentarse.
Después de mostrarme la casa, me condujo al living y durante más de dos horas tomando café, estuvo contándome el suplicio que significó para ella tener que soportar a su marido durante esos tres años que había durado el divorcio, ya que, hombre violento y golpeador, la amenazaba con denunciarla al juez por abandono del hogar si se mudaba, no sólo no le permitía dejarlo sino que la sometía sexualmente a su antojo de las maneras más brutales y sádicas. Hubieran podido encontrar otras formas de dividir los bienes gananciales, pero la compra de esa casa en la seguridad de un club privado la alejaba físicamente de él y le aseguraba una gruesa suma de dinero en el banco en compensación por las propiedades que ella le había cedido.
Al atardecer, fuimos a mi casa y tomamos el té mientras yo esperaba la vuelta de mi marido y los chicos, ya en las postrimerías del curso anual. Esa abandonada ceremonia del te me trajo reminiscencias de la niñez en casa de mi tía y, en una especie de asociación libre, me vi, adolescente, espiando por el agujero en la madera de la puerta. Aturullada por los recuerdos, me rehice y terminamos con la merienda.
No pude relacionar las dos situaciones en lo inmediato pero, con el tiempo, serían estas circunstancias las únicas que modificarían definitivamente mi vida. De momento, esta nueva experiencia de vivir acompañada durante gran parte del día me entusiasmó y pasábamos mañana y tarde, dale que dale a la conversación, primero con las cosas más banales y triviales del país, de la moda y del espectáculo, para luego, con el pasar de los días y consolidándose esa recién nacida amistad, comenzar a confiarnos cosas de nuestras vidas.
Aunque ella tenía tres años más que yo, coincidíamos en habernos criado en el mismo barrio y concurrido a las mismas escuelas, lo que parecía hermanarnos al momento de los recuerdos. De las añoranzas jocosas sobre personajes, conocidos y ex compañeros, fuimos pasando a las anécdotas e inevitablemente, de qué manera habíamos descubierto el sexo.
Venciendo la natural resistencia a hablar sobre mis actos íntimos y sabiendo que estaba resquebrajando mi promesa más firme, fui confiándole como lo había hecho y, ya perdida mi continencia, me explayé hasta los más mínimos detalles.
Conforme pasaban los días y crecía nuestra confianza mutua, comenzamos a compartir las intimidades de los primeros devaneos, el conocimiento de la sexualidad masculina y, cómo, cada una en distinta circunstancia y por distintos motivos, habíamos sido gozosamente violadas Como si fuera un folletín por entregas, cada día se transformaba en la continuidad del anterior y así, sin intencionalidad alguna, fuimos conociendo de la otra cosas que jamás habíamos confiado a nadie y formaban parte de nuestro mundo secreto y, hasta el momento, inviolable.
Una admitía sin vergüenza y la otra aceptaba sin censura los actos más depravados y la consiguiente satisfacción que le había dado cometerlos. Coincidentemente, las dos habíamos experimentado lo mismo en ciertos momentos clave, transitado fugazmente la homosexualidad y descubierto el placer del dolor- goce, habituándonos a esa enigmática complacencia ante las más perversas prácticas sadomasoquistas. Aunque no lo hiciéramos explícitamente, ambas comprendíamos que estábamos esparciendo la semilla incontrolable de la cizaña sexual en un terreno sumamente fértil y parecíamos solazarnos en develar hasta la mínima cosa íntima que nos excitara, mostrando a la otra la hondura de nuestra locura.
Avanzado ya noviembre y en tanto caíamos en estas revelaciones, nos dedicábamos con tesón a tostar tempranamente nuestra piel. Aunque al principio las dos estábamos cohibidas por la presencia de la otra, comenzamos casi como al descuido, a sacarnos los breves corpiños de las bikinis para que no quedaran marcas y muy pronto, en clara admisión de la confianza que despertaba en mí, me despojé de la trusa y ella me imitó con celeridad. Si por casualidad algún curioso se hubiese atrevido a espiarnos, estoy segura que se habría sorprendido por el espectáculo que representábamos. Las d
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  • Categoría: Juegos
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