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El síndrome del oso panda (1)

Nota de los autores



Más que un relato, es todo un libro que trata sobre el intercambio de parejas, que iremos publicando poco a poco.

Por ello, hay en su interior una numeración de capítulos que no tiene que ver con la otra numeración que, por razones de orden, tendrán las partes publicadas.

Esperamos que lo disfrutéis.

Vero y Dany - primavera/verano de 2015.



 



El oso panda, como todo el mundo sabe, es un animal en peligro de extinción. Se ha observado que en cautividad, machos y hembras parecen perder todo interés por aparearse. Pero, ¿es por el hecho de estar encerrados, o porque únicamente existe una pareja con la que copular? ¿Nos sucede igual a los humanos, obligados socialmente a practicar el sexo exclusivamente con una persona, siempre la misma?



 



Libro I - La iniciación

 



1

Conversaciones de alcoba (Dany)


 



—¿Qué harías si yo te fuera infiel alguna vez? —preguntó Vero con voz velada, apretándose aún más contra mi cuerpo.

—A él le cortaría el pito, y a ti…

Vero cerró mis labios con su dedo índice.

—Te lo estoy preguntando en serio.

Me incorporé ligeramente, y la miré directamente a los ojos. Por un instante había sospechado… Pero no, nada en su actitud denotaba más que uno de esos caprichos verbales a los que ya estaba acostumbrado, después de cinco años de convivencia. Se tumbó de nuevo boca arriba.

—Me sentiría muy mal. —Me detuve unos segundos, meditando mis siguientes palabras—. Pero te amo demasiado, y salvo que me dijeras que habías dejado de quererme, creo que pesaría más en mí el amor que siento, que el conocimiento de tu aventura.

—¿Estás seguro de eso? —me preguntó con los ojos empañados.

—Bastante seguro, —afirmé, aunque interiormente no lo estaba.

«¿A cuento de qué venía aquello?» —pensé con extrañeza.

Las lágrimas se deslizaron incontenibles por el rostro de Vero. Con voz temblorosa, comenzó a hablar.



2

Carnaval en Venecia (Vero)



Tenía los muslos separados en un ángulo que creía imposible, con las rodillas flexionadas, y manteniendo pantorrillas y pies en el aire sin apoyo alguno. La postura me estaba produciendo calambres en las ingles, pero eso no me importaba; en realidad, casi ni lo sentía.

Porque en primer plano, y difuminando todas las demás, había otras sensaciones: la del pene largo y grueso que entraba y salía de mi lubricada vagina, y la de mi clítoris acariciado por un dedo experto.

Habitualmente, mis orgasmos me impelen a gemir, e incluso en alguna ocasión a exhalar pequeños grititos cuando mi placer llega a la meseta; esta vez eso no me bastaba, y me sorprendí a mí misma gritando frases como “¡cabrón, más fuerte, más rápido!”, algo totalmente desacostumbrado como decía, pero que extrañamente, y aunque era consciente de lo inadecuado de mi comportamiento, no me producía vergüenza alguna; antes al contrario, expresarme así en voz alta incrementaba aún más mi placer.

Los orgasmos se sucedían con únicamente unos segundos de intervalo entre uno y otro, cada vez más intensos; o puede que se tratara de uno único, no sabría decirlo. Me aferré a las prietas nalgas del hombre y tiré de él en mi dirección, en un imposible intento de que me penetrara aún más profundamente.

Dos manos oscuras me aferraron por las mejillas, obligándome a volver la cabeza. A unos centímetros de mi rostro, pude ver otro pene, este de color intensamente negro, de unas dimensiones como nunca había visto otro. Las manos hicieron que mi cabeza se elevara de la cama, y me acercaron lenta pero inexorablemente a aquel inmenso falo que nacía de la parte superior de unos abultados testículos sin sombra de vello. Entreabrí los labios, y el glande se introdujo en mi boca, manteniéndose unos pocos instantes inmóvil, para después avanzar hasta la entrada de la garganta. Reprimí las náuseas, y mi lengua comenzó a acariciarle.

Me sentía como dividida en dos personas, una de las cuales seguía encadenando orgasmos, mientras que la segunda intentaba dar el máximo placer al hombre de piel oscura que había invadido mi cavidad bucal.

Entreabrí los ojos. Más allá de la cama, otros dos hombres completamente desnudos se masturbaban; de alguna forma sabía que estaban aguardando su turno para utilizar mi cuerpo para su placer.

Las contracciones llegaron al máximo. Envaré el cuerpo, y el chillido intenso que quise proferir se convirtió en un gorgoteo ahogado por la mole de carne oscura que ocupaba mi boca…





Me desperté, incorporándome con el corazón golpeando en el interior de mi pecho, y la sangre latiendo en mis sienes de forma casi dolorosa. Mi camisón corto estaba recogido en la cintura, y se pegaba a mi piel sudorosa. Sentía los pezones envarados, enhiestos al máximo de su tamaño, y mi mano derecha empapada en mi flujo aún se movía arriba y abajo sobre mi sexo sensibilizado por mi inconsciente masturbación. Me quité el camisón, y le arrojé al suelo.

El orgasmo, como todo lo demás, había sido producto de mis ensoñaciones, aunque sentía la imperiosa necesidad de dar salida a mi excitación con otro, este absolutamente real.

Giré ligeramente la cabeza. A mi lado Dany, mi marido, dormía profundamente, dándome la espalda. Me dirigí al cuarto de baño, y dando cara al espejo que había sobre el lavabo, llevé de nuevo la mano a mi vulva empapada, y la deslicé arriba y abajo por ella. Casi sin proponérmelo, mi dedo índice se introdujo en mi vagina, y comenzó a moverse dentro y fuera de ella.

Y, ahora sí, hube de apretar los labios para evitar exhalar los gritos que pugnaban por salir de mi boca, provocados por un orgasmo arrollador, este absolutamente real.





Al día siguiente, domingo, acompañé a Dany al aeropuerto. La multinacional para la que trabajaba le había inscrito a un curso que se impartía en la sede central de Nueva York. Nos despedimos con un beso ante el arco detector de metales.

—¡Pórtate bien! —le dije con una sonrisa pretendidamente maliciosa.

—No te preocupes, que dejaré el pabellón español muy alto —respondió—. Aún me lanzó un beso con la mano antes de desaparecer camino del control de pasaportes.

Se trataba de una broma ya antigua entre los dos, que venía a significar que yo le decía que no me fuera infiel, mientras que con su respuesta él me hacía ver que dejaría sexualmente satisfechas a todas las mujeres con las que tuviera relaciones, que serían muchas.

Pero se trataba de una broma.

«¿O no?» —pensé.

Sacudí la cabeza. En el estado en que me encontraba aquellos días, mis pensamientos derivaban siempre hacia lo mismo…





El martes por la tarde había quedado con Paula en una cafetería. Se trataba de lo que ella llamaba irónicamente “aquelarre”, una conversación entre amigas, a la que seguiría probablemente un recorrido por un par de boutiques.

Llevábamos charlando como una hora, cuando la plática derivó hacia el sexo. Normalmente suelo ser bastante discreta en todo lo relativo a mi intimidad, pero esa tarde… De nuevo lo atribuí después a mi especial sensibilidad, pero el caso es que le conté de pe a pa mis fantasías, sin omitir el estado de excitación en que me encontraba desde hacía días. Paula me miró socarronamente sobre el borde de su taza de café, que dejó sobre la mesita antes de hablar.

—Ailuropoda melanoleuca, —dijo, y se echó a reír.

—¿Cómo? —pregunté extrañada, pensando que hablaba de algún tipo de enfermedad.

—Es el nombre científico del oso panda gigante —explicó—. Porque para mí está muy claro que padeces el síndrome del oso panda. Verás —continuó inclinándose hacia mí en actitud de confidencia— una de las razones por las que el oso panda está en peligro de extinción, reside en que en cautividad parecen perder todo interés por el sexo.

—Pero a mí me sucede lo contrario —protesté.

—Lo he explicado mal, quizá —replicó—. No se trata tanto de inapetencia en general, sino de falta de deseo en concreto hacia el oso con el que convives. Lo que no quita que te apetecería quizá aparearte con otro macho distinto.

Me quedé con la boca abierta, sin saber qué responder.

—Imagino que nunca le has sido infiel a Dany —afirmó más que preguntar.

—De ninguna manera, —respondí muy digna.

—No me mires así —reprochó sonriente—. Al fin y al cabo, casi todas le hemos sido infieles a nuestra pareja en alguna ocasión… o en varias, ¡jajaja!

—¿Tú… también? —pregunté estupefacta.

—Pues sí, cariño. Y sé que mi marido me ha correspondido alguna que otra vez. Y (no te enfades) ¿tú crees de veras que Dany observará la más absoluta castidad esta semana en Nueva York?

—Yo… es… —tartamudeé.

—Verás cielo. Estamos en el siglo XXI, no en el XV, y en Europa, no en un país machista. Todo eso del honor mancillado, los celos, la propiedad sobre el otro miembro de la pareja… Bien, no digo que desafortunadamente haya desaparecido del todo, pero sí es cierto que cada vez más personas miran el asunto desde un punto de vista más pragmático. Al fin y a la postre si tú, hipotéticamente claro, te follas a un varón distinto de tu marido: ¿qué le quitas a él? Y al contrario, ¿por qué habrías de sentirte ultrajada si Dany se coloca entre las piernas de una neoyorquina?

—Pero, ¿qué clase de matrimonio sería ese, en el que los dos andan acostándose con otras personas diferentes?

—Pues un matrimonio feliz la mayor parte de las veces —replicó con convicción.

—Hablas por experiencia… —afirmé, más que preguntar.

—Pues sí.

—¿Y qué sentirías si SUPIERAS —recalqué la palabra— más que imaginar, que Toño ha tenido una aventura.

Me miró con un ligero aire de suficiencia.

—Es que ya te he dicho que LO SÉ, créeme. Y después de pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que con ello no me causa mal alguno. Mira —de nuevo se inclinó hacia mí, hablando en voz baja—. No encuentro ningún problema en ello, siempre que, primero, se trate de un encuentro ocasional, que otra cosa sería que tuviera un rollo fijo o, mucho peor aún, que se enamorara de otra, y segundo, que sea lo suficientemente discreto como para no dejarme en evidencia ante los conocidos, no por nada, que probablemente algunos o muchos de ellos también lo hacen, sino porque hay que mantener las convenciones de nuestra hipócrita sociedad. Y te puedo asegurar —concluyó— que nunca hemos tenido sexo más ardiente, (quitando nuestros primeros encuentros, por supuesto) que después de que él haya echado una canita al aire, o de que yo le haya correspondido con un buen polvo extramatrimonial.

Sorbió de su taza, que apartó con un gesto de desagrado, antes de continuar.

—En el extremo, cada vez hay más parejas que practican el intercambio. Sí, no te escandalices —afirmó ante mi gesto de estupor—. Y aquí no se trata de SABER que tu maridito se está follando a otra, sino de VERLO.

—Tú… Vosotros… ¿lo habéis hecho? —tartamudeé.

—Pues no, pero la idea me excita enormemente —replicó—. Y no te quepa la menor duda de que si Toño me lo propone no me opondré, eso si no termino pidiéndoselo yo.

Mientras yo la miraba con los ojos como platos, consultó su reloj, y se puso en pie.

—¡Uffff! Con la charla, se me ha olvidado que me he comprometido a asistir a la inauguración de una exposición de pintura. ¿Me acompañas? Quizá podrás conocer a algún osezno interesante, ¡jajajaja!





Paula parecía conocer a todo el mundo, incluido el autor de la colección de cuadros expuestos, la mayoría de paisajes, un cuarentón no demasiado atractivo pero muy simpático, que nos estuvo explicando su técnica, e ilustrándonos acerca del “profundo trasfondo onírico” de su pintura. Me desconecté a los quince segundos, y mi vista vagó por el recinto, captando, sin detenerse en ninguna, las imágenes de la gente que había acudido al evento.

Media hora después me sorprendí a mí misma charlando por los codos con una pareja de amigos de Paula. Un hombre interesante, de treintaymuchos, calculé. Vestido con un terno que denotaba a las claras que no se trataba de prét-a-porter, sino confeccionado por un sastre caro, no quitaba los ojos de la porción del inicio de mis pechos, que los dos botones desabrochados de mi blusa permitía contemplar. Primeramente me sentí mal por su escrutinio, pero recordé la reciente conversación con mi amiga, sonreí interiormente y de un viaje a los aseos volví con dos más desabrochados, con lo que dejaba ver la mitad de los senos.

—¿No me presentáis a vuestra amiga? —preguntó una voz grave a mi espalda.

Me volví a medias, y me quedé pasmada. No, no es la palabra. Fue una sensación de deseo instantáneo, algo que hacía mucho que no experimentaba. Alto, como de un metro noventa, de facciones regulares. Ojos intensamente negros, como sus cabellos lisos no demasiado largos, cejas pobladas, nariz recta, rostro alargado de mentón enérgico y pómulos altos, labios finos. Un rostro que habría sido duro, sin los dos pliegues que subían desde la comisura de sus labios hasta cerca de las aletas de la nariz, y que se profundizaban al sonreír. La tenue sombra de una barba cerrada griseaba su rostro, y de su persona emanaba un discreto aroma a loción cara.

Me estremecí sin poder evitarlo, y completé mi escrutinio: en su cuerpo bien proporcionado, cubierto con una chaquetilla de color claro y unos pantalones de tono verdoso, no parecía haber un gramo de grasa superflua. La camisa crema, desabrochada, dejaba ver una porción de su pecho lampiño. Me estaba tendiendo la mano, que tomé medio ida, mientras mis acompañantes hacían las presentaciones. Se llamaba Germán.

Ahora mi mano estaba entre las dos suyas, mientras sus ojos estaban clavados en los míos. Se inclinó ligeramente, y depositó un beso liviano en el dorso de la mano que no parecía decidido a soltar. Me estremecí de pies a cabeza, mientras me recorría una especie de calambre que se trasladó, desde el punto del contacto con sus labios, primero a mis pezones, que se endurecieron instantáneamente, y después a mi sexo.

—¿Cómo es que no hemos coincidido nunca antes? —preguntó con su voz grave.

—Bueno, no suelo frecuentar demasiado este tipo de actos…

—¿Una copa? —preguntó—. Tú eres mujer de champagne —dictaminó mientras se alejaba en dirección a la mesa en la que servían las bebidas, sin esperar mi respuesta.

Tuve una nueva visión de su figura mientras se alejaba. Sus movimientos eran elásticos al andar. Caderas estrechas y muslos fuertes, que resaltaba el pantalón, ceñido sin exageración en esa parte.

Sentí una mano sobre mi antebrazo. Saliendo del trance, advertí que la pareja que me acompañaba momentos antes había desaparecido. Me volví en dirección a Paula.

—Lo siento, cariño, pero tengo que irme —se excusó—. He quedado en acompañar a Toño a una cena con clientes. Pero tú no tienes por qué imitarme —cortó en seco mi previsible ofrecimiento—. Defraudarías a tu ailuropoda melanoleuca.

Se alejó de mí riendo, mientras veía acercarse a mi reciente admirador con una copa llena de líquido ambarino en cada mano. Sentí el deseo de huir de allí, pero mis pies estaban como clavados al suelo. Me limité a tomar la copa que me ofrecía, y bebí un pequeño sorbo.

—¿Cómo sabías que me gusta el champagne? —pregunté.

—Mmmm, instinto. Con solo un vistazo a una mujer puedo detectar cuál es su bebida preferida. Y la tuya tiene que ser aquella que casa con el color de tu tez ligeramente tostada. Con pequeñas burbujas que imitan la efervescencia de tu sonrisa. Y la copa estrecha, para permitir la visión de tus labios cuando la besan.

—¿Y si te hubiera dicho que prefiero un gin-tonic?

—No te habría creído —dijo, tras probar el líquido y componer un gesto de ligero desagrado.

—A ti no te gusta… —afirmé.

—Este no. Pero tengo dos botellas de Möet & Chandon Imperial en mi refrigerador. Vivo muy cerca de aquí, y me encantaría continuar esta conversación en un lugar más tranquilo. Y contemplar tus ojos y tus labios mientras disfrutas de una bebida hecha para ti.





Me invadía una sensación de irrealidad mientras caminaba a su lado por la calle. Definitivamente no podía ser yo quien se estaba prestando a acompañar a su casa a un absoluto desconocido. Apenas entendía sus palabras, que me llegaban como a través de una niebla en la que no había nadie más que él y yo. Ni siquiera se me ocurrió pensar en que habíamos salido juntos a la vista de todo el mundo, y que cualquiera podía imaginar lo que no era…

¿O sí lo era? Porque siendo sincera conmigo misma, no estaba nada segura de ser capaz de rechazar una proposición de su parte.





Su casa era espaciosa, y ocupaba el ático de un edificio de apartamentos. Muebles nórdicos, que no le hacían presentar un aspecto frío, debido a las tapicerías y las alfombras. Cuadros de muy buen gusto. Una biblioteca que ocupaba de suelo a techo toda una pared de lo que me indicó era su despacho, de enormes dimensiones, incluida una escalera desplazable para acceder a las estanterías superiores. No cometió lo que me habría parecido la imperdonable grosería de mostrarme su dormitorio.

Pero aún no lo había visto todo: desde el salón, una escalera de caracol conducía a la planta superior abuhardillada. Una parte importante del techo a dos aguas no era tal, sino una claraboya que disponía de cortinas horizontales que se podían plegar hacia las paredes, que era como estaban en ese momento.

Distribuidos por toda la superficie, luces, pantallas reflectantes, incluidas esas que tienen forma de sombrilla, cámaras en su trípode, además de otros elementos cuya naturaleza y función no conocía, y lienzos de color blanco o verde extendidos desde un ángulo del techo hasta el suelo, sin formar ninguna arruga. Claramente, se trataba del estudio de un fotógrafo.

Me había dejado sola, y para cuando terminé mi escrutinio, le vi aparecer por la escalera con una cubeta de la que sobresalía el cuello de una botella, y dos copas de cristal finísimo en la otra mano.

—¿Te gusta? —preguntó, mientras descorchaba la botella y escanciaba el líquido burbujeante.

—¿Eres fotógrafo? ¿A qué tipo de fotografía te dedicas? —pregunté.

Me tendió una copa, y me tomó de la cintura suavemente, conduciéndome en dirección a un tresillo de cuero inmaculadamente blanco, que ocupaba uno de los ángulos. Después hizo un nuevo viaje para traer la cubeta, que depositó en una mesita auxiliar.

—Sí. Y básicamente al retrato —Y los pliegues junto a su boca que me traían a mal traer se profundizaron con su sonrisa.

—Pero no tienes ninguno expuesto —argüí.

Sin decir palabra, me señaló una de las paredes en la que se abrían dos puertas, y en las que efectivamente estaban colgadas algunas fotografías enmarcadas de gran tamaño, en las que no había reparado. Me acerqué con la copa en la mano.

Un primer plano del rostro de un anciano con las arrugas hábilmente resaltadas por la iluminación, cuyos ojos claros miraban a la lejanía. Una mujer madura sonriente. Un niño y una niña cogidos de la mano frente al mar. Había más, pero no las vi: mis ojos quedaron prendidos en el retrato de cuerpo entero de una joven, casi núbil, completamente desnuda, que sostenía un lirio entre los dedos entrelazados de sus manos. Su cabello rubio estaba recogido en un moño, que resaltaba su esbelto cuello y la pureza de sus facciones, en las que se plasmaba una semisonrisa. Y aunque sus altos senos con los pezones erectos, y el nacimiento de su sexo no habían sido ocultados ni velados de forma alguna, el retrato irradiaba una sensación de pureza totalmente contradictoria con su falta de ropa. Me quedé embelesada mirándola durante mucho tiempo.

—¿Te gusta? —preguntó detrás de mí—. Te presento a Helga, mi esposa.

—Es… —no encontraba palabras—. Es hermoso, como una aparición. ¿Tiene nombre?

—La virgen del lirio —replicó.

—Creo que has sabido captar perfectamente esa idea de virginidad y pureza. La imagen atrae, pero no despierta sentimientos impuros —respondí, aún impresionada, mientras me volvía en su dirección.

«Maldita sea —pensé interiormente—. Otra vez los pliegues de sus mejillas» Y es que por un instante había sentido el loco deseo de besárselos.

De nuevo me condujo hacia el tresillo tomada de la cintura. Y su mano a través del liviano tejido de mi blusa era como una brasa que me encendía toda. Me senté, cuidando de que mi falda no mostrara más de lo que debía. Lo curioso es que, a pesar de lo inhabitual (para mí) de la situación, no me encontraba violenta en modo alguno.

—Eres muy bueno. ¿Te va bien con la fotografía? —pregunté.

Él señaló con un gesto lo que nos rodeaba.

—No puedo quejarme. Tengo cierto nombre entre las agencias publicitarias, y acepto otros encargos para redondear mis ingresos.

—Encargos… ¿de qué tipo? —inquirí, llevándome la copa a los labios.

—Desnudos femeninos. No es pornografía —se apresuró a aclarar ante mi gesto de desagrado, que no pude evitar—. Mira, será mejor que te muestre algo de esa parte de mi trabajo.

Se puso en pie, volviendo al poco tiempo con un álbum que dejó en la mesita auxiliar, ante mí. Le tomé y fui pasando páginas. En todas ellas se mostraban dos mujeres jóvenes, de cabellos rubios, que en las primeras iban ataviadas con una especie de túnicas vaporosas, en diferentes posturas. Algo similar a lo de su “virgen del lirio”, aunque el efecto no era el mismo.

Mediado el álbum, los pliegues de sus ropas iban dejando ver, ora un pecho perfecto, ora un pubis completamente depilado, para al final, aparecer completamente desnudas. Y a pesar de que algunas de las imágenes eran muy explícitas, llegando a mostrar el sexo de las muchachas, hube de darle la razón: no se trataba de pornografía, sino de arte. Arte que resaltaba la magnificencia de los cuerpos femeninos desnudos.

—Tienes razón —concedí, dejando de nuevo el libro sobre la mesa—. ¿Dónde consigues esas modelos?

—En agencias. A veces me atrae un rostro que veo por la calle, o en un bar, y le hago una proposición estrictamente laboral —recalcó— No siempre aceptan, pero a veces sí. En esas ocasiones, cuando miro a una mujer, la imagino en un determinado ambiente. Por ejemplo, puede ser la primavera en un prado, el verano entre mieses, la alegría de vivir frente al mar. Y nunca, nunca, me he equivocado.

Se llevó la copa a los labios.

—Tú eres el carnaval en Venecia —dijo tranquilamente—. He estado buscando la mujer que fuera su espíritu, y ya casi había desistido, pero al fin la he encontrado en ti.

Sentí un estremecimiento que me recorría entera.

—¿Yo? Solo soy una mujer casada, (recalqué la palabra como si pretendiera con ella exorcizar mis sentimientos) Alguien del montón, sin nada especial…

«Maldita sea, no me había negado de plano —pensé»

—Estás muy equivocada —replicó, poniéndose en pie—. Ven, acompáñame.

Le seguí hasta uno de los lienzos blancos, frente al que estaba colocada una cámara sobre su trípode. Él me ubicó como a un metro de la tela, y se dedicó acto seguido a colocar un par de las curiosas sombrillas plateadas. Encendió unos focos, y después acercó a mi rostro un aparato con un display digital. Después hizo varios ajustes en las luces hasta que pareció satisfecho.

—Estás en el Gran Canal, mirando una góndola que se desliza lentamente con los movimientos de la pértiga del gondoliero. Ante ti San Marcos, por una vez vacía de los turistas que afean la fachada. El sol tibio de marzo incide en tu piel. Estás en paz, y sonríes…

El fogonazo de los flashes me sacó de mi ensimismamiento. Su voz hipnótica me había transportado por un momento al escenario que había descrito con su tono grave, en un tono casi onírico. Sonreí más ampliamente… y de nuevo hubo un fogonazo de luz.

Sacó la tarjeta de la cámara, y se dirigió a un ordenador que ocupaba un rincón, donde la insertó. Unos segundos después, mi rostro ocupaba la totalidad de la pantalla de 27”. Era y no era yo. Efectivamente, esas eran mis facciones, pero la expresión… La sonrisa de la segunda fotografía que había tomado me dejó perpleja.

«¿De veras yo sonreía así?»

—¿Lo ves? Yo sí he conseguido ver dentro de ti tu espíritu.

—Estoy impresionada… —susurré.

—La lástima es que ese rostro quedará oculto tras una máscara veneciana —dijo con absoluta tranquilidad—, porque tú no eres una modelo, sino una mujer casada que no deseará ser reconocida. Aunque te prevengo que las fotografías para las que vas a posar no serán para la venta, sino solo para mi disfrute, y no las contemplará nadie más que yo. O en todo caso, también Helga, mi mujer.

«¡Qué cara! Estaba dando por hecho que iba a posar desnuda para él!» Pero la idea de exponerme sin ropa ante sus ojos como carbones me produjo un estremecimiento de anticipación en el bajo vientre.

—¿Qué…? ¿Qué tipo de fotografías serían? —pregunté con voz no muy segura.

—En la puerta de la izquierda encontrarás distintas prendas, y varias máscaras —informó sin responderme—. Quítate toda la ropa y viste la que más te guste.

Definitivamente, no era yo la que se dirigió sin rechistar a la puerta que me había indicado. Y no podía echarle la culpa al champagne, porque apenas había bebido un par de sorbos.

Me encontraba como flotando, con una tremenda sensación de irrealidad, que no impedía el hecho de que, por primera vez en mi vida de casada, me invadiera un intenso deseo por aquel hombre que me daba órdenes con tono de ruego.

Cerré la puerta a mis espaldas. Se trataba de un vestidor, en el que había un colgador del que pendían diversas prendas. Sobre una especie de coqueta con un espejo rodeado de luces, cinco máscaras de carnaval puestas en pie me miraban con sus ojos vacíos. Alguna de ellas cubriría la totalidad del rostro, mientras que la mayoría eran antifaces que dejaban la mitad inferior al descubierto. Además de las máscaras, encontré cepillos, peines y elementos de maquillaje de marcas caras.

Me senté ante el taburete, y recogí mi cabello largo en un moño, que sujeté con horquillas. Retoqué el maquillaje de mis pestañas y cejas, apliqué unos ligeros toques de polvos en mis mejillas, barbilla y cuello, y elegí un carmín de color rojo intenso para realzar mis labios.

Me fui probando sucesivamente todas las máscaras, seleccionando finalmente una de color blanco con una especie de antifaz dorado, orlada de penachos de plumas negras de un palmo de longitud. Me la puse para verificar el efecto, y me gustó.

Revisé las distintas prendas colgadas, todas ellas de color negro: un corpiño de tela transparente, cosa que no importaba demasiado, porque dejaría al aire mis pechos, que llegaba hasta poco más arriba del pubis. Una especie de salto de cama también transparente, que se sujetaba con un broche sobre los senos, y cuya forma dejaría al descubierto mi vientre, sexo y piernas. Otro vestido largo, de falda amplia y con volantes, que me pareció muy decente… hasta que le di la vuelta, advirtiendo que en la parte trasera únicamente había unas cintas para sujetarle en el cuello y cintura, pero nada más.

Me desnudé completamente. Ante un gran espejo de cuerpo entero que ocupaba una de las paredes, observé el efecto de mi figura con las facciones veladas por el antifaz, y comencé a comprender por qué él había visto en mí la imagen del carnaval.

Elegí el corpiño que no cubría casi nada, y me le puse, luchando con los corchetes que le cerraban en la espalda. De nuevo ante el espejo, verifiqué que mis senos aparecían más altos de lo normal, obligados por el armazón de la prenda. Mi sexo desnudo resaltaba de forma impúdica, completamente visible. Pensé que mis pequeñas braguitas de encaje negro no desentonarían con aquel atuendo, y volví a ponérmelas. Fue una especie de desafío: TENÍA que hacerle ver que no estaba dispuesta a aceptar sus órdenes… al menos no al pie de la letra.

De pie ante la puerta vacilé con la mano en el pomo. Aún estaba a tiempo. Podía volver a vestirme, y salir de allí. Nunca le contaría a nadie que había estado a punto de… Me estremecí, abrí la puerta y salí al estudio.

Germán me esperaba al lado de uno de aquellos lienzos de color verde, ante el que había colocado un sillón antiguo. Al verme, los pliegues de sus labios se hundieron en una sonrisa, y pude ver el brillo de sus ojos mientras me recorría con la mirada.

—Estás preciosa. Ven, siéntate aquí —me solicitó, sin hacer mención al hecho de que no había seguido al pie de la letra sus instrucciones.

Me senté con los muslos juntos y las rodillas ladeadas, y compuse una sonrisa. Se produjeron dos o tres fogonazos.

—Cambia de postura, por favor —pidió, con el rostro medio oculto tras la cámara.

Una pierna elevada, con el pie sobre el asiento, pero manteniendo los muslos juntos. El codo derecho en el apoyabrazos del sillón, con la mano en torno a mi barbilla.

Nuevas explosiones de luz delataron que había realizado al menos dos tomas.

—Otra vez —solicitó nuevamente.

Durante los minutos que siguieron fui adoptando diversas posiciones. En ocasiones él no disparaba la cámara, por lo que yo cambiaba a otra diferente, pero la mayor parte de las veces sí. Finalmente, (y no sin ciertas dudas y un estremecimiento), deslicé mi trasero hacia el borde del sillón… y separé los muslos, mostrando a la cámara… y a él, la entrepierna de mis braguitas de encaje.

Sentí su deseo como una presencia casi física. Y por primera vez, mientras el hombre retiraba la cámara del trípode y se tumbaba en el suelo ante mí, para captar imágenes desde abajo, pensé en lo que estaba haciendo.

No me sentía mal en absoluto. El hecho de exhibirme de aquella manera no me causaba el menor sentimiento de pudor, antes bien, me enervaba. Y descubrí que el deseo era mutuo, que haría cualquier cosa que me pidiera, incluso entregarme a él sin dudarlo.

Finalmente se puso en pie, y me miró directamente a los ojos.

—¿De veras no has sido nunca modelo? Sería un lugar común decir que la cámara te ama, pero es la verdad. Pocas veces me he encontrado con una mujer que, sin dejar en ningún momento de ser ella, presente en cada instante al objetivo la expresión correcta, y sepa componer con su cuerpo la imagen más atractiva.

—En serio, es la primera vez que hago algo así —repuse con la voz ronca.

—Bien, ahora quisiera que te cambiaras de ropa —solicitó—. Me da igual lo que elijas, seguro que estarás encantadora.

De vuelta al vestidor, me quité el ajustado corpiño no sin esfuerzo. Vestida únicamente con las braguitas, posé ante el espejo de cuerpo entero con todas las prendas del colgador sobrepuestas, aunque SABÍA de antemano cual iba a ser mi elección: la especie de salto de cama, largo hasta los pies y semitransparente.

Me le puse, cerré el broche bajo mis senos, y observé el efecto en el espejo. Mis pechos no estaban ocultos en absoluto por las “solapas” de volantes que llegaban hasta el cierre, sino que abultaban el tejido transparente, distinguiéndose prácticamente como si no llevara nada. La prenda había sido pensada para que tampoco ocultara lo más mínimo por la parte inferior: formaba como una uve que se iba abriendo desde el broche, y que ya en el pubis era lo suficientemente amplia para dejar al descubierto la totalidad de mis braguitas.

Sin querer pensar en lo que hacía, me las quité, y me dirigí a la puerta antes de que algún resto de inhibiciones o pudor (que no sentía en absoluto) me hicieran cambiar de idea. Eso sí, cerrando con una mano la prenda sobre mi sexo.

El hombre me recibió con un gesto que inmodestamente tomé por admiración. Me hizo dar una vuelta en redondo tomada de una mano, y sentí sus ojos en mi cuerpo, apenas oculto por la vaporosa tela, como aguijones que me enardecieron, incrementando aún más mi deseo.

Me condujo tomada de la mano hasta el lienzo verde, ante el que no había ahora ningún sillón.

—Vas a moverte, girar en redondo y adoptar las posturas que quieras. Olvídate de que estoy ante ti, como si no existiera, y muévete libremente.

Y eso hice. Durante los minutos que siguieron, los fogonazos fueron continuos, indicando que el objetivo no se estaba perdiendo nada de mi actuación.

Primeramente me coloqué con un pie adelantado, en la postura que había visto adoptar a las modelos, pero no por parecer profesional, sino porque así mantenía oculto el inicio de mi sexo.

Cerré la prenda con mis manos sobre el pubis. Tras un instante de duda coloqué las manos en ángulo con el cuerpo, dejando que se abriera. Puse los brazos en alto. Coloqué mis manos en la nuca, adelantando los senos. Giré en redondo, provocando que la prenda ondeara, y supuse que al hacerlo mis muslos y mi sexo habrían quedado al descubierto en su totalidad. Después las manos en las caderas, primeramente erguida, para después inclinar el torso, aunque manteniendo la cara lo más vertical que pude. En algún momento me interrumpió.

—Ahora vas a colocarte como si estuvieras acodada en una barandilla —me pidió.

—Tú eres el profesional —indiqué con voz que noté algo temblorosa— pero, ¿no crees que ese fondo verde será muy monótono?

Los pliegues de sus mejillas se ahondaron cuando él sonrió de aquella manera que me volvía loca.

—Debes esperar a ver las fotografías terminadas, y confiar en mí.

Adopté la posición que me había indicado. Por primera vez, él corrigió la posición de mis brazos, y el tacto de sus manos me causó escalofríos.

De nuevo, como antes, retiró la cámara del trípode, y se movió a mi alrededor tomando imágenes desde diferentes ángulos. Cuando se tumbó en el suelo, yo era consciente de que en aquella posición mi vulva quedaba a la vista en su totalidad, pero en lugar de tratar de ocultarla a su mirada, aquella otra mujer distinta de la pudorosa Vero, que se estaba prestando a aquello, separó los muslos un poco más.

—Ahora lo mismo, pero dándome la espalda —me pidió.

Giré 180º, ofreciéndole la visión de mi parte posterior, con el torso medio vuelto en su dirección para mostrar mi rostro cubierto a la cámara, y en esta ocasión no retocó mi posición.

Y tras dos fogonazos más y un nuevo momento de indecisión, tomé el borde de la prenda con una mano que deslicé hacia atrás, dejando mis nalgas al aire (y probablemente algo más, teniendo en cuenta el hecho de que estaba inclinada hacia delante)

—Está bien, —indicó tras un par de cambios de postura y algunos destellos de flashes más—. Ahora espera un instante.

Le seguí con la vista. Desapareció tras un biombo, reapareciendo con una chaise longue estilo Imperio, que a pesar de su previsible peso, parecía manejar como una pluma, y la colocó delante de mí, ligeramente en diagonal con respecto al lienzo verde.

No esperé sus indicaciones. Me tendí sujetando nuevamente la gasa entre mis piernas, para posteriormente separar las manos y permitir que mi pubis quedara al descubierto entre mis muslos. No me parecía ser yo quien estaba haciendo aquello. Era como si fuera una espectadora que contemplaba a aquella mujer, que casi no reconocía, mostrarse prácticamente desnuda ante un desconocido.

Coloqué nuevamente las manos en la nuca. Me volví ofreciéndole un costado (sin olvidar retirar antes uno de los bordes de la prenda, dejando al descubierto un muslo y parte de un glúteo.

Tras unos minutos se fue formando en mi interior una idea, que primeramente rechacé… aun íntimamente convencida de que lo haría. Me puse en pie a un lado del mueble, y muy despacio, mientras se sucedían los destellos de los flashes, solté el broche que cerraba la prenda, y permití que uno de mis pechos quedara totalmente al descubierto.

Más posturas, que iba improvisando sobre la marcha, y más fogonazos de luz intensa. Hubo algún momento en que únicamente los hombros quedaron ocultos por la tela semitransparente, pero continuaba sin sentir el más leve rastro de pudor.

Y finalmente, tomé la prenda por el cuello con las dos manos, haciéndola deslizar hacia atrás, quedando suspendida de mis brazos doblados. Ahora estaba completamente desnuda, con aquellos ojos negros brillantes recorriendo cada centímetro de mi piel, y no me importaba. Antes bien, quería exhibirme, mostrarme así ante él. Dejé que la prenda cayera al suelo, y me tendí nuevamente en la chaise longue vuelta ligeramente de costado, con los muslos juntos.

De nuevo fui adoptando distintas posiciones, y cada una de ellas daba lugar a un fogonazo de luz.

Finalmente, en un momento en que me encontraba tendida boca arriba, casi sin pensar en ello, fui separando los muslos, y sin asomo de pudor, le mostré a la cámara… y a él, hasta lo más recóndito de mi feminidad.

Hubo dos fogonazos más, entre medias de los cuales él cambió de posición. La última fotografía la tomó desde muy cerca, con mi sexo en primer plano. Y yo era consciente del hecho de que DEBERÍA sentirme avergonzada, pero no lo estaba.

Dejó la cámara sobre una mesita, pero no apagó las luces. Se acercó a mí, y muy despacio, soltó las lazadas que sujetaban la máscara. Estuvo contemplando mi rostro mucho tiempo, sin tocarme. Finalmente, puso sus manos en mis mejillas, y me atrajo hacia él. El beso fue a la vez suave y pasional. De nuevo, me sorprendí a mí misma correspondiendo a la caricia con la boca entreabierta.

Se puso en pie, y se fue desprendiendo de la ropa, hasta quedar completamente desnudo. No era excesivamente musculoso, pero como había adivinado en cuanto le vi, no había un gramo de grasa sobrante. Y su pene… ¡Dioses! Largo, circuncidado, con el glande rojo oscuro sobresaliendo. Me inundó una ola de deseo virulento, algo que hacía años que no experimentaba.

Se arrodilló entre mis piernas, y mi cuerpo, expectante, se preparó para lo que SABÍA que iba a seguir: Puso las manos en mis ingles, separando ligeramente mis labios mayores, y enterró la cara entre mis piernas. Y por primera vez en mi vida, entendí en su plenitud el sentido de la frase vulgar “comer el coño”.

Bastaron tres o cuatro lametazos de su cálida lengua para que el orgasmo, imparable, me arrollara. Gemí, supliqué, y me contorsioné sin vergüenza alguna, embargada por sensaciones que no recordaba cuándo había sentido por última vez.

Elevó la cabeza y me miró desde abajo. Y de nuevo mostró aquellos jodidos pliegues que me desarmaban, que por alguna razón inexplicable me hacían sentir un deseo que no podía contener.

Sus labios se cerraron sobre mi clítoris, y la punta de su lengua le rodeó en círculos, mientras succionaba suavemente. Noté que mi pubis, como desconectado de mi cerebro, se elevaba en su dirección. Ligeros estremecimientos se expandieron por mi vientre, iniciados en el punto en el que su lengua lamía y lamía en suaves toques la parte más sensible de mi cuerpo. Y para mi sorpresa, volví a correrme en su boca. Me doblé por la cintura sin intención alguna de hacerlo, y me aferré a sus cabellos negros con las dos manos, mientras chillaba de puro placer, totalmente fuera de mí.

Cuando recobré el uso de mis sentidos, Germán se había incorporado, y me miraba con una semisonrisa que, de nuevo, había hecho aparecer las arrugas en las comisuras de su boca.

Me tomó por las nalgas con ambas manos, tirando ligeramente de mi cuerpo en su dirección, hasta que mi trasero quedó en el mismo borde del mueble. Hizo deslizar su mano varias veces arriba y abajo por aquella impresionante erección, y después, guiándola entre sus dedos, la apoyó en la entrada de mi vagina.

La convulsión me recorrió por entero. No me había penetrado aún, pero mi cuerpo anticipaba la sensación de sentirme llena, colmada por aquel cilindro de carne palpitante. Me mordí el dorso de la mano para evitar gritarle que me penetrara, que quería sentirle dentro…

Durante un tiempo que me pareció interminable, en lugar de hacer lo que mi cuerpo anhelaba, repitió infinitas veces el acto de retirar su pene de la entrada de mi abertura, para después volver a colocarle en contacto con ella, sin introducirse más de un centímetro quizá.

—¿Qué deseas que haga? —me preguntó con su voz profunda.

—Yo… yo… —tartamudeé.

—¿Quieres sentirme dentro de ti? —inquirió de nuevo.

—Sí. ¡Sí!. Por favor, Germán, por favor —rogué, sin sentir vergüenza alguna.

Pero no lo hizo, o al menos no inmediatamente. Prosiguió con su juego, solo que ahora cada vez que su pene tomaba contacto con mi feminidad, se introducía un poco más que la vez anterior. Aquello duró un tiempo interminable para el deseo que me consumía. Y cuando solo la mitad estuvo dentro, perdí completamente la conciencia de mí misma, un nuevo orgasmo me invadió por entero, mis manos fueron a sus nalgas, y tiré de él en mi dirección hasta que, ¡por fin!, la totalidad de su erección estuvo muy dentro de mí.

—¡Germán! —chillé—. ¡Oh, Dios mío!, por favor, sigue, ¡sigue…!

Pero Germán estaba inmóvil, lo que no fue obstáculo para que una serie de convulsiones intensísimas me recorrieran, en un clímax que duró una eternidad y un suspiro al mismo tiempo.

Me estaba mirando de nuevo, con aquella semisonrisa…

—Ven Vero, tiéndete boca abajo —ordenó con su voz de ruego.

«¡Oh, no, por ahí no» —gemí interiormente.

Pero le obedecí sin rechistar, y sin reconocerme en la mujer que se estaba prestando a aquello…

Puso las manos en mis ingles y me elevó, hasta dejarme apoyada sobre manos y rodillas. Esperé expectante. Recordé las quejas de una compañera de la universidad, a la que su novio obligaba a tener sexo anal, y me mordí los labios.

Una eternidad después, su glande tomó contacto con mi periné, muy cerca de lo que yo creía su objetivo. Un segundo, y estuvo apoyado en el orificio por el que aún no había entrado nadie. Apretó ligeramente, y para mi sorpresa, me invadió una sensación indescriptible: quería y no quería que lo hiciera. Me temblaban las piernas y los brazos, y estuve en un tris de derrumbarme de morros en el lecho.

—¿Te han penetrado alguna vez por aquí? —preguntó su voz a mi espalda.

—No, no… —balbuceé.

—¿No te lo han hecho, o no quieres que lo haga? —inquirió.

—Yo… no sé, Germán.

—Está bien, cariño —dijo él—. Lo dejaremos para otra ocasión, cuando estés preparada y me lo pidas.

Sentí su dureza deslizarse hacia abajo, con un sentimiento que era de gratitud y de decepción simultáneamente, no puedo expresarlo mejor. Me hizo dar la vuelta y quedar tendida boca arriba. Apoyó el pene en la entrada de mi vagina, y fue penetrándome lenta, suavemente.

Comenzó a embestir y retirarse despacio. Me mordí el dorso de la mano para no gritarle que lo hiciera más rápido.

Segundos después, una ola de placer comenzó a crecer en mi interior. Suave, morosamente.

Sentía en mi vagina empapada, que oprimía su miembro, el placer infinito de su roce, y la ola fue creciendo, incontenible.

Su ritmo se incrementó, y con él, mis sensaciones; estaba muy cerca de la meseta… El orgasmo me invadió, imparable. Como desconectada de mi cerebro, mi boca comenzó a exhalar pequeños gemidos, que iban in crescendo, al mismo ritmo de mis contracciones, cada vez más seguidas, cada vez más intensas…

Y entonces uno de sus dedos invadió mi ano, virgen hasta ese instante.

No sé si sabré expresar lo que sentí a continuación. Fue como una explosión, que me conmocionó por entero. Perdí, no solo la consciencia, sino el control. Me aferré a sus nalgas, y elevé el pubis en su dirección, chillando y sollozando a la vez.

Cuando creía que mi placer estaba en lo más alto, una nueva oleada de convulsiones lo desmentía, y creía que era imposible, que no podía continuar…

Pero proseguía. Y se mantuvo así hasta que él derramó su semen caliente en mi interior, resoplando furiosamente, mientras su miembro arremetía contra mí como si quisiera perforarme.

Al fin detuvo sus embestidas. Pero ello no impidió que yo continuara convulsionando durante un poco más.

Poco a poco, las sensaciones dieron paso a un sentimiento de gozo, que me embargaba. Acaricié las arrugas de su rostro y las comisuras de su boca, mientras sonreía, saciada.

Y esta vez no esperé a que él tomara la iniciativa: le sujeté por la nuca y atraje su boca sobre la mía, fundiendo nuestros labios en un beso pasional, que duró mucho tiempo.





Los remordimientos comenzaron cuando un taxi me conducía a la familiar seguridad de mi casa. ¡Pobre Dany! Me había comportado como una golfa, y él no se merecía algo así.

¿Qué iba a hacer? ¿Contárselo, o dejarle en la creencia de que Verónica, su mujercita, jamás se entregaría a otro?

Ni siquiera en la noche de insomnio que siguió pude encontrar la respuesta.

Y lo peor era que, entremezclándose con mi contrición, venían a mi mente imágenes de lo vivido aquella tarde, que me provocaban un anhelo que no quería analizar.

Por fin, después de las cuatro de la madrugada, el sueño me trajo la paz.



 


Datos del Relato
  • Autor: VeroYDany
  • Código: 35085
  • Fecha: 31-08-2015
  • Categoría: Intercambios
  • Media: 7
  • Votos: 3
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4062
  • Valoración:
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