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El morador del piano

~Gato, s. Autómata blando e indestructible que nos da la naturaleza para que lo pateemos cuando las cosas andan mal en el círculo doméstico.
“El diccionario del Diablo”, de Ambrose Bierce

“…ellas, las mujeres,
piensan en nosotros, concentrándose,
estudiando, decidiendo, si aceptarnos,
descartarnos, cambiarnos, matarnos o
simplemente abandonarnos.
Al final no importa
ya que hicieran lo que hicieran
acabamos locos y solos.”

Fragmento de “Mujeres” de Charles Bukowski.

 

 

Las desgracias y los malos acontecimientos nunca vienen solos. Se dice que suelen venir a golpear a tu puerta de a tres. Creo que tiene algo de razón aquel que lo ha dicho. También creo que estos eventos pueden ser generadores de acontecimientos fortuitos o al menos lo suficientemente singulares para que merezcan ser narrados. Como estos que me sucedieron hace unos pocos años, y permanecerán en mi memoria por muchísimos más. Rememorarlos todavía me provoca asombro y una sonrisa.
Volví a casa muy tarde esa noche, un poco por rabia pero mayormente por vergüenza. Me atormentaban los acontecimientos que se habían sucedido en horas anteriores. Me dolía la cabeza por la cantidad de cigarrillos que había fumado mientras manejaba y daba vueltas sin destino aparente mientras pensaba con amargura. Cuando me cansé de manejar decidí volver, previendo un clima hostil que duraría por varios días. Debería elegir muy bien las palabras si quería solucionar esta situación. Esta vez no lo arreglaría con rosas, no importaba cuanto le gustasen a ella.
Dejé el auto en la calle y entré sin hacer mucho ruido a la casa que alquilaba desde hacía un año y medio junto a Marina. Las luces estaban apagadas. Así las dejé. Me encaminé a mi habitación. Pensé que la encontraría durmiendo o fumando en la oscuridad mientras observaba muy seria cada movimiento mío, como hacía cada vez que discutíamos. Pero la cama estaba tendida prolijamente y no había signos de Marina. Eso fue una mala señal. Definitivamente no lo arreglaría con rosas.
Fui al baño y después a la cocina. Salí al patio y por último decidir echar una mirada en el garaje. Nada. Marina no estaba en casa. Volví a la habitación, encendí la luz y abrí de par en par las puertas del viejo ropero. Solo estaba mi ropa y mis zapatos.
El corazón me latió muy rápido, volví a la cocina y encendí la luz con la esperanza de encontrar sobre la mesa o tal vez pegada con un imán en la heladera alguna nota dejada por ella. Nada había sobre la mesa o en la heladera.
Apoyé las manos sobre la mesa y me quedé en silencio. Pensé por un momento y tomé el celular que siempre dejo sobre el televisor. Llamé cinco veces sin obtener una respuesta. Decidí no dejar mensaje alguno. Marina se había ido y sin interés en contactarme o por lo menos, no inmediatamente. Retiré una de las sillas y me senté por un momento. En la vieja frutera que hacía las veces de centro de mesa había un paquete arrugado de cigarrillos y un encendedor barato. Supuse que Marina los había olvidado. Marina, mi Marina.
Me quedé pensando en ella. Y en como habíamos llegado a esto. Todo había sido tan rápido y confuso que yo apenas recordaba el motivo original por el cual habíamos comenzado a discutir. Pero al cabo de unos minutos ya ninguno de los dos discutía para hallar una solución sino para tener la razón y erigirse ganador en una batalla sin demasiado sentido.
Marina vivía conmigo desde hacía un año y medio y era todo mi mundo. Nunca tuve muchos amigos, siempre fui un tipo solitario. Y ella se había transformado en ese tiempo en todo lo que a mi me interesaba. Era cuatro años menor que yo. Era una chica alta de cabello castaño. Yo adoraba cuando se hacía una cola de caballo con su largo pelo y la dejaba caer por encima de su hombro derecho. Tenía una franca sonrisa y un hermoso par de caderas. Tengo que reconocer que a pesar de que cocinaba muy mal y tenía unos increíbles cambios de humor yo la amaba. Teníamos un gran inconveniente, ella era en ocasiones demasiado caprichosa y yo he sido siempre en extremo intolerante y eso hacía de los dos una mala combinación. Muchas de nuestras peleas terminaban en el dormitorio, otras con ella encerrada en el baño y yo monologando durante un par de horas del otro lado de la puerta.
Sus arranques de ira tenían igual proporción a la pasión que mostraba en cada reconciliación después de cada pelea. De todas maneras ella no quería pasar lejos de mi más del tiempo necesario y a mi no me incomodaba para nada su compañía. A veces ni siquiera nos hablábamos pero le bastaba saber que yo estaba ahí con ella. Y la cierto es que yo la amaba con locura.
Esa tarde volvimos a discutir, para variar. Fue por una tontería, ella quería tener una mascota y yo alegaba que no deseaba tener que estar limpiando lo que un animal ensuciase o rompiese. Pero la discusión se hizo mayor. Después de escuchar durante una hora la incansable repetición de mis errores pasados que ella hacía cada vez que teníamos una pelea, yo me exasperé y le grité que se callara y me dejara en paz. La cabeza me dolía y cada uno de mis latidos retumbaba en mis oídos. En segundos los dos estábamos gritando, luego la situación se salió de nuestras manos y yo sin pensarlo le di una sonora cachetada que finalizó la disputa abruptamente. Creo que nunca olvidaré la forma en que ella me miró esa tarde. Sus ojos hicieron que me arrepintiera inmediatamente. Yo tomé las llaves del auto y salí en busca de aire fresco y empujado por la necesidad de reorganizar mis ideas. Cuando regresé a la noche y vi que ella no estaba, pensé que terminar la relación sería lo mejor para los dos. Pero más tarde me daría cuenta de que eso sólo era un error. Marina había tenido una infancia bastante complicada. Su padre tenía por costumbre golpear a su madre cada vez que se emborrachaba y eso pasaba a menudo. Ella odiaba profundamente a los maridos o novios de sus amigas si sabía que eran golpeadores. Yo jamás había puesto un dedo sobre ella hasta ese día. La sola idea de lastimarla me espantaba. Debí imaginarme las consecuencias que traería el triste evento de esa tarde. Nada de eso había sido buscado por mi parte. Cuando abandoné la casa después de la discusión pensé que sería una buena idea dejar que los humores se enfriaran. Y lo hice con la mejor intención de solucionar todo ese lío. Pero ya se sabe que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
Esa noche negué a hacerme a la idea de que tal vez Marina no volvería. Me disgustaba pensar que todo este embrollo se había desencadenado por mi negación a tener un animal en la casa. Después de todo casi todo el mundo tenía un perro, y en el peor de los casos un gato no le complicaría la vida a nadie ¿no? Además, si el animal sería de Marina, ella se encargaría de cuidarlo. Me dormí en el sillón frente al televisor y tuve un sueño intranquilo, plagado de gatos y perros.
Al otro día me desperté con un lacerante dolor de cabeza y tuve que preparar el desayuno para mi solo. Me costó bastante encontrar lo que necesitaba en la cocina. No tenía ni idea de donde estaban las cosas. Eso me dejó un humor agrio para el resto del día.
Esa fue la primera desgracia ocurrida. Las otras dos no se tardarían en llegar.
Después de una semana de llamar al teléfono de Marina y al de sus padres, seguía sin poder hablar con ella. Así que di eso por terminado. O al menos eso pensé.
Ese mismo día, por la mañana recibí la visita de mi madre. Mi madre se llamaba Amelia, tenía sesenta años y era una mujer elegante y bien educada. Se que jamás aprobó mi relación con Marina pero jamás me lo hizo saber abiertamente y ni siquiera preguntó por ella esa mañana. Amelia se sentó en la misma silla que yo me había sentado la noche que Marina se fue y me dijo sin mas que venía de ver al medico y que éste le había dicho que su enfermedad se había agravado. Mi madre debía ser operada del corazón. En unos días comenzarían con los análisis preoperatorios y ella quería que yo la acompañase al doctor de ahora en más. No tenía a nadie más.
Ese fue un buen golpe. Hizo que yo tomara conciencia de la vejez de mi madre y de su soledad después de la muerte de mi padre. No es que yo no velara por ella, es que hasta ese momento, ella siempre había gozado de una férrea salud. Y lo que había comenzado como una leve dolencia cardíaca propia de su edad había evolucionado en algo complicado y de resolución urgente. Le pregunté si alguien más sabía de su estado y me dijo que sólo yo sabía y que deseaba que así se quedara. Yo asentí a acompañarla en los días venideros, pero como ya hemos dicho, las desgracias llegan de a tres.
Dos días después de su visita, Amelia se fue a dormir temprano esa noche. Y esa mañana ya no despertó. Su corazón había agotado todas sus fuerzas. La encontró la chica que todos los jueves iba a su casa a hacer la limpieza. Y dijo que mi madre sólo parecía profundamente dormida. Estuve todo el día ocupado en los trámites para el funeral y no dejé ni un minuto de pensar en Marina. Esta sería la segunda desgracia en suceder desde mi ruptura con ella.
Esa noche no éramos muchos en la sala donde la estábamos velando. Yo, la chica de la limpieza, y Martínez, el abogado y escribano de la familia que siempre había cortejado a mi madre después de enviudar. Se presentó un sacerdote que rondaba las otras salas velatorias y me preguntó si yo deseaba que pronunciara unas palabras en honor a la difunta. Le dije que sí a regañadientes. Mi madre era católica, pero yo nunca tuve mayor interés en ninguna religión. Cuando el sacerdote terminó la escueta ceremonia. Vi entrar muy despacio a dos ancianos. Supuse sin equivocarme que eran mis abuelos.
Con esto se cumplía la profecía de mi madre que siempre decía que yo volvería a ver a mis abuelos el día de su muerte. Amelia tenía razón.
La última vez que los había visto fue para mi cumpleaños numero cuatro. Y cuando los volví a ver esa noche, no eran como los recordaba. Hoy tengo de treinta años y ya ha corrido mucha agua bajo el puente.
Siendo yo un niño, mi madre y mis abuelos se enemistaron por un motivo que jamás me fue referido. Los tres mantuvieron vivo ese odio hasta la muerte de mi madre y mas de veinte años después tuve que hurgar en la vieja agenda de Amelia, buscar el teléfono de los viejos y llamarlos para darle la noticia de que su hija estaba muerta.
Parece ser que mi familia era escasa en miembros pero pródiga en rencores.
Fue una situación bastante desagradable. Tanto mi abuelo como mi abuela estaban casi completamente sordos, así que tuve que repetir por lo menos media docena de veces frases como “ataque cardíaco”, “su hija Amelia” y “sala número tres”.
Cuando los viejos llegaron los observé con detenimiento. Mi abuelo era alto y huesudo, de manos delicadas y finas, con un fino bigote blanco y escaso cabello. Mi abuela era mas baja, rellena, de pelo que antes habría sido muy rubio y unos ojos azules desteñidos por el tiempo.
En conjunto, tenían ambos muchos rasgos de mi madre.
Al principio, la conversación fue algo tensa. Con el correr de las horas la charla se dio de forma más cordial, natural y distendida. De todas maneras no dejaba de ser una situación atípica y extraña. Ambos se mostraron muy dolidos y arrepentidos por tantos años de separación con su hija. En repetidas oportunidades tuve que hacer un esfuerzo por no preguntarle por el motivo que los había tenido distanciados tantos años. Pero los vi tan viejos y frágiles que tuve miedo de desencadenar algún evento vascular en alguno de ellos. Yo ya ostentaba los títulos de muchas cosas que no hablaban bien de mí, no necesitaba ahora el de desalmado e insensible.
Yo estaba muy apenado y la presencia de Marina me hacía mucha falta. Por la mañana mi madre fue sepultada. Los viejos me invitaron a su casa y yo les dije que pronto los visitaría pero realmente no estaba demasiado convencido. Luego nos despedimos.
Siendo yo ahora dueño de la casa de mi madre, decidí que rescindiría el contrato de alquiler de la vivienda donde me hallaba y ocuparía mi casa paterna. Pero pronto cambiaría de opinión. A los cuatro días recibí un llamado del escribano Martínez diciéndome que mis abuelos habían fallecido. Había sucedido un extraño evento, unas horas antes los viejos habían salido en su automóvil rumbo a la capital. Por algún motivo desconocido habían perdido el control del coche y éste había volcado.
Más tarde me enteraría de que la razón para que el auto volcara había sido un adoquín colocado estratégicamente en el carril rápido, presumiblemente a la espera de lograr que el coche rompiese un neumático y se detuviese en la banquina. Ese era un procedimiento que se estaba usando mucho en esos tiempos para asaltar a la gente que transitaba por la ruta. Parece que hubo un testigo ocular que observó como dos personas retiraban el adoquín de la ruta y huían en un automóvil. Ninguna pertenencia fue sustraída del auto o de los viejos. Mi abuelo murió en el acto, mi abuela fue llevada en ambulancia hasta el hospital más cercano, pero apenas ingresó al centro médico falleció por las heridas múltiples. Supongo que quienes colocaron la piedra en la ruta pudieron ver este espectáculo y no esperaban que el auto volcase y los convirtiese en asesinos. Después de todo se ha dicho que el buen ladrón está sentado a la derecha del Padre, pero del buen asesino nadie dijo nada.
Martínez le había advertido antes a mi abuelo que dada su edad avanzada no debería manejar, pero el viejo siempre hizo caso omiso a su consejo. El abogado me dijo que siendo yo el único familiar vivo de ellos dos, también era su único heredero. De este modo la casa de los viejos pasaba enteramente a mis manos. Y si hubiese quedado sano también sería mío el viejo automóvil. Pero después del accidente no era más que un montón de hierros retorcidos. Sería más prudente jamás reclamarlo. En esta ocasión de los preparativos se encargó el abogado, lo cual me dio un respiro. No quería que los de la funeraria me vieran como a un cliente especial y preparasen mi propio servicio. Esta vez en el funeral éramos solo Martínez y yo, además de algún que otro vecino también añoso y desconocido para mi.
En suma, hacía trece días que no sabía nada de Marina, cuatro días atrás había fallecido mi madre, y hoy unas pocas horas antes, mis abuelos.
Ahora me encontraba completamente solo. Ni siquiera tuve mayor oportunidad de intentar conocer mejor a mis abuelos.
De esta manera, el trío de acontecimientos desgraciados estaba completo.
Ahora poseía cuatro cosas. La casa de mi madre, la casa de mis abuelos, un gran sentimiento de ausencia provocada por Marina y en suma, una soledad profundamente acentuada e inmensa. Así que fuera de mis ocho horas de trabajo en la agencia de autos en la que oficiaba como vendedor, me sentaba en casa a pensar que iba a hacer.
Pensé durante tres días y conseguí desarrollar un plan de acción. Plan que puse en práctica un mes después, más o menos, ya que decidí tomarme unas semanas para despejarme de todo lo agobiante de las situaciones anteriormente ocurridas. Un mes de inacción, excepto por algunos trámites realizados junto a Martínez para poner en regla y a mi nombre ambas propiedades. Desde ya, me aclaró el abogado, que los trámites serían lentos y engorrosos además de caros. Tenía que juntar una buena cantidad de dinero para empezar con declaratorias de herederos y posteriores sucesiones. Todos estos procesos debían ser aceitados adecuadamente con una buena suma inicial de dinero a quien correspondiese. Ese sería para empezar, el perito agrónomo que contratara, que enviaría a su vez a un maestro mayor de obras a hacer un relevamiento de las dimensiones de cada propiedad. Se harían planos nuevos tan bonitos y actualizados como costosos, que tendrían que ser llevados al municipio una vez que regresaran del registro catastral provincial. Por supuesto el trámite municipal no sería gratis, y cuando todos los papeles tuvieran mi nombre escrito volverían a manos de Martínez que los finalizaría con una firma. Por un buen precio obviamente.
Con esta perspectiva, calculé que me llevaría al menos un par de años tener todo ese papelerío en regla si deseaba vender alguna de las propiedades. Entonces pondría en práctica el plan, que era sencillo y redundaría en un beneficio económico que me permitiera afrontar los gastos que tendría en los próximos meses.
Después del mes sabático, pasé por el estudio de Martínez y le pedí que me diera las llaves de la casa de mis abuelos. Con reticencia me dio un manojo de llaves que llevaban pendiente de una anilla y una fina cadena la figura de un gato sentado sobre sus patas traseras. Era de metal y estaba pintada de negro.
Conduje lentamente unos diez minutos hasta la casa de los viejos, estacioné el auto a pocos metros de la entrada y entré a la casa con el sentimiento de ser un ladrón que acababa de violentar una cerradura. En quince minutos recorrí la casa. Todo excepto el sótano, eso lo vería mas tarde y cuando tuviese ganas de ver cucarachas.
El resultado era el esperado, la casa era mucho más grande y mejor distribuida que la casa de mi madre. Había en ella dos cosas que atrajeron mi atención. Un inmenso piano de cola y un notable olor mezcla de humedad y a rata muerta en una cañería. No importaba, me ocuparía de eso mas tarde.
Volví a casa conforme. El plan estaba decidido, restaban seis meses del alquiler de la casa en la estaba viviendo actualmente. Durante ese tiempo alquilaría la casa de mi madre y cuando finalizara el contrato, me mudaría a la casa de mis abuelos. Tendría tiempo suficiente para acomodarla a mi gusto. Me desharía de los muebles viejos y llevaría los míos.
Esa tarde fui a la casa de mi madre. Todo estaba como ella lo había dejado.
Primero recolecté todos aquellos artículos que representasen un buen recuerdo de ella. Es decir, fotos, un par de cuadros pintados por ella, sus alhajas y abalorios, la radio portátil con la que se dormía todas las noches y un par de cosas mas.
Luego junté toda su ropa y la envíe a un asilo de ancianos. Imaginé que serían mas útiles allí que en un ropero. Revisé papeles y viejos álbumes de fotos. Tenía mucho por hacer. Hubiese deseado que Marina estuviese conmigo, ella habría sido de gran ayuda. Eso me hizo darme cuenta de que hacía más de un mes que no tenía noticias de ella. Me saqué la idea de la cabeza y seguí con mi tarea. Me llevó una semana vaciar la casa a excepción de los muebles y dejarla en condiciones para ser alquilada. Luego de eso dejé un juego de llaves en la inmobiliaria de la cual yo era cliente para que fueran a verla y me dieran un precio de alquiler.
Transcurrieron dos semanas mas en las cuales mi tranquilidad no tuvo mayores sobresaltos. Un frío domingo de Julio mientras finalizaba la tarde y yo miraba por la ventana como la lluvia lavaba la calle, harto de mi mismo y de la vida gris que estaba llevando decidí renunciar a mi orgullo nuevamente y tomé el teléfono. Llamé a Marina pero su teléfono estaba apagado. Esta vez dejé un extenso mensaje pidiéndole que me diese la oportunidad de hablar con ella. Le dije que la extrañaba. Y que la amaba.
Una nueva semana se me escurrió entre los dedos y Marina jamás contesto mi mensaje. Entonces decidí que debía hacer un cambio en mi vida.
Hice el intento un par de veces de salir a tomar algo y despejarme, pero no tuve buenos resultados. Estaba demasiado oxidado como para acercarme a alguna señorita y mantener una conversación interesante. Además en una ocasión me crucé en el camino de un par de amigas de Marina. Cuando las interrogué acerca de ella me respondieron con evasivas e hicieron evidente el desprecio hacia mí que siempre guardaron. Volví a casa esa vez con la autoestima del alto de una moneda. Dejé de hacer esos intentos y me prometí enfocarme solamente en mi trabajo.
En la agencia, las horas se me hacían interminables. Repetía en forma automática la lista de equipamiento y las bondades de cada automóvil por el que me preguntaban. Vender unidades nuevas tiene cierto color, pero los usados son otra cosa. La gente no es estúpida y mucho menos cuando tienen el dinero en la mano y están deseosos de comprar. Pero mis habilidades para embaucar se encontraban disminuidas y mi oficio ya me resultaba lo suficientemente canalla como para intentar sobresalir entre los otros vendedores. En las horas libres no me iba mejor.
Fui al cine un par de veces, pero los estrenos no llamaron mucho mi atención y no justificaban siquiera el valor de la entrada. Supuse que sería una buena idea hacerle honor a ese aparato que ha transformado al mundo en una aldea y que ofrece más de cien canales para ver siempre lo mismo.
Pasé unas cuantas horas frente al televisor, cosa que rara vez hacía, y me dí cuenta de que si eras lo suficientemente organizado podías ver la misma película media docena de veces en la semana. Soy prueba viviente de eso, vi tantas veces Casablanca que aprendí de memoria los diálogos de Humphrey Bogart. A pesar de todo, todavía no me creo que un tipo pueda disparar un arma y acertar apuntando desde la cintura.
Supongo que la actuación guarda alguna similitud con vender autos usados.
Me encaminé a un cibercafé para ver si Internet tenía algo que ofrecerme y terminé releyendo una y otra vez las antiguas notas que me había enviado Marina a mi correo electrónico, que por otro lado era la única persona que lo hacía.
Un buen día un colega de la agencia se acercó a mí, me tendió la mano y me deseó un feliz cumpleaños. Inmediatamente se disculpó por no haberlo hecho antes. El tipo había estado ausente por enfermedad los últimos tres días. Cuatro días atrás había sido mi cumpleaños y yo no lo había recordado.
Necesitaba urgente volver a enfocarme en mis asuntos. Necesitaba cambiar de escenario y tal vez mudarme a una casa desconocida para mí fuera algo positivo.
Me quedaban ahora cuatro meses de alquiler. Conciente de lo rápido que pasa el tiempo hice la fiel promesa de comenzar a poner en orden la casa de mis abuelos y prepararla para irme a vivir allí. Solo.
Esta vez volvía a la casa con intención de recorrerla a fondo y conocerla bien, después de todo yo era su nuevo dueño.
La casa se conservaba todavía en buen estado. Era grande y estaba exquisitamente decorada. Tenía tres dormitorios con pisos de parqué, una gran cocina y un amplio salón comedor. Plagada de muebles antiguos y cubiertos del polvo acumulado en los últimos dos meses. Sillones de brocato color bordó, un reloj de péndulo que ya no funcionaba a falta de cuerda, espesas alfombras algo raídas en el centro y como último bastión de una época pasada y aristocrática estaba el inmenso piano de cola confeccionado en una lustrosa y oscura madera. El piano volvió a llamarme la atención, era un Steinway & Sons que tenía la apariencia de ser muy antiguo.
Mirándolo con un poco más de atención vino a mi memoria un vago recuerdo de mi abuelo sentado frente a el. También recordaba que mi madre había dicho que el viejo había sido bueno con el instrumento. Pero nada más que una borrosa visión.
Mi madre había estudiado dibujo y pintura de la mano mi abuela, pero no sabía nada de música ni de pianos. Y yo, dada mi ascendencia bárbara no era afecto a la música o a los instrumentos que la produjesen. Prefería el silencio y un buen libro.
La casa también poseía un gran jardín al cual le hice cortar el pasto que ya tenía la mitad de mi estatura, con varios rosales y un par de estatuas de piedra ennegrecidas por la intemperie. En el fondo del terreno había un limonero bastante frondoso y cargado de frutos. Estaba solo y desentonaba con el resto de la casa, como yo. Hacia la derecha del limonero había un viejo cobertizo cuyas puertas entreabiertas dejaban ver algunas oxidadas herramientas de jardinería un desuso.
Lo primero que hice fue abrir de par en par todas las ventanas. El olor a humedad y su componente nauseabundo perduraban en la sala de estar y en la cocina. Volvería al otro día y con la casa aireada me pondría a trabajar.
Durante dos semanas estuve revisando papeles y las cosas de mis abuelos. Muchas fotos de Amelia y algunas mías de niño. Me deshice de todo lo que no sirviese. Así también de la ropa y de los muebles mas deteriorados. Decidí conservar algunos sillones y el juego de mesa y sillas que a pesar de ser antiguos se encontraban en excelente estado. Llamé a la chica que solía trabajar en la casa de mi madre y le pedí que hiciera una limpieza general de toda la casa. Al otro día, después de darle el dinero que habíamos convenido me recomendó que durante la noche cerrara las ventanas porque había encontrado en algunos sillones pelos de gato en abundancia. Hice lo que me aconsejó pero no le dí mayor importancia.
Un buen día tomé coraje y bajé al sótano. Como lo había predicho era el paraíso de las cucarachas. Lo más interesante que hallé fueron unos cuantos cuadros. Mi abuela había sido una gran pintora según decía mi madre. Entre ellos hubo uno que me heló la sangre en las venas sin ningún motivo razonable. El cuadro consistía en un gato entre gris y azulado sentado sobre sus cuartos traseros y el torso erguido sobre la tapa de un piano. Los ojos bien redondos y amarillentos parecían estar observándome con interés. Confieso que los gatos no me gustan más que los pianos. Dejé el cuadro donde estaba pero en una mala posición que hizo que se cayese al suelo boca abajo. En el reverso del lienzo con un trazo oscuro estaba escrita una sola palabra. Entre comillas podía leerse “Mefisto”. Volví a dejar el cuadro donde estaba.
A la mayoría de las cosas que no quería las regalé pero decidí que no regalaría ese cuadro. Era lo único que en largo tiempo me había provocado una emoción. Subí la escalera y salí del sótano. En la sala noté de nuevo el olor nauseabundo. Tal vez tendría hacer destapar las cloacas, pensé.
Cada vez que empleaba a alguien para realizar alguna tarea de mantenimiento me costaba dinero, que no abundaba por cierto. Había pasado más de un mes y la casa de mi madre no se había alquilado como yo lo tenía previsto. Se me ocurrió una buena idea. Consistía en averiguar sobre el piano de la sala de estar y venderlo. Eso reportaría un buen monto de dinero y me daría más espacio en la casa. Internamente me pregunté para que deseaba más espacio si estaría solo. La respuesta era conocida por mí aunque la negara. Aún albergaba la esperanza de que Marina volviese.
Durante las siguientes dos semanas termine de sacar lo que no quería de los antiguos dueños que ocupase lugar inmediato, luego vacié el sótano y llevé conmigo el tenebroso cuadro del gato. No se porqué lo hice, supongo que solo respondí a un impulso. Lo colgué en la sala de estar y de tanto en tanto intercambiaba alguna mirada con el estático animal. Al menos tendría un huésped en la casa.
Deduje que la chica de la limpieza se había equivocado. Los pelos de gato que había encontrado ella en los sillones eran de un extraño color gris. Lo se porque yo mismo encontré unos cuantos. También los había en la alfombra y en la parte baja de las cortinas. Evidentemente se trataba del gato de mis abuelos, que probablemente se mantenía escondido cada vez que yo entraba a la casa. Bueno, si no le daba de comer se iría a otro lado. Bien se sabe que los gatos son finalmente indomesticables e independientes. Rápidamente encontraría otro lugar para vivir. Tal vez con alguien que verdaderamente quisiera tener un gato.
La faena estaba terminada.
Luego de eso pacté con los de la inmobiliaria que a cambio de los dos meses de depósito que había pagado por el alquiler, finalizaríamos el contrato de la casa donde yo vivía. Me restaban tres meses de alquiler, les dejaría el depósito que equivalía a dos meses y yo me iría de la casa. Les pareció justo y así se hizo.
Ya era hora de que me mudara, al menos de que comenzara la mudanza. La casa estaba limpia y el fétido olor a podredumbre había desaparecido por completo.
Todos los días cuando regresaba de trabajar llevaba en innumerables idas y venidas mis cosas a la nueva casa. Mis libros, mi ropa, mi modesta colección de cuchillos y finalmente un portarretrato con la foto de Marina, como única compañía.
Solía entrar sigilosamente en vanos intentos por encontrar al gato. Pero al único gato que encontraba cada día era al del cuadro en la sala de estar.
Una tarde caminé hasta el limonero. Y encontré en varias ramas del tronco profundos arañazos que por su forma y tamaño, supuse que habían sido hechas por el gato. La corteza estaba cicatrizada así que no parecían ser recientes.
Di unos pocos pasos hasta el cobertizo y le dí una buena ojeada. Hubo algo que atrajo mi atención. Además de un sucio plato plástico y un bebedero color turquesa cubierto de verdín encontré una bolsa de alimento balanceado para gatos que había sido abierta prolijamente y vuelta a cerrar por las manos de una persona. Me pregunté porqué no estaba la bolsa también rota o al menos cubierta de arañazos. Si hacía ya varios meses que el gato no recibía su ración, en algún momento de hambruna debería haber intentado romper la bolsa para meterse algo entre las costillas. Tal vez algún vecino caritativo lo estaba alimentando y lo mantenía lo suficientemente satisfecho como para que el gato no cometiera ningún acto vandálico. Si lograba descubrir quien era el buen samaritano, le diría que podía quedarse con el animal si así lo deseaba. Incluso le regalaría la bolsa de alimento y el bebedero turquesa si así lo deseaba. No tenía manera de impedirle que le diera de comer y no tenía tampoco intenciones de conseguir una mala relación con los vecinos. Aunque a decir verdad no deseaba ningún tipo de relación en absoluto. Al menos no por ahora.
La primera noche que pasé en mi nueva casa, hizo que perdiera el sueño en las siguientes noches al menos por una semana.
Después de traer y desembalar la última caja conteniendo cosas mías, decidí que me sentaría un rato en la sala de estar a leer un poco y tomar unos sorbos del coñac que tenía mi abuelo en una añeja botella que aún conservaba mas de la mitad de su contenido. Me senté en el mismo mullido sillón donde solía hacerlo con Marina cuando mirábamos alguna película que nos gustara a ambos. Antes me serví algo de coñac en una copa, elegí un libro de mi biblioteca y encendí un cigarrillo. Después de leer un par de párrafos me dije a mi mismo que si no adquiría nuevos libros me volvería estúpido de tanto releer los mismos una y otra vez. Tomé el cigarrillo del cenicero y aspiré el humo con lentitud mientras evaluaba si continuaba con la lectura de ese libro o elegía otro. Exhalé el humo y por pura casualidad elevé la vista hacia el piano en frente mío. Lo que vi a continuación hizo que se me erizaran los pelos de la nuca. Sentado sobre la lisa y brillosa tapa del piano se encontraba sobre sus patas traseras un inmenso gato entre gris y azulado de ojos muy redondos y amarillos que me miraban fijamente y con gran interés. El animal se incorporó mostrando todo su buen porte y sin dejar de mirarme por un solo instante caminó lánguidamente a lo largo del piano desde la cola hacia el teclado blanco y negro de ochenta y ocho teclas y antes de llegar al otro extremo del instrumento su imagen se desvaneció lentamente.
Yo me paré de un salto y riendo de mi propia estupidez me restregué los ojos mientras pensaba que tal vez estaba demasiado cansado por la mudanza. Las últimas semanas habían sido agotadoras. La casa era nueva para mí, tenía sonidos que aún yo desconocía y tal vez eso me predisponía a que mi imaginación me jugara una mala pasada. Terminé el cigarrillo y apuré de un sorbo la copa de coñac. Apagué las luces y camino a mi dormitorio miré de reojo al piano que estaba tan quieto y silencioso como siempre. Mientras iba por el pasillo tuve la loca idea de que el gato desde el cuadro me estaba observando mas fijamente que de costumbre. No quise volver la cabeza por temor a ver esos ojos amarillentos brillando en la oscuridad. Mañana sería otro día y según se dice los fantasmas se desvanecen con la luz del sol. Además ya tenía suficiente con el espectro de Marina que me acompañaba fielmente.
Durante el día el gato no se mostró sobre el piano o en ningún otro lugar. Esa tarde aproveché para comprar un par de libros nuevos que esperaba poder leer sin interrupciones. Durante la noche, después de cenar repetí el ritual de cigarrillo y el coñac que por otro lado me ayudaría a dormir. Nada ocurrió durante la hora y media que estuve sentado leyendo. Cuando se me metió algo de sueño en la cabeza decidí que había sido suficiente por ese día y llevé el cenicero y la copa a la cocina. Cuando regresé, hallé al gato nuevamente sobre el piano. Yo permanecí tan quieto como pude mirándolo apenas de reojo y esperando que hiciera su simpático acto de magia y desapareciera. El gato me miraba mientras se lamía una pata. Después de un minuto cuando hubo terminado su higiene arqueó el lomo y se distendió. Volvió a su posición habitual y su imagen se volvió etérea hasta desaparecer. Yo volví a respirar con alivio, apagué las luces y me fui a la cama.
¿Quién habría sido el descuidado que dejó abierta la ventana del infierno por la que se había escapado ese maldito gato?
Al día siguiente me lo pasé evitando acercarme siquiera al piano y cuando se hizo de noche, con resignación repetí otra vez la ceremonia de la copa de coñac, el libro y el cigarrillo. Si esto seguía debería comprar más coñac, me dije a modo de broma.
Más de lo mismo, cada vez que yo perdía algo de atención al piano, el gato hacía su aparición. Esta rutina se repitió a lo largo de unos diez días una y otra vez. Durante esa semana tuve unos minutos de alegría cuando la empleada de la inmobiliaria me llamó para decirme que habían alquilado la casa de mi madre y debía pasar a firmar el contrato. Una tarde estaba sentado en sillón de la sala esperando la llegada de la noche cuando noté que mi soledad era tan palpable que hubiese podido cortarla con un cuchillo. En respuesta a ese angustioso descubrimiento tomé el teléfono celular y le dejé otro mensaje a Marina. Estuve hablando solo por mas de veinte minutos y le conté todos los acontecimientos que me habían sucedido desde que ella no estaba conmigo. Omití la parte del gato. Después de todo ella tendría que verlo para creerme que convivía con un gato gris y azulado que me planteaba serias dudas acerca de mi propia cordura. Confieso que ya me estaba acostumbrando al espectral gato y ya no me causaba más pavor.
Cierta noche ni siquiera esperó a que yo me sentara en el sillón con el libro y la copa. Cuando entré a la sala a hurgar en la biblioteca el gato ya estaba sobre el piano moviéndose nervioso de un lado a otro. Me miraba con insistencia y cuando yo me decidí a acercarme un poco al piano el gato comenzó a rascar la tapa de manera frenética e inaudible y continuó así mientras su imagen se esfumaba hasta ser nada.
Bien, era un hecho. Definitivamente yo era el dueño de una gloriosa locura. La soledad me había afectado a punto tal de imaginar tales cosas.
Una idea me vino súbitamente a la cabeza. Me acerqué a la tapa del piano para constatar los arañazos que pudiesen haber dejado las finas garras del animal. Pasé la yema de los dedos por la delicada superficie de la madera lustrada y no noté ni pude ver nada que se pareciese a un arañazo.
Ya había sido demasiado por hoy. No habría esta noche lectura ni coñac. Apagué las luces y me fui a acostar pensando en las razones que podría tener un gato ya sea fantasmal o de carne y hueso para hacer lo que estaba haciendo. Evidentemente el gato había pertenecido a mis abuelos, seguramente era el niño mimado de mi abuela, que hasta lo había retratado sobre el piano. Si era un fantasma en algún lugar del jardín debía estar la tumba del animal. Mañana buscaría en el jardín me dije, y me dormí pensando que quien busca lo que no debe encuentra lo que no quiere.
Al otro día siendo domingo no trabajaba, así que investigué en cada rincón del amplio terreno para no encontrar nada. Eso me hizo preveer que sería una tarde larga y depresiva de domingo. Estaba regresando a la cocina cuando escuche tenuemente el sonido de mi teléfono llamando. Corrí para alcanzarlo antes de que cortaran, con la esperanza de tener algo de conversación. Cuando atendí del otro lado de la línea me respondió la voz más dulce que había oído jamás.
Era un ángel en respuesta de mis llamados y mensajes telefónicos. Era la voz de Marina.
Tuvimos una larga conversación, y milagrosamente aceptó encontrarse conmigo en un café para poder hablar mejor y en forma más personal. Cuando volví a verla sentí que ninguno de los eventos en los últimos meses habían sucedido. Hablamos mucho más que por teléfono. Ella se disculpó por no estar presente cuando murió mi madre y yo por haberla golpeado. Hicimos un buen análisis de nuestros errores. Esa noche casi no estuve en casa, llegué muy tarde y con una gran sonrisa en los labios. Apenas entré encendí las luces. Me asomé a la sala y observé el piano. Todo estaba quieto y sin ningún gato. Esa noche el animal no tuvo a su acostumbrado espectador.
Apagué las luces y me dirigí a la cama. Esa había sido una buena noche. Podría decirse que Marina me había perdonado. Quedamos en volver vernos la próxima noche en el mismo bar. Yo no quería presionarla, sería a su manera esta vez.
El día transcurrió tranquilo, esa tarde cerré la venta de dos unidades nuevas en la agencia y estuve con el mejor ánimo. Apenas llegué a casa al anochecer recibí un llamado de Marina. Inmediatamente pensé que se retraería de nuestra segunda cita y sentí un miedo terrible. Pero no se trataba de eso. Marina me dijo que si esa misma noche la pasaba a buscar por la casa de sus padres vendría a vivir conmigo, si eso era lo que yo aún deseaba. Me dijo que me amaba y que había sido todo un gran error. Que no quería seguir estando sin mí ni un momento más. Yo estaba tan feliz que las palabras se me atragantaban. Solo me pidió que le diera un par de horas para llenar unos bolsos con ropa y otras cosas.
Cuando cortamos la conversación, me sentía tan victorioso como un caballero medieval después de matar a un dragón. Marina volvería y eso era grandioso.
Henchido de coraje caminé hasta la sala, me acerqué al piano y apoyé las manos en el. Luego levanté la cubierta que protegía al teclado y oprimí unas cuantas teclas sin tener la más mínima idea de lo que estaba haciendo. Algunas notas muy suaves se elevaron desde el instrumento y fueron seguidos por un par de sonidos sordos y discordantes. Bueno, parece que el piano está un poco maltrecho, pensé yo. Alguien en la agencia me había dicho que si era un Steinway & Sons y aparentaba ser muy viejo probablemente valiese una pequeña fortuna. Pero nada me había dicho de un piano roto. Decidí por primera vez levantar la tapa del piano para conocer sus entrañas. Y lo hice lentamente buscando algún soporte para la tapa. Encontré el soporte de madera astillado y partido en dos. Y para mi sorpresa hallé en la caja de resonancia y obstruyendo algunas cuerdas al cadáver reseco de un gris gato atrapado como un Jonás en su ballena.
No pude evitarlo, la imagen se me volvió borrosa cuando los ojos se me llenaron de lágrimas. Repentinamente me di cuenta de que no había llorado en mucho tiempo. Ni siquiera cuando fallecieron mi madre o mis abuelos. No había derramado una miserable lágrima por Marina tampoco. Creo que estuve llorando por el lapso de una hora en compensación por la ausencia de lágrimas en mis últimos meses. Y como único testigo de mi flaqueza estaban los restos del pobre gato. Después de secarme las lágrimas miré avergonzado al gato de ojos amarillos en el cuadro y le pedí perdón por no haberme dado cuenta antes del mensaje que me había transmitido todas las noches por más de diez días. Bajé la vista al cadáver y le reproché su falta de delicadeza en no haberse muerto en un lugar más visible. El muy maldito podría haberse muerto en el jardín y no haberme apestado la casa durante tres meses. Supuse que durante la ausencia de mis abuelos el gato no tenía quien controlara sus travesuras y tal vez encontró en el piano un juguete nuevo antes prohibido. Tal vez en sus momentos de soledad el gato tuvo por costumbre afilar sus garras en el soporte. Con el tiempo este se había debilitado hasta romperse, dejando caer la tapa y atrapando al animal en la caja de resonancia. Pero eso ya no importaba, caminé hasta la habitación y elegí una vieja funda de almohada de un cajón de la cómoda. Volví a la sala y con ella amortajé al pobre gato. Salí al jardín y me encaminé hasta el limonero. Dejé el bulto en el suelo y tomé una pala del cobertizo. Y esta vez sin ceremonias ni lágrimas, bajo el árbol lo dejé sepultado.
Luego volví al interior de la casa y me lavé la cara y las manos. Sentía los ojos hinchados de tanto llorar. Después de eso salí en busca de Marina.
Esa misma noche le dije a ella que teníamos un gran jardín con rosas y suficiente espacio como para que tuviéramos una mascota. Marina rió encantada, me abrazó y me dijo que esta vez eligiese yo que animal sería. Me preguntó sonriendo que animales prefería. Y me miró con dulzura y extrañeza cuando le dije que me gustaban los chacales que a pesar de ser ruines como yo, permanecían con su pareja hasta la muerte una vez que la hallaban. También le dije que me gustaban los reptiles porque guardaban en sus ojos una prehistórica sabiduría. Pero si tenía que elegir, los que mas me gustaban eran los fantasmales gatos que caminando se desvanecían sobre los viejos pianos. Y el beso que me dio me transmitió la certeza de que la tormenta había pasado.
Han transcurrido ya tres años que vivimos juntos en esta casa. Y desde que, en ella, tengo esta alegre risa femenina las cosas han mejorado mucho. Marina ha decorado cada habitación con excelente buen gusto. Yo ya no soy tan intolerante y he aprendido a aceptar muchas cosas. Marina evalúa sus caprichos minuciosamente antes de decírmelos y los desecha si no son viables. En cuanto a la mascota, decidimos de común acuerdo que lo mejor sería tener una amplia pecera y unos cuantos peces de colores. No requieran de mayor atención y no generan disputas.
No le he contado jamás a Marina la historia del gato, podría apostar a que no me lo creería. Apenas yo lo creo. Desde que ella llegó a esta casa el infortunado animal no ha vuelto a aparecer salvo por una sola vez. Apenas habían transcurrido unos pocos días de su llegada cuando cierta noche salí al jardín a fumar un cigarrillo y volví casi inmediatamente a buscar un encendedor. Marina estaba durmiendo y yo estaba desvelado. Como no encontraba mi encendedor por ningún lado fui hasta la sala de estar a buscar la cartera que Marina dejaba siempre sobre el piano. Su encendedor estaba usualmente en su cartera. Fue una buena sorpresa encontrar al gato parado al lado del bolso de cuero marrón. El gato caminó despacio a lo largo del piano como lo hiciera en nuestro primer encuentro y saltó al suelo sin emitir el más mínimo sonido. Se dirigió hacia mí y plácidamente se restregó contra mis zapatos por unos segundos. Su tacto fue imperceptible, pero el momento fue agradable. Imaginé que era su forma de agradecerme por haberlo liberado de su prisión. Siguió caminando y mientras yo lo seguía sin temor, salió al jardín. Continuó su marcha pasando a través de las estatuas y los rosales, hacia el limonero. Yo me detuve y por primera vez le dirigí la palabra al fantasma. Solamente pronuncié su nombre fuerte y claro.
--- Mefisto…
No me sorprendió que el gato se diera vuelta y me mirara una vez más. Esta vez no había ansiedad en sus amarillos ojos. Parpadeó lentamente como solo los gatos saben hacer, volteó y siguió caminando hasta desvanecerse.
Como había dicho anteriormente, creo que estos hechos merecían ser contados. Sin embargo algo me ha quedado sin resolver aún.
¿Alguno de ustedes estaría interesado en comprar un antiguo piano?

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