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Franki en el cibercafe

~~No sé cuántas veces leí esta frase. La parpadeante pantalla del ordenador ya me molestaba en los ojois cuando aparté la vista de aquellas palabras y miré a mi alrededor. Había poca gente en el ciber café, gente que no había reparado en mí, pero a la que no pude evitar mirar con esa actitud arrogante de quien siente que ha sido pillado en falta.
 Volví a centrar mi atención en el mensaje que Frankie me había enviado a mi correo electrónico. Traté de ordenar mis ideas. De razonar. Cabían dos posibilidades: 1. Que algunos de mis conocidos me estuviera gastando una broma, haciéndose pasar por ese tal Frankie , personaje inventado, a fin de ver mi reacción, o simplemente para hacerse el gracioso, y por otro lado.
 2. Que realmente alguien viera mi dirección de e mail y me escribiera. Esto último podría pasar, desde luego. Si, porque si no sales completamente de las páginas de los e mails, luego, quien coge tu ordenador en los cibers y se mete en la página que tú acabas de dejar, puede ver quién fue el último que abrió su correo.
 Posiblemente aquel chico vió mi dirección y decidió escribirme. Claro, se dio cuenta de que era la dirección de una chica y decidió probar suerte. Por otro lado, la primera opción era muy poco probable. Mis amigos son muy serios para estas cosas.
 Me paré unos segundos y pensé en lo estúpido de la situación. Seguramente sería un desesperado de la vida, de esos que no se comen un colín y no tienen otra que andar mandando misteriosos mensajes por internet a chicas desconocidas. Así que opté por no responderle y seguí leyendo el resto de los mensajes. Sin embargo, ya pasado un rato, algún resorte se accionó dentro de mi, porque volví a abrir el mensaje y lo leí una y otra vez hasta que las palabras realmente comenzaron a tener cierto sentido.
 TE VÍ EL OTRO DÍA EN EL CIBER.
 ¿Y si fuera verdad? ¿Y si ese tal Frankie realmente me vió, le gusté y, tras irme, ocupó mi ordenador e indagó hasta descubrir mi dirección de correo?.
 . Y ME GUSTARÍA CONOCERTE .
 Huuummmmmm. ..
 Los mensajes databan del 18 y del 20 de noviembre. Día si, día no. Y estábamos a 22. Quizás.
 Volví a mirar a mi alrededor pero nadie parecía estar atento a mi. Había bastantes chicos y ninguno me miraba. Suspiré. Recogí mi bolso y, apagando el ordenador, me levanté lentamente de mi asiento, alerta por si alguien me miraba más de la cuesta, pero no noté ninguna reacción fuera de lo normal. Así que avancé por entre por entre las mesas hasta llegar a la puerta del local. Y salí, pero no me fui. Me quedé justo en un punto indeterminado, entre la puerta de salida y la puerta del pasillo que daba a la calle, desde donde tenía una perspectiva perfecta de la mesa del ordenador que acababa de abandonar.
 Y el pez no tardó en picar en el anzuelo.
 Casi inmediatamente, casi un hombre de unos 30 años se levantó de uno de los ordenadores del fondo de la sala y se instaló en el mio. Esperé unos segundos y entré de nuevo en la sala, dirigiéndme hacia mi antigua mesa, y mientras me acercaba, pude observarle a mi antojo. Era alto, quizás 1,85 m., muy delgado demasiado para mi gusto , aunque trataba de disimular su delgadez con ropas anchas. Moreno, bastante atractivo, con unas manos esquisitamente esbeltas que apenas parecían rozar el teclado del ordenador. mi supuesto Frankie estaba absorto en la tarea de escribir un correo electrónico, precisamente desde mi misma página de correo.
 No se dio cuenta de que me había acercado. Recuerdo que antes de ponerme a su lado me fijé en su cuello. Era una suave línea curva que invitaba a besar, me encantó.
 Hola, ¿Frankie? pregunté con una de mis mejores sonrisas .
 Eh. hola, no: me llamo Alberto .
 Sonreí. Sonrió. Menudo cobarde , pensé. Era obvio que Frankie, sorprendido, me había mentido para tratar de despistarme. Acepté el juego.
 Con que Alberto, ¿eh?. Muy bien, Alberto. Te invito a tomar algo, ¿qué te parece? .
 Frankie me observó con gesto divertido durante unos instantes que a mi me parecieron siglos, y aceptó mi invitación. No estaba mal el asunto: encima que había sido él quien me había buscado, quien me quería conocer y era yo la que daba el primer paso, y encima él se hacía de rogar.
 ¡¡¡Hombres en el mundo!!!.
 Cuando se levantó, pude verle de cuerpo entero, y lo cierto es que me sorprendió gratamente. He de reconocer que era un tipo muy atractivo. Un poco mayor para andar con las chiquillerías de estar enviando mensajes misteriosos (porque yo había calculado que tendría unos 30 años), y además tampoco hallaba una explicación al por qué actuó así, seguro que no tendría ningun problema en hallar a una mujer con quién salir, sin la necesidad de tener que andar buscando en internet. Pero obviamente no le comenté nada de esto. Simplemente se fijó en mi y se puso en contacto conmigo. Solo eso.
 Salimos del ciber. Yo iba como flotando, porque notaba que le gustaba mucho y encima, me había permitido el lujo de ser yo quién controlara la situación, a pesar de que había sido él quién había dado el primer paso enviandome el e mail.
 Me preguntó que adónde quería ir. Le miré y sentí que me apetecía tanto estar con él, a pesar de que acababa de conocerle, que no lo dudé: a mi casa. Yo vivía cerca. Podría invitarle a un café, charlar un rato para así conocernos y si luego surgía algo. pues dejarse llevar, y que luego me quitaran lo bailado. Al fin y al cabo soy una mujer hecha y derecha, ¿no?, ¿qué podía perder?. Y es que Frankie era realmente atractivo, tan. sensual en la forma de moverse. , no sé, me transmitía seguridad. Y no tengo prejuicios en cuanto a meter desconocidos en mi casa: practico taekwondo desde hace más de cinco años. Sé defenderme solita, aunque admito que se me ve muy poquita cosa, porque estoy muy delgada, pero tengo mucha maña.
 Frankie no puso ninguna objeción. Fuimos paseando hasta mi apartamento, hablando y sin dejar de reir. Habíamos conectado muy bien. Descubrí muchas cosas de él, su nombre, en qué trabajaba, dónde vivía, etc. Y desde luego, estaba soltero. Una de mis reglas de oro es no acostarme con hombres casados. La otra es la de conocerles minimamente antes de meterme en la cama con ellos. Con respecto a la protección, no tengo problema, ya me ocupo de tomar religiosamente la píldora, así que no lo considero una regla de oro. Se trata de mi salud o de un posible embarazo, y con esa clase de cosas no se juega.
 El caso es que subimos a mi apartamento. Serían las seis y media de la tarde, creo recordar, así que le ofrecí el café prometido y le hice acomodarse en el salón mientras yo preparaba el oscuro brebaje en la cocina. Al regresar le descubrí hojeando uno de los libros de arte que tengo sobre una mesa auxiliar del salón. Concretamente era un delgado volumen que contenía la obra de Pieter Brueghel el Viejo, uno de los artistas más fascinantes del siglo XV.
 Me detuve en la puerta, paralizada, sorprendida al ver que a Frankie le pudiera gustar aquel pintor. No es por nada, pero es dificil encontrar a alguien que le apasione este tipo de pintura. Concretamente ese autor. Al menos en mi entorno.
 Total, que tuvimos tema de conversación para rato. Fuimos tomando confianza poco a poco. Acabamos sentados en el sofá, cada uno en un extremo del mismo, yo con las piernas dobladas a un lado y con un brazo sobre el respaldo, y él con las piernas cruzadas, con el torso dirigido hacia mí y con uno de sus brazos extendido por encima del respaldo del sofá, de tal suerte que su mano estaba a menos 20 cms de mi cara.
 Todo iba bien hasta que se hizo un silencio entre nosotros. Uno de esos inexplicables silencios que en ocasiones se producen aunque una conversación vaya bien. Duró lo que dura un suspiro, pero lo suficiente como para que mi frágil atención se fijara en otra cosa: sus rodillas. Tenía unas rodillas muy marcadas, supuse que bajo la tela del pantalón serían hasta huesudas. Así que dejé volar mi imaginación, mientras mi invitado continuaba hablando, tratando de imaginar la reacción de Alberto, mi ya no tan misterioso Frankie, si me hubiera levantado en aquel preciso instante, me hubiera arrodillado ante él, entre el hueco que quedaba entre el sofá y la mesa del café, y arremangandole la pernera izquierda del pantalón, le hubiera dejado la rodilla al desnudo y . y se la hubiera lamido. Sí, me apetecía lamerle la rodilla, pasarle lentamente mi lengua por aquella articulación que solo se dejaba adivinar a través de la ropa, y así, poder descubrir su sabor. Aquella escena se me antojaba tan erótica, imaginar su cara de perplejidad o de deseo reprimido o de que se yo. la rodilla. huummmmmm.
 De repente el sonsonete de su voz dejó de resonar en mis oidos. Con su mano derecha me sujetó del mentón y me obligó a mirarle. Tenía los ojo verdes más hermosos que he visto en mi vida, y no dudé en hacerselo saber. Me observó en silencio, con un gesto demasiado severo para mi gusto, un gesto que me desconcertó.
 Creo que tengo que marcharme, Sara, es tarde .
 Está bien, como quieras. tú mismo le repliqué incorporandome, mientras un fugaz sentimiento de incomodidad me recorrió como un escalofrio.
 ¿Dónde estaba el problema? ¿Acaso no le gustaban las mujeres que tomaban la iniciativa? ¿Acaso debí quedarme allí quieta y en silencio, escuchando sus disertaciones sobre arte, mientras el deseo y las ansias me quemaban por dentro?.
 Sin embargo Alberto no me permitió levantarme del todo, pues a medio camino me agarró inquisitivamente del codo y me obligó a sentarme de nuevo. Yo puse cara de fastidio y, al parecer, eso fue el detonante.
 Echó su cuerpo sobre el mio, obligandome a retroceder, por lo que quedé tumbada de espaldas en el sofá con aquel hombre sobre mí. Con su rostro a escasos centímetros del mio me miró a los ojos mientras que con ambas manos me sujetaba las mias.
 Respiré profundamente para que notara la presión de mi pecho sobre el suyo, y por un momento, nuestros ojos, nuestras manos, los torsos, todo estaba en un contacto absoluto. Sin embargo traté de sobreponerme y le miré desafiante, en castigo por haberme cortado hacía solo un rato. ¿Quién demonio se creía que era? E iba a pedirle que se me quitara de encima literalmente , pero no me dió tiempo. Había entrecerrado los ojos, negandose a ver mi gesto, susurrandome con sus labios justo sobre los mios, sin apenas rozarme, que ahora ya no podía echarme atrás.
 Hacía tanto tiempo que alguien no me hacía sentir un deseo tan profundo, que tuve la impresión de que me iba a echar a llorar allí mismo. Cuando Alberto aplastó su duro torso contra mis pechos, mis pezones se endurecieron y sentí un agudo pero excitante dolor en ellos. Fue entonces cuando supe que no quería esperar más. Estaba húmeda y preparada.
 Me zafé de su abrazo y, esta vez sí, me levanté del sofá. Me planté delante de él y me comencé a desnudar lentamente sin pronunciar ni una sola palabra, envalentonada por su deseo y mirandole con una media sonrisa a los ojos. Cuando al fin conseguí librarme del jersey, la camiseta y los vaqueros tarea no poco simple dadas las circunstancias , me quedé solamente en braguitas (aquel dia no me puse sujetador), y con todo tirado por el suelo a mi alrededor, me dirigí al dormitorio.
 ¡¡¡Ni que decir tiene que Alberto no tardó en seguirme!!!.
 Por el pasillo me quité las braguitas blancas, al llegar me tumbé en la cama sin deshacerla y esperé a que se acercara a mí para, sin más preambulos, anunciarle que quería ser follada como una perra .
 Apenas me reconozco a mí misma cuando pienso que fui yo, Sara Fernández, quién pronunció aquellas palabras, y no otra, no otra Sara, sino YO. Pero lo hice. Y es que a veces el deseo nos puede conducir a situaciones que .
 En fin. Yo quería ser follada como solo un animal lo haría, por alguien que se había atrevido a enviarme un ridículo e mail, alguien que aún con esas, se había atrevido a hacerlo. Como una perra .
 Lo serás, Sarita, lo serás. dijo mientras se desnudaba.
 Aquellas palabras las escuché como si hubieran venido del mismísimo infierno. Se colocó encima de mí y, de una sola embestida, Alberto me llenó con su rígida masculinidad, haciéndome sentir en el culo sus cargados testículos rebosantes de cálido semen. El semen de alguien que también amaba a Brueghel.
 Se echó hacia atrás y, cogiéndome de las pantorrillas, me colocó las rodillas sobre sus hombros y, excitado, comenzó a embestirme de nuevo, enterrándose cada vez con más fuerza en el húmedo terciopelo de mi sexo. Cada vez se movía más rápido y yo no podía dejar de gemir, porque cada vez que sentía cómo su polla me llenaba hasta el final, hasta el fondo, hasta donde ni yo misma jamás había llegado, de mi garganta salían unos gritos milenarios, roncos, ahogados. Al retirarse, solo brevemente, para poder coger más impulso, yo sentía momentáneamente una especie de vacío, de abandono. Necesitaba su sexo contínuamente, dentro de mí, empujando, empujando, para llegar cada vez más adentro.
 Cuando Alberto se vació dentro de mi, tras haberme hecho vivir uno de los orgasmos más intensos que he tenido nunca, después de los besos, las caricias y el Ahora ya sí que me tengo que ir, Sara , le dije que no me arrepentí de haberle esperado en el ciber. Le agradecí su mensaje. Y sonrió, pero se marchó. Y no he vuelto a verle desde entonces, auqnue continúa enviándome e mails bastante subidos de tono, y es precisamente por eso por lo que Alberto ha dejado de interesarme.
 Sin embargo, puedo decir que aquella noche ardí, que me incendié de placer.
 Y al fin y al cabo, eso es lo que cuenta.

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