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Categoría: Incestos

En una salida nocturna terminó encontrando a una vieja conocida.

A medida que pasan los años, supongo que le ocurre a todo el mundo, prefiero la calidad a la cantidad. Con cantidad me refiero tanto al número de mujeres como al número de polvos. Como dijo alguien, para follar por follar, prefiero hacerme una paja. Será la edad…

A lo que iba.

Después de una serie de encuentros sexuales que no me satisficieron tanto como esperaba, anduve unas semanas tratando de controlarme; es decir, de elegir y elegir bien. No pretendo dármelas de exquisito, en absoluto. Mi intención era dar con una mujer que pretendiera lo mismo que yo: buen sexo, sin prisas, buscando situaciones morbosas y, por supuesto, entregándonos por completo. El sexo me parece una de los momentos en que más libre puedes sentirte, más desinhibido, más guarro… Quitémosle a la palabra “guarro” cualquier connotación peyorativa y dejémosla con el significado de “sin tabúes”.

Los sitios de ligue para “maduritas” me habían dejado un sabor agridulce. De todos modos, esa noche decidí salir y visitar uno de ellos. Ya sabéis, ese sitio donde, a medida que vas entrando, te sientes escaneado; una sensación que puede resultar incluso molesta.

Iba solo. Me había arreglado como suelo hacer siempre que salgo de noche. Americana y pantalones negros y camisa negra. Siempre zapatos con cordones. Y el perfume. Bien rasurado. No me desagradó mi aspecto cuando me vi en el espejo del ascensor. No soy ningún supermacho alfa, ni tampoco un tipo que provoque giros de cabeza a su paso. Alrededor del metro ochenta, unos setenta y cinco kilos de peso y una mirada agradable.

Cada cual conoce mejor que nadie sus atractivos, la forma en que puede seducir o dejarse seducir por una mujer. Y los míos, además de un físico que no es desagradable, es la conversación. Sí, eso que solemos hacer cuando hablamos y que cada vez se hace menos.

Me disperso. Estaba en la barra del local viendo el ambiente y tomando un gin-tonic. Nunca me ha resultado molesto salir solo. En algunas ocasiones, incluso es mejor. Miraba hacia la pista de baile. Sonaba música lenta, y muchas parejas se acaramelaban bailando. Alrededor de la pista, había un sinfín de sillones y butacas con mesas bajas donde grupos de hombres y de mujeres y mixtos reían y bebían. Alguna pareja se besaba.

Mi mirada discurría entre los grupos de mujeres, claro. Las había, como en todas partes, elegantes y menos elegantes, guapas y menos guapas, escandalosas y menos escandalosas.

Soy miope, no mucho. Aunque solo uso las gafas para conducir, ir al cine, ver la tele… Esa noche no llevaba las gafas, pero en una de las mesas ocupada solo por mujeres me pareció reconocer a una de ellas. Una antigua compañera de facultad con quien nunca había pasado de compartir algunos apuntes y saludarnos. Tomé mi copa y anduve por la parte trasera de las mesas, alejado de la pista. Quería cerciorarme de que era ella, pero, maldita sea, no recordaba su nombre. A una distancia prudencial, me detuve. Era ella. La veía de perfil, pero era ella, sin duda. Con veinte años más, pero ella.

Se la veía muy animada con sus amigas, así que decidí no interrumpir y esperar a que nuestras miradas se cruzaran. Seguía morena, y lo poco que veía de ella eran unas piernas envueltas en unas medias negras. La recordaba guapa, con buen tipo, más alta que baja.

Una de las veces que echó la cabeza atrás riendo, nuestras miradas se cruzaron al fin. Ambos las sostuvimos, como si nuestras caras nos sonaran de algo. Levanté mi copa y le sonreí, dando muestras de que sabía quién era. Ella también debió de reconocerme, porque me sonrió, dijo algo a sus amigas y se puso de pie. Ambos anduvimos al encuentro. Estaba espléndida a pesar del paso de los años. Vestía un conjunto de blazer y falda verde oscuro y una blusa blanca.

Nos dimos dos besos. Nos alegramos sinceramente de vernos. Le pregunté si le apetecía que fuéramos a la barra a tomar algo, lejos del ruido de la música. Fue a decirles a sus amigas que me acompañaba a la barra y regresó conmigo. Pude advertir que le hacían comentarios, entre risas.

Pedí dos gin-tonics y nos pusimos al día. Con los tacones casi llegaba a mi altura. Ambos nos habíamos casado y divorciado, ambos teníamos hijos mayores, ambos trabajábamos en algo que no tenía nada que ver con la carrera que habíamos estudiado.

– Se te ve estupenda – le dije. – Mucho más de como te recordaba.

– Gracias. Tú también te conservas…

Recordamos algunas anécdotas con profesores, reímos, de vez en cuando mi mano se apoyaba en su brazo o la suya en el mío.

– ¿Y vienes mucho por aquí? – me preguntó con un doble sentido muy femenino.

– En realidad he venido cinco o seis veces…

– ¿Y vienes solo?

– Sí. Ya veo que tú estás con amigas.

– Bueno, a veces salimos juntas…

Los puntos suspensivos atravesaron su mirada y la dotaron de un brillo que me pareció encantador.

– Un sitio como este, para gente de nuestra edad… – añadió – A veces te encuentras con alguna sorpresa.

– Yo ya me la he encontrado – dije.

– Y yo…

Pedí dos copas más. No hizo el menor comentario de protesta, tan habitual en muchas mujeres, del tipo “¿no querrás emborracharme?” Otro detalle que me gustó.

– Entonces – dije – ¿tú frecuentas este sitio?

– Ya ves. Me dejo arrastrar por mis amigas. A nuestra edad, algunas tienen las hormonas alteradas…

– ¿Tienen?

– Bueno, tenemos… ¿No te pasa a ti?

– Claro. A veces pienso que más que a los veinte años… Aunque con la edad uno se vuelve más “rarito”…

– Me pasa lo mismo. No así a dos o tres de mis amigas. Vienen aquí con el único objetivo de la caza – rio.

– Creo que todos venimos a lo mismo. La diferencia es si te conformas con lo primero que ves o prefieres irte de vacío antes que salir de aquí con cualquiera…

Nos sentíamos a gusto. Era evidente. El alcohol y la confianza que nos habíamos transmitido desde el primer momento ayudaba a la conversación.

– Mira – y me señaló a una de sus amigas, una rubia bastante atractiva a la que solo le faltaban el arco y las flechas… – Maripaz es una auténtica depredadora… Y suele escoger a jovencitos.

La verdad es que había algunos chavales de veintipocos años, bastante chulos, seguros de sí mismos y de su atractivo físico. Conscientes de que en ese local un par de docenas de mujeres estarían encantadas de recibir sus pollazos hasta hacerlas gritar.

– Y a ti , ¿te gustan también jovencitos?

-No voy a mentirte, un par de veces he salido de aquí acompañada por un pipiolo. Pero, ¿qué quieres que te diga…?

Pareció dudar.

– Dímelo, estamos en confianza, nadie nos oye – y apoyé la mano en su brazo.

– Pues que sí y no… -me miraba mientras escogía sus palabras – Por una parte toda la fuerza y la energía de su edad; pero por otra, es como si solo pensaran en la cantidad de veces que se corrían o me corría yo… No paraban de preguntar “¿cuántas veces te has corrido?”, como si fueran a hacer muescas en su polla – y rio, muy divertida.

– ¿Y te corrías muchas veces? – me atreví a preguntar. Total, ya estábamos en materia.

– No tantas. No creas que porque te empotren fuerte y se recuperen enseguida y sigan con ello te provoca más orgasmos. En cambio, a Maripaz eso le encanta. Sentirse irritada al día siguiente. Y contarlo…

– Para gustos, los colores – dije.

– ¿Y a ti las jovencitas? – preguntó.

Se me abrieron las puertas del cielo.

– Una decepción. Tampoco he estado con tantas… Dos en total… Pero no es lo mismo.

Me miraba. Estaba tan receptiva que noté cómo me excitaba.

– ¿No es lo mismo que…? – su mirada echaba chispas. Supongo que como la mía.

– No es lo mismo que con una mujer hecha y derecha…

– Sigue… – y ahora fue ella la que se acercó a mí. Nos rozábamos.

– Aparte de que una chica de veinte años tiene el cuerpo y la belleza que se le suponen, te diría que me gusta más verlas pasear por la calle que tenerlas en la cama. No sé… Es como si les faltara iniciativa y tuvieras que ir diciéndoles lo que hay que hacer o cómo deben hacerlo…

– Igual que con los pipiolos, solo que éstos lo resuelven todo con sus pollas…

Los dos reímos, pero a los pocos segundos, la risa se transformó en una mirada directa. A los ojos y a las bocas. Le puse una mano en la cintura y la estreché contra mi cuerpo. Había separado los labios y recibió mi lengua en ellos. Fue un beso de acercamiento, de tanteo. Me gusta tanto besar que considero una de las mayores virtudes de una buena amante que bese bien. Y ella besaba muy bien. Nos recorrimos los labios con las lenguas, nos las chupamos, las metimos dentro de nuestras bocas… En ese instante, mi polla estaba en todo su esplendor, y ella se frotó. Con disimulo pero decidida. Notaba sus tetas en mi pecho, pero lo mejor de todo eran sus labios y su lengua, cómo nos demorábamos, sin prisas, sin urgencias, sintiendo por el mero placer de sentir.

Cuando nos separamos, nos miramos.

– Llevas todo los labios rojos – me dijo.

– Y tú carmín por media cara.

Sacó un paquete de kleenex del bolso y me limpió la boca y las comisuras de los labios con la lujuria metida en los ojos. Cuando terminó, dijo, “voy al baño a retocarme; no te me vayas”.

La vi alejarse. Estoy seguro de que movía el culo porque se sabía observada por mí. Era un movimiento sensual, nada aparatoso ni obsceno. Un movimiento dedicado a quien sabía apreciarlo. Mientras regresaba, apuré la copa y miré hacia la mesa donde estaban sus amigas. Me miraban y cuchicheaban, seguro que sobre la escena que acababan de presenciar. Me pregunté si se habrían puesto cachondas. Se acercó mi futura amante (de quien, maldita sea, seguía sin recordar el nombre aunque supuse que ella tampoco recordaba el mío) a su mesa y repartió besos de despedida entre todas. Me hubiese gustado escuchar lo que le decían; en esos momentos, las mujeres suelen decir procacidades muy divertidas.

Llegó a la barra, me abrazó por la cintura, se terminó el combinado y me dijo: “¿Nos vamos?”

– Vivo solo. ¿Te parece bien en mi casa?

– Claro.

Salimos cogidos de la mano hasta que paramos un taxi. Le di la dirección y me dijo: “A mí no vas a tener que decirme lo que tengo que hacer ni cómo hacerlo”, y me apretó la polla con toda su mano. Me dejé hacer durante todo el trayecto.

En el ascensor me abracé a ella por detrás y le magreé las tetas por encima de la ropa, con mi rabo apoyado en su culo, que movía despacio. Había echado el cuello hacia atrás y se lo lamía con la punta de la lengua.

– ¿Ves? – susurró – esto nunca lo haría un jovencito de esos…

Entramos en mi casa. Cerré la puerta. Me apetecía guarrear antes de ir a la cama. Mis últimas experiencias habían sido ir directos al grano. Le dije, abrazado a ella:

– ¿Te apetece guarrear?

– Lo estoy deseando.

– Vamos a jugar…

Me separé de ella y, en el amplio recibidor, le indiqué que fuera al otro extremo y se apoyara en la pared, cara a mí. Era obediente, y noté que le excitaba cualquier cosa que le fuera a proponer.

– Súbete la falda hasta la cintura.

Lo hizo. Llevaba unos pantys negros, nada tupidos, y no llevaba nada debajo. Un triángulo bien recortado de vello negro se perfilaba bajo los pantys. Era como si hubiera adivinado mis gustos.

– Abre bien las piernas.

Lo hizo. No dejaba de mirarme. Por fin había dado, después de meses, con una mujer para la que el sexo fuera más que follar y correrse.

– Quítate el blazer y desabotona la blusa.

Mientras lo hacía, sus ojos, su boca, su forma de respirar transmitían una excitación en aumento.

Llevaba un sujetador blanco, que oprimía sus tetas. “Flexiona las rodillas hasta que casi toques el suelo con el culo”, seguí.

Era una imagen poderosa. Así, en cuclillas, se podía apreciar cómo se le abrían los labios del coño.

– Quítate la blusa.

La dejó caer a su lado. Solo le quedaba la falda, enrollada a la cintura. Como si no la llevara, pero la llevaba. Yo me entiendo.

– ¿Te pone que te vea así?

– Mucho.

– Pásate la palma de la mano por el coño y dime si mojas.

– No hace falta que me la pase.

Lo hizo. “Sí, estoy mojada”.

– Ahora quiero ver cómo estás tú – añadió. Me gustó que tomara esa iniciativa. – Quítate la americana y la camisa. Ahora los zapatos y los calcetines.

Yo obedecía sin dejar de mirar su coño, que de vez en cuando frotaba con la palma de la mano.

– Ahora los pantalones. Déjalos que caigan al suelo. Así. Ahora saca los pies de ellos.

Ya solo me quedaban los slips. Negros, con la polla muy dura hacia el lado izquierdo. Me miraba con intensidad. Me ponía muy cachondo que no tuviera la menor prisa.

– Magréate la polla por encima del slip. Mira cómo me toco el coño mientras te veo.

La tenía como una piedra. Me gustaba apretármela por encima, sin tocarla directamente.

– Ahora – dijo – vas a ver cómo me corro.

La palma de su mano frotaba cada vez más fuerte. Se sacó las tetas por encima del sujetador. Con una mano se pajeaba y con la otra se pellizcaba los pezones.

– Dime guarradas – dijo.

La polla estaba a punto de asomarme por encima del slip. Estaba alucinando con la escena. Ni en mis mejores sueños.

– Desde el momento en que te vi en la discoteca supe que te habías convertido en una perra viciosa. Y cuando me dijiste lo de los jovencitos, tuve la certeza de que te gustaba guarrear de verdad. Golfa.

Mis palabras provocaban el efecto buscado, porque ahora se metía dos dedos en el coño a través de los pantys. No dejaba de mirarme el bulto de mi polla.

– Mira cómo me palpita la verga mientras te miro pajearte. Tienes un coño perfecto, guarra. Cómo te brillan los pantys, golfa. Así, tócate así, ahora el clítoris. Quiero que manches el suelo con tu corrida, como una perra salida.

Se agitaba de tal forma que le fallaron las piernas y se quedó sentada en el suelo, con la espalda en la pared y las piernas abiertas. Empezó a balbucear entre gemidos:

– ¡Qué cerda me has puesto, pedazo de guarro! Voy a correrme para ti… Mírame…

Toda ella era un espasmo. Un gemido. Un grito.

– ¡Me corro! ¡Me estoy corriendo!

– Así, guarra, disfruta.

– ¡No paro de correrme mirando ese bulto de tu slip! ¡No puedo parar…!

Tuvo un orgasmo salvaje. Me costó horrores no sacarme la polla, pero me contuve. Solo unas gotitas manchaban mi slip.

Se quedó desvencijada. Exhausta. Aun así, no cerró lo ojos en ningún momento. No dejó de mirarme el cuerpo, el bulto, la boca, los ojos…

– Ven – dijo sin moverse.

Me acerqué y me quedé de pie entre sus piernas. Las acaricié con mis pies desnudos. Mirándola desde arriba. Se pasó una mano por el coño y dijo, “mira”. La tenía como si acabara de ponerla debajo de un grifo.

– Levanta el culo – le dije.

Había un pequeño charco en el suelo.

– ¡Qué cerdo me tienes!

– Aún no nos hemos tocado…

– ¿No te parece mejor?

– Bájate los slips. Quiero ver esa polla y esos huevos.

Los bajé. Mi polla surgió violenta, muy dura, descapullada. Me la miraba casi con arrobo. “Pajéate un poco para mí”, dijo.

Me cogí la polla con fuerza y subí y bajé la mano despacio. Estaba a un palmo de su cara. Con la otra mano me apretaba y estiraba los huevos. La miraba a los ojos. “Tienes ojos de golfa”, le dije.

– Y tú una polla que quiero saborear y sentir dentro de mí – sacó la lengua y se relamió.

– Me tienes muy perro. ¿Te das cuenta?

Estiró una mano y la puso entre mis muslos. Abarcando los huevos y el culo. “No dejes de pajearte o te mato”, dijo. Su mano sabía moverse.

– ¿Con todos eres tan guarra?- le dije.

– Ojalá.

– Lo mismo te digo. Ojalá todas fueran como tú.

– Estás sacando lo mejor de mí.

– Y tú de mí.

Se puso de pie. Se dio la vuelta y apoyó las manos en la pared. Me cogió la verga y la puso entre sus muslos rozando su coño. Los apretó y empezó a pajearme así. Le manoseé las tetas, le comí el cuello. Con una mano me rozaba el capullo. Me encontraba en la gloria. El tacto de sus pantys empapados de hembra con mi verga, los movimientos de sus muslos bien apretados sobre mi nabo…

– ¿Sabes que tengo la sensación de no haber disfrutado tanto del sexo en toda mi vida? Sin mamadas ni penetraciones…

Gimió. Y dijo: “Pues no creas que vas a quedarte sin mamadas ni metérmela, querido…” Y siguió así unos instantes.

Me agaché, le separé bien las piernas y empecé a comerle el culo y el coño. ¡Qué sabor tan delicioso! ¡Qué olor tan maravilloso el del coño de una mujer recién corrida y a punto de otro…! Movía en círculos el culo, mis manos aferradas a sus muslos.

-Quieres que me corra otra vez, ¿eh, cerdo?

Mi respuesta fue acelerar los movimientos de mi lengua, mi dura, sobre su ano, su coño abierto y su clítoris. Gemía…

-Dame tu corrida, vamos. Córrete en mi boca, en mi cara. Lléname con todo lo que escondes en tus entrañas…

Gritaba, se movía, le temblaban las piernas. “Te lo voy a soltar, no pares…” No paraba, todo lo contrario. Sentía cómo palpitaba mi polla, apuntando hacia arriba. “¿Puedes verme el rabo como estás?”, le pregunté.

Su respuesta fue un grito ahogado y un derrame de flujo en mi cara. Me sentía el hombre más dichoso del mundo; después de tantos meses, por fin tenía una buena sesión de sexo. Cuando terminó, se dio la vuelta y me ayudó a levantarme. Me morreó a conciencia, y me lamió toda la cara.

-Te gusta el sabor de tu corrida, ¿eh?

-Me gusta todo esta noche, cerdo.

Le desabroché el sujetador y sus tetas saltaron. Metí la cabeza entre ellas, le lamí los pezones, me froté la polla en su cuerpo como un poseso… Ella no paraba de gemir…

-¿Vamos al sofá? ¿A la cama? ¿A una silla? – le pregunté.

Se detuvo a pensar mientras me acariciaba el rabo. En su rostro se había instalado la expresión permanente de hembra sedienta de sexo. Se separó un poco de mí, cogió los pantys a la altura del coño con las dos manos y los rasgó. “¿Te gusta así?” Por toda respuesta le metí dos dedos en lo coño, bien profundos. Los abría y los cerraba dentro de ella, que me abrazaba como si temiera que fuera a desaparecer.

-Me gustas así de mujer.

Me tomó de la mano y me sentó en una silla. “Abre las piernas todo lo que puedas”, dijo. Lo hice, y me acomodé en el borde del asiento. Se arrodilló entre mis piernas. Me lamió los muslos, las ingles, pasó por alto la polla y me lamió el vientre, los pezones. Sus tetas me golpeaban la verga. No podía dejar de mirarla. Por fin puso la cara delante de mi polla. Bajó la boca hasta el agujero del culo y me lo lamió. ¿Cómo era posible que supiera mis gustos y que los ejecutara con tanta perfección? Luego se metió un huevo en la boca y succionó; luego el otro. Subió la lengua por el tronco del rabo hasta meterse el capullo en la boca. Lo succionaba. Parecía imposible pero aún estaba más duro que antes. Me miró: “¿El nene quiere correrse en mi boca?” La miré: “El nene quiere correrse donde quieras, pero antes quiero ensartarte hasta que la notes en la boca del estómago.”

Se puso de pie, puso una pierna a cada lado de mi cuerpo y se colocó la polla a la entrada de su coño. “El nene está caliente como un salvaje”, dije. Apoyé mis dos manos en sus hombros y empujé con todas mis fuerzas. Entró de golpe, hasta los cojones. Gritó. Volvió a gritar. “Joder, tío, vaya pollazo.”

-Quédate quieta y siéntela dentro. Me gusta estar en tu coño. Dentro de ti.

Estuvimos así un momento. Le di palmadas en el culo, le separé y apreté las nalgas, le metí un dedo en el agujero del culo.

-¡Cómo me gusta notarla tan gorda y tan dura! ¡Y tan dentro de mí!

-Tienes un coño tan acogedor que me quedaría así durante horas…

Su único movimiento era frotarse el clítoris en mi pelvis. Notaba como volvía a chorrearle. “¡Córrete así, golfa, con mi polla dentro de ti! Quiero notar en mi verga como te vienes…” Y le di palmadas en el culo, cada vez más frecuentes y más fuertes. Se hundió más si es que era posible y sentí su corrida cómo descendía por mi rabo hasta mojarme los huevos.

Me dio un morreo que me cortó la respiración.

-Eres el tío más guarro con el que he estado, y que más cerda me ha puesto.

-Te digo lo mismo. Nunca me había sentido así. Con una hembra que tomara iniciativas a la vez obedeciera. Puerca. Eres una puerca que va a recibir mi leche.

Eché cuentas. Hacía tres días me había hecho una paja, y todo el rato de calentón que llevábamos… Pensé en todo lo que iba a soltar. “¿Estás segura de querer que el nene te dé su leche en la boca? Voy a soltar mucha…”

Se salió de mí; en sus muslos y los míos brillaban los restos de su corrida… Se arrodilló y se la metió en la boca. Me la comía a conciencia, con ganas de hacerme disfrutar de verdad. Fue cuando me metió el dedo en el culo cuando me moví hacia adelante, las caderas y el culo… Solté el primer chorro, y enseguida el segundo, los dos salvajes. Se atragantaba. Al poco solté otro, y luego gotas espesas y calientes… La notaba esforzarse por no sacársela. “Sácatela”, le dije. Empezó a engullir, aunque algunas gotas salían de las comisuras de sus labios. Cuando dio el último trago, me miró, abrió la boca y dijo: “La nena se ha bebido toda la leche del nene. La nena está muy contenta.”

Nos besamos y nos fuimos a la cama a descansar. Con los pantys rotos, echada bocarriba, era la pura imagen de la lujuria. Nos quedamos dormidos. Poco antes, caí en la cuenta de que ninguno de los dos había llamado al otro por su nombre.

Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
  • Media: 8
  • Votos: 1
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