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El pecado

~~Me hallo en "estado
 de pecado" (maccula peccati, reatus culpae), es verdad, mea culpa.
 ¿He de autoflagelarme por ello? ¡¡Lo haré,
 vive Dios, si es del todo necesario y mortal de necesidad!!
 ¡¡Compadézcanse de mi, pobre mortal, que ha probado
 el sabor del pecado!!
 ¡Pero han de comprenderme!. Mi vida era tan insulsa
 ¿saben lo que es el paso de los días y que lo único
 interesante que se pueda decir de una existencia humana es que se
 ha puesto una lavadora? ¡Una lavadora!, ¡¡ah, terrible
 electrodoméstico que me hizo caer en pecado!!. Porque fue
 por culpa de una lavadora. ¿No me creen? Pues créanme.
 Una lavadora. Un día me preguntó una vecina«Y
 bien, Marga, ¿qué has hecho hoy?», y yo le dije:
« ¿Hoy? Bueno, pues hoy he puesto una lavadora».
Así fue. De locos, vaya. Pero gracias a aquella lavadora me
 di cuenta de que mi vida carecía de sentido. Tendría
 que hacer algo o me pudriría en vida.
 Soy consciente de que mi vida carece de vértigo existencial.
 Después de haber estudiado una carrera, conocer al hombre de
 mi vida y casarme, he consagrado mi vida al cuidado de mi casa y de
 mi marido, a quien adoro por encima de todas las cosas. No ejerzo
 mi profesión. Nunca lo hice, pues me casé muy pronto.
 No hemos tenido hijos, aunque no descartamos la idea. Quizás
 eso sería lo mejor, un bebé. Un bebé cambiaría
 mi vida. Pero aún no estamos preparados para traer una criatura
 al mundo. Ergo
 Un aciago día – hará cosa de tres o cuatro meses
 sentí que ya no podía más, que necesitaba darle
 algún aliciente a mi vida. Y no se me ocurrió otra feliz
 idea que la de cumplir con los mandamientos infernales que Santo Tomás
 dio a bien de llamar Pecados Capitales, estableciéndolos en
 número de 7, a saber: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Ira, Gula,
 Envidia y Pereza.
 Y yo decidí que podría ser divertido intentarlo. Cumplir
 los 7 pecados pero de la forma que más me gusta
 así me dispuse a escribir todas mis experiencias, dependiendo
 del propósito.
 Pero antes, voy a presentarme: Me llamo Marga. Tengo 32 años,
 pero apenas los aparento. Estoy casada desde hace unos diez años,
 pero durante este tiempo– y de paso incluyo el noviazgo , jamás
 le he sido infiel a mi marido. Pero, claro, por lo mismo, no se me
 pasó por la cabeza plantearle mi proyecto. Además, a
 todo el mundo el gusta tener sus secretos, ¿no?. y alguna
 vez tendría que ser la primera. Él no me satisface,
 no se preocupa de mí en cuanto a asuntos de alcoba se refiere.
 No tengo por qué sentirme culpable. Soy morena. Mido 1, 69
 aproximadamente. Las medidas no las sé, supongo que tendré
 que levantarme a por un medidor, pero no me apetece. Sin embargo,
 estoy delgada y tengo muy bien delineadas las caderas, la cintura
 y el pecho. De pecho, por cierto, ando por la talla 95. Lo que más
 me gusta de mi bueno, las manos, me encantan mis manos. Y mis
 ojos, que son verdes. Y los labios, así, carnososy mi
 pelo. Lo llevo largo, bastante más allá de los hombros.
 Y mis piernas pero mejor me callo, que voy a parecer una narcisista.
 El caso es que me gusto. ¿Y por qué teniendo este cuerpo,
 que me encanta, no voy a poder disfrutar de él? ¿Por
 fidelidad a mi matrimonio? Já!! Fidelidad a estas alturasesa
 palabra no existe en el vocabulario habitual de mi cónyuge.
 Alguien dijo que lo que no tiene nombre quizás sea porque
 no exista en realidad
 Ésta es la historia de cómo cometí el pecado
 capital de la Gula, de cómo me reí de la Templanza,
 y de cómo aplaqué mi apetito y calmé mi sed con
 tres hermosos apéndices masculinos. En su momento, esta experiencia
 la escribí a modo de diario personal; sin embargo, he decidido
 adaptarla a fin de que resulte más ameno. Espero haberlo conseguido.
 Adelante, pues.
 He aquí mi primer propósito pecador, cumplido hará
 cosa de un par de horas.
« Solo se me presentaba un problema: ¿cómo poner
 en marcha mis deseos? Resolví que lo mejor sería esperar
 una ocasión y aprovecharla. Pero como pasaban los días
 y no hubo modo pues puse un anuncio en los periódicos
 de mayor tirada del país:
 "Mujer joven desea cumplir su sueño de tener sexo oral
 con dos hombres. Num. ****"
 Escueto. Pero funcionó. De todos los aspirantes, acabé
 eligiendo a tres, ampliando el número.
 Desde luego, les pedí fotografías y hasta partes médicos.
 Por su puesto que yo hice lo propio. Seguridad ante todo. Pero ellos
 no se opusieron a nada y mis elegidos, tengo que decirlo, se portaron
 como verdaderos caballeros andantes (ni que decir tiene que también
 exigí sus medidas peneanas). Una vez que todo quedó
 listo, quedé con ellos en una conocida cafetería de
 la ciudad, para poder conocernos un poco les conté lo
 que quería y quedaron encantados. No sé sus nombres,
 como ellos tampoco supieron el mío. Bueno, en realidad, conocimos
 nuestras iniciales, por aquello de los partes médicos, pero
 no pasó de ahí. Para mí eso solo eran nimiedades.
 Yo lo único que buscaba era cebarme con su carne y emborracharme
 con la leche de sus entrañas. Solo eso. Gula. Ellos ponían
 el alimento y yo "comía". Bajo ningún concepto
 debían intervenir, yo solo quería sus cuerpos.
 El primero que acudió a la cita (les cité a todos en
 el mismo sitio pero con una diferencia de 10 minutos aproximadamente
 a cada uno) llegó exquisitamente puntual, a las 5:00 en punto
 de la tarde. Era un hombre mayor, de una edad incierta entre los 50
 y los 60 años. Tenía el pelo cano, totalmente blanco,
 era moreno de piel, con unos labios muy carnosos (que, todo hay que
 decirlo, de poco me iban a servir a mi propósito), de complexión
 fuerte y bastante alto. Llevaba un traje de chaqueta que calculé
 bastante caro y unos zapatos tan limpios que parecía no pisar
 el suelo. Me gustó, le verdad. Me dio muy buena impresión.
 Tenía un tono de voz suave, envolvente. Medida: 18 centímetros
 en erección.
 El segundo, con quien quedé a las 5:10, era un muchacho muy
 joven, mucho más que yo. Tendría entre 17 y 20 años,
 no más. Llevaba unas rastas de color rubio oscuro, muy largas,
 casi a media espalda y vestía ropas anchas, que difícilmente
 dejaban adivinar su anatomía. Tenía unos ojos muy azules.
 Me llamó la atención que un chico tan joven atendiera
 a ese tipo de anuncios, porque no parecía tímido, precisamente.
 Supongo que le gustaría el sexo en general y el oral en particular
 (especialmente si se lo brindaban a él, seguro). Medida: 21
 centímetros en erección.
 El tercero me pareció un padre de familia. Era de estatura
 más bien baja, pero muy bien formado. Tendría entre
 30 y 40 años, muy moreno, con el pelo un poco largo. Tenía
 una nariz bastante considerable recuerdo que lo primero que
 me vino a la mente al verle fue que si la nariz de los hombres era
 proporcional a su pene Vestía de forma sencilla, unos
 vaqueros y una camisa. También me dio muy buena impresión.
 Medida: 15 centímetros.
 Me sentí muy satisfecha con la elección, así
 que les propuse ir a un hotel al cabo de un par de días. Concertamos
 la cita y cada cual se fue por donde vino. Lo único que lamento
 fue la frialdad con que se hizo todo. En fin. El caso es que iba a
 tener a mi plena disposición tres buenas vergas de 18, 21 y
 15 centímetros, en total, 44 centímetros. No estaba
 mal. Que quede claro que la avaricia no me interesaba, sino la gula.
 Además, los diámetros de las mismas no estaba nada,
 pero que nada mal.
 Sin embargo, si la elección de "mis machos" fue agotadora,
 el quitarme a mi marido de encima no resultó tan fácil.
 El cargo de conciencia que tuve durante aquellos días de espera
 no se los deseo a nadie. El día clave, o sea, hoy, le dije
 que me iba a ver a mi hermana, que seguramente llegaría tarde.
 Le dejé preparada una opípara cena y salí de
 casa muy pronto salí con ropa de sport para no levantar
 sospechas, y me dirigí al hotel. ¡¡Apenas puedo
 creer que todo esto haya ocurrido hace ni tan siquiera 24 horas!!.
 Cuando llegué al hotel iba muy sobrada de tiempo. Cumplí
 con los trámites y subí a la habitación 128 de
 uno de los hoteles más caros de la ciudad (este tipo de cosas
 se tienen que hacer a lo grande y cuento con una suculenta cuenta
 bancaria). Al llegar, lo primero que hice fue ducharme. El agua me
 hizo mucho bien, me relajó bastante. Luego me puse una combinación
 semitransparente, de color negro, y ropa interior a juego. Ese tipo
 de atuendos siempre me han hecho sentir como una diosa. Apenas me
 maquillé, no lo necesito, tengo una piel estupenda, solo un
 poco de sombra de ojos, rimel y un ligero toque de color rojo en los
 labios.
 Una vez lista me contemplé en el espejo y sonreí ante
 mi marcado narcisismo. Pero qué se le va a hacer, una es así.
 Lo que no me gustaba tanto eran los nervios que tenía acumulados
 en la garganta del estómago. pero justo estaba ensayando
 poses frente al espejo cuando tocaron brevemente, como con inseguridad,
 a la puerta de la habitación. Era el chico joven, el de las
 rastas.
 "Hola, preciosa ¿aún no han llegado los
 otros?" – no sé sorprendió de mi vestimenta,
 pero me miró como si fuera a devorarme de un momento a otro .
 "No, pero ya no tardarán. El vejete era muy puntual
 ¡¡pero si aún faltan casi 20 minutos!!" –
dije, sonriendo y mirando el reloj ," vaya, vaya veo
 que estas ansioso por empezar. ¿Quieres tomar algo? Yo voy
 a pedir champán"
 "Si, quiero un bacardi cola. Oye, ¿puedo preguntarte algo?"
 "Lo siento, cielo" me puse seria : "No he
 montado todo este tinglado para que me cuestionen, ni para que me
 entiendan. Yo solo vengo a comer. Comer hasta hartarme" sonreí .
 No tuvo oportunidad de replicarme porque en ese preciso instante tocaron
 de nuevo a la puerta. Era el pater familias. Le di la bienvenida,
 le pregunté si quería tomar algo –más champán
 y me dirigí al teléfono de la mesilla. Pedí cinco
 botellas de champán, una jarra de chocolate caliente, el bacardi cola
 (una botella entera de ambas cosas), dos botes de nata montada, un
 par de kilos de fresas (suerte que es la época) y tres grandes
 toallas de baño. Mis invitados me miraron sorprendidos, el
 rastas con una sonrisa divertida, el pater sorprendido de verdad.
 Colgué. Y de nuevo tocaron a la puerta. Era el vejete (le llamo
 así cariñosamente, porque de "vejete" tenía
 poco), que se quedó casi mudo de asombro al verme así
 vestida. Me alegró saber que él también quería
 champán. Hablamos un poco de la magnífica tarde que
 hacía, lo típico, y enseguida vino el chico del hotel
 con todo el pedido. Le solté de propina un billete de 20 €
y cerré la puerta. Me giré hacia ellos y me complació
 tanto verles allí a los tres, de pie, nerviosos, con todos
 sus soldados dispuestos a reventar la tela de sus pantalones, mirándome,
 devorándome con los ojos
 "Señores ha llegado el momento".
 Ni medio minuto tardaron en desnudarse. Quizás el más
 remolón fue el vejete, tal vez temiendo que los otros dos,
 más jóvenes, le superaran en virilidad púbica,
 pero al ver el panorama pareció tranquilizarse.
 La verdad, yo no alcanzo a comprender el por qué los hombres
 le dan tanta importancia a la longitud de sus penes, cuando lo mejor
 es que tengan un buen grosor
 Y allí estaba yo con los brazos en jarras, observando satisfecha
 cómo se desprendían de sus ropas, saboreando de antemano
 aquellos cuerpos que me hacían tener la boca hecha agua. Ver
 su desnudez era para mí como la campanilla del perro de Pavlov.
 Les pedí que se tumbaran en la cama, los tres, con las piernas
 bien abiertas. Para qué decir que estaban todos excitadísimos
 y a mí me entró un hambre atroz.
 Me acerqué a ellos insinuante y les sugerí que tuvieran
 paciencia, pues yo como despacio. Sonrieron. Creí notarles
 más tranquilos. Yo desde luego ya estaba muy relajada, me hacía
 bien saber que era yo quien controlaba la situación. No obstante,
 les vendé los ojos con unos pañuelos oscuros, de seda,
 que anudé concienzudamente detrás de sus nucas. No quería
 mirones. Conozco a poca gente que le guste que le vean comer.
 Entonces me retiré a los pies de la cama y observé la
 escena. Tenía a mi disposición a tres hombres, ciegos
 por sus vendas, expuestos ante mí y para mí. Permanecían
 en silencio, expectantes, quietos por temor a rozarse entre ellos,
 con las piernas abiertas para mostrarme sus atributos, completos desconocidos.
 Noté un ligero cosquilleo en mí entrepierna y, al tocarme,
 me asombré de lo humedecida que estaba. Pero yo solo estaba
 allí para comer.
 Me aproximé al hombre maduro y, casi pegando la nariz a sus
 canosos testículos, me invadió un ligero pero evidente
 aroma a almendras amargas. Recordé cierta frase de García
 Márquez sobre su manía de relacionar ese olor con la
 muerte. Y eso me excito aún más el saber que
 estaba haciendo, que iba a hacer algo malo en esencia le iba
 a poner los cuernos a mi marido por primera vez y de la forma más
 original (al menos, el pecado lo era) comiéndome tres
 vergas. Entreabrí mis labios y los posé brevemente sobre
 la frontera entre uno y otro testículo, notando las endurecidas
 hebras (dónde quedaría ya la suavidad del vello).
 Su olor, el contacto de mis labios, nos hizo estremecer a los dos.
«Está aquí», suspiró, y el joven
 y el rasta giraron la cabeza hacia la voz. Yo no respondí,
 pero hundí mis labios en aquella especie de hendidura para
 sentir sus testículos en cada una de mis comisuras. Luego aparté
 la cara y le agarré el pene con mi puño cerrado alrededor
 de la base. Quería comprobar cómo era en todo su esplendor
 y ante tal prodigio solo se me ocurrió metérmela de
 un bocado en la boca. Claro que no me cabía, lo intenté
 hasta llegar a la angustia, pero lo lubriqué bien con saliva
 y ya no me costó tanto. No era un pene demasiado grueso, así
 que pude moverlo con la lengua a mi antojo, siempre dentro de mi boca,
 saboreándole como si fuera un caramelo de palo, mordiéndole
 de vez en cuando, aunque solo un poco, porque me estaba excitando
 mucho aquel olor a almendras amargas.
 Supongo que fue inconscientemente, pero el caso es que al extender
 el brazo para apoyarme mejor, mi mano rozó el sexo del rastafari,
 y me llamó la atención su dureza y su longitud. Giré
 un poco la cabeza para ver su instrumento y de milagro no grité
 al ver sus 21 centímetros de carne en barra, y al pensar que
 aquello iba a ser mío me pareció que hasta me sobrevenía
 un mareo ¡ni que decir tiene que saqué de mi boca
 la verga del vejete y me puse a lamer frenética aquel prodigio
 de la naturaleza! Lo estuve lamiendo casi en un estado de inconsciencia,
 hasta que el chico, después de un espasmo, gritó algo
 incomprensible, pero que yo entendí al punto. Traté
 de abarcar con mis labios su glande décimas se segundo antes
 de que estallara, llenándome la garganta de un semen cálido,
 espeso, un semen que me ardió hasta en lo más profundo
 de mis entrañas, pues era la primera vez que lo probaba. Y
 me gustó. ¡Vaya que si me gustó! ¡Estaba
 exquisito! ¡¡Pura ambrosía!! Pensé que podría
 alimentarme solo de eso durante el resto de mi vida. Continué
 lamiéndole el pene hasta que, desfallecido, se replegó
 sobre sí mismo, y fue entonces cuando probé suerte con
 mi tercer manjar. Soy consciente de que he comido sin previo aviso,
 que hice lo que me dio en gana.
 El pene del pater familias estaba tranquilo. Demasiado tranquilo,
 y noté que su dueño estaba inquieto. Le acaricié,
 silenciosa, jugando con la piel de aquella triste verga que no se
 alegraba de verme, y me acordé del chocolate caliente. Me levanté
 de un salto y apoyando un pie fuera de la cama busqué el carrito
 que había traído el chico del hotel, que contenía
 todos mis encargos. Para mi satisfacción lo tenía al
 lado y cogiendo la jarra, introduje el dedo índice de la mano
 derecha hasta la primera, la segunda falange, los nudillos
 poco a poco, sintiendo la textura del chocolate líquido, espeso
 y caliente sobre mi piel, hasta que hundí la mano a la altura
 de la muñeca. Entonces la extraje lentamente para ver cómo
 las gotas se desprendían de la punta de mis dedos para confundirse
 de nuevo con el contenido de la jarra. Acerqué mi mano al pater
 para que probara el chocolate desde mi propia piel. Él se sobresaltó,
 pero supongo que el olor le dio la pista y me lamió la mano
 tímidamente, confiado. Sin más, agarré la jarra
 y la vertí desde su cuello, dejando que le resbalara por el
 pecho, el vientre, hasta su escuálido sexo, empapándole.
 Dejé la jarra a un lado y comencé a disfrutar del recorrido
 del chocolate en su piel. Permanecí así mucho tiempo,
 respirándole, sintiéndole, lamiéndole, disfrutando
 de aquel placer prohibido hasta que su piel comenzó a ponerse
 tensa. Para cuando llegué a su entrepierna, su soldado ya me
 estaba saludando loco de contento. ¿Saben que el chocolate
 es un afrodisíaco? Pues debe de ser cierto: yo me comí
 su polla como una posesa. Como si fuera lo último que iba a
 hacer en el mundo.
 Su pene. Su gordísimo pene. Menudo trabajo que me costó
 comérmelo. Era tan grueso como un vaso de cubata, casi como
 mi puño cerrado. Por eso era a él a quien se le veía
 el paquete más grande, a pesar de medirle menos que a mis otros
 amantes. Me dolía la boca cada vez que me metía el pene,
 de verdad. Sin embargo, pronto descubrí que lo que realmente
 le volvía loco era que le lamiera la zona rugosa que hay justo
 debajo del glande, y así lo hice. Sus suspiros me excitaron
 tanto que a punto estuve de subirme encima de él y ensartarme,
 pero me contuve a cambio le rocié el glande con nata
 y hasta que no se lo dejé reluciente no paré. Entonces,
 retirándome para ver mi obra de limpieza, él, sin previo
 aviso, se corrió. La primera salpicadura me llegó al
 pecho, pero me incliné hacia él y pude aprovechar el
 resto de su semen, que siguió pareciéndome exquisito,
 como el del rasta.
 Y allí estaba yo, limpiándole los restos de sus fluidos,
 cuando noté una enorme mano sobre mi cintura que me empujaba
 violentamente hacia atrás. Me quedé tumbada de espaldas,
 un poco asustada (la imagen de Horacio, mi marido, se me vino a la
 mente), pero me tranquilicé al ver que era el hombre madurito
 que, al parecer cansado de esperar, había decidido tomar la
 iniciativa. Se había levantado la venda por la zona del ojo
 derecho, como si fuera un pirata, y me miraba con ojos hambrientos.
 Era un hombre muy atractivo y tan seguro de sí mismo
 me abrí de piernas, permitiéndoselo todo, pero él
 se colocó en la posición del 69 y, hundiendo su cara
 en mi sexo, su pene, que estaba a la altura de mi cara, pendiendo
 sobre mi, no me dejó bizca de puro milagro. De pronto noté
 un sabor picante, demasiado líquido y demasiado abundante como
 para que fuera líquido preseminal o semen. Me temí lo
 peor durante una fracción de segundo, pero aquel sabor, que
 ya me llenaba la boca, no podía ser otro: champán. Reí
 hasta casi atragantarme, él sin dejar de chuparme, y pudiendo
 oír las risas del rasta sobre nosotros: había sido él
 quien había descorchado una botella y la estaba vaciando por
 la raja del culo que se hallaba sobre mí, de tal suerte que
 el champán se deslizaba por entre las nalgas, empapando los
 testículos y deslizándose por el pene. Me pareció
 una idea excelente, y chupé y bebí (creo que yo solita
 me cargué dos botellas) hasta que me sentí llena.
 Medio atontada por el champán, sentí de nuevo otras
 relatos de semen sobre mi cara, pero ya apenas pude reaccionar.
 Estaba cansadísima. Creo que tuvo que ser ahí cuando
 me quedé medio adormilada, no estoy muy segura. De lo que sí
 me acuerdo es del sabor a fresas con chocolate. No sé quien
 me las iba dando, ni cómo, pero yo comía inconscientemente,
 ya mucho más que saciada
 Me despertó un fuerte ruido. Cuando abrí los ojos me
 alarmó ver la hiriente luz del mediodía que se colaba
 por las rendijas de las persianas y pensé en Horacio. Sentí
 una ligera resaca. Miré a mi alrededor, un poco descolocada,
 y vi los tres cuerpos dormidos que la noche anterior me habían
 proporcionado tanto placer. Recuerdo que me llevé la mano a
 la entrepierna y me sentí húmeda, pero no pude recordar
 si me habían penetrado o no. Me sentía triste. Las sábanas
 estaban sucias, todo me daba vueltas, y la Culpa rondaba la cama,
 en espera de que me despertara del todo para invadirme. No es que
 no me sintiera satisfecha, que lo estaba, era solo que me faltaba
 algo.
 Miré a mis tres machos y descubrí que el único
 que no dormía era el rastas. Me observaba divertido. Se incorporó
 e, inclinándose sobre mí, me dio los buenos días
 quedamente. Después posó su mano sobre mi sexo y comenzó
 a besarme el cuello. Introdujo un dedo en mi vagina y me miró
 con los ojos muy abiertos. Sonreí y no necesitamos decirnos
 nada. De hecho es que no había nada que decirse. Se colocó
 sobre mí y me penetró despacio, muy delicadamente, consciente
 de la longitud de su miembro, pero con una facilidad increíble
 de tan mojada como estaba. Hacía años que no me despertaba
 tan húmeda, con tantas ansias de ser follada. Pero aquel chico
 no me folló: me hizo el amor. Y yo se lo agradecí, y
 me adapté al compás de sus movimientos, y me fundí
 en su cuerpo, y mi sangre y mis fluidos se mezclaron con su sangre
 y con su semen como uno solo.
 Aquella mañana, la Culpa, avergonzada, escapó por las
 rendijas de las ventanas.
 Nadie le iba a echar de menos. Y ella lo sabía. Ni tan siquiera
 cuando yo tuviera que encararme con Horacio horas más tarde
 la Culpa podría apoderarse de mí porque yo era
 una hembra satisfecha. Feliz.
 La vida, Mi vida, había cobrado sentido.
 Y aquel no era más que el principio

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
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