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El gimnasio de Pilar

~La proximidad del verano siempre ponía un alerta en Pilar que, a los veintiséis años y aun sin haber conseguido sostener una relación estable con ningún hombre, trataba de mantenerse en forma evitar a que su generosa anatomía le jugara una mala pasada con los kilos.
Si bien por su profesión de abogada debía frecuentar a más de los que quisiera conocer, tomaba tan en serio la relación cliente-abogado y hasta con sus mismos colegas y personal de Tribunales, que desalentaba a cuantos hubieran querido sostener aunque más no fuera un toque sexual.
Tampoco era que se tomara aquello tan a pecho y satisfacía ampliamente sus necesidades sexuales, que eran muchas pero a las que no registraba hasta no sentirse acuciada por la calentura. En esos momentos rescataba su alter-ego, un personaje que ella creara para que, convertida en una provocativa buscona, frecuentara boliches en los que conseguía a quien deseaba para una noche de buen sexo, después de la cual desaparecía del mapa.

Esa mañana y mientras se secaba delante del antiguo ropero, vio reflejada su imagen y, aunque los pechos solidamente pesados y las redondas nalgas conseguidas a fuerza de horas de Pilates mostraban la contundencia de la lozanía en su máximo esplendor, un dejo de pancita y el atisbo de ciertas plegaduras en la cintura que amenazaban con convertirse en antiestéticos rollitos, la decidieron a buscar un gimnasio en el nuevo barrio al que se mudara recientemente.

Terminada la larga jornada entre los diferentes juzgados y la atención de su despacho, un resto de vigor la hizo vencer al cansancio para buscar aquel gimnasio que recordaba haber visto en una calle lateral.
Cuando al fin lo ubicó y después de estacionar el coche rápidamente a causa de que las calles quedaban desiertas a esa hora, accedió a lo que era la recepción del solitario negocio.
La joven que se desempeñaba como encargada y ante la explicación de sus necesidades localizadas, le hizo llenar una ficha en tanto le explicaba que ya era un poco tarde para las clases regulares, pero como lo de ella requería de una rutina diferenciada y un buen trabajo de masajes, podían comenzar inmediatamente.
Tras colocar el cartelito de cerrado y conducirla hasta el gimnasio propiamente dicho, le dijo con desenvoltura profesional que, como estaban solas y ella parecía no haber traído ropa adecuada, se quitara la que traía para utilizar a corpiño y bombacha en los ejercicios.
Pilar se dio cuenta de su pacatería cuando un ramalazo de vergüenza la puso a punto de rechazar la propuesta, pero se auto convenció de que era una tontería no hacerlo, si cuando iba a la playa sus bikinis eran varias veces más chicas que las prendas íntimas.

Conduciéndola hacia una de las máquinas y tras de entregarle una botellita conteniendo una de esas bebidas energizantes, con la recomendación de que, como ella seguramente no consumiera durante el día la cantidad de líquidos necesaria, complementara los ejercicios con el consumo de la bebida.
Memorizando las indicaciones de cómo utilizar esa máquina nueva para ella, alternó durante media hora el ejercicio con el consumo del líquido que, realmente, le insuflaba fuerza y entusiasmo.
Consumido el tiempo y la bebida, la muchacha la llevó a una máquina aun más complicada que la anterior y entregándole otra botellita, le dijo que, en tanto ella preparaba la mesa de masajes, hiciera quince minutos de gimnasia al tiempo que consumía aquella nueva ración de líquido.

Verdaderamente, la bebida hacía cosas maravillosas en su organismo, ya que todo rastro de cansancio había sido eliminado para ser suplantado por una euforia que la llevaba hacer cada vez más dinámicos y fuertes los ejercicios.
Cubierta de transpiración pero con una sonrisa satisfecha en su boca, aceptó encantada cuando la mujer, ahora vestida con un corto delantal que cubría escasamente sus glúteos, la condujo hasta la sala de masaje.
En tanto acomodaba toallas y frascos en un mueble de espaldas a ella, la joven le dijo calmosamente que se quitara la ropa interior para acostarse luego en una de las mesas; después que lo hubiera hecho pudorosamente para aplastar sus senos contra la funda blanca de la camilla, la muchacha cubrió sus nalgas con una pequeña toalla y, derramando un delgado hilo de un fragante aceite en las piernas, inició un lento masajear que la hizo experimentar sensaciones placenteras en los músculos de todo el cuerpo.
Después de todo un día por cierto trajinado, los ejercicios y la refrescante bebida la habían condicionado para que el uso de las manos de la joven, quien le había pedido que la llamara Lucy, le pareciera maravilloso.
Descansando la cara de lado sobre la acolchada cabecera, sentía como esta manipulaba diestramente los dedos de los pies, acariciándolos y sobándolos con tierna rudeza para luego hacer o mismo en la planta y los tobillos. Aquello llevaba a su mente un bienestar tan grande que poco a poco fue hundiéndose en una modorra que la alejaba de la realidad pero que le permitía sentir, casi exacerbados, los manoseos de Lucy.
Esta fue trepando morosamente a lo largo de las pantorrillas, se estacionó por unos momentos en el hueco detrás de las rodillas para finalmente subir en el sobamiento por los largos muslos.
Aunque su actividad sexual era moderadamente continua, por ser esos acoples fugaces encuentros fortuitos con desconocidos, no estaba acostumbrada a las caricias y las manos iban colocando en su bajo vientre una sensación indescriptible que se parecía sospechosamente a la calentura.
Dejándose estar, se aflojó totalmente y cuando las manos de la muchacha comenzaron a deslizarse acariciantes sobre la prominencia de las nalgas con alternadas compresiones y estrujones, aquella sensación que creyera percibir en el vientre se manifestó como un escozor no acostumbrado.
La cercanía de la feria judicial de verano había acaparado toda su atención y recién cayó en la cuenta que hacía dos meses largos que no buscaba el alivio a sus necesidades que, sin embargo, seguían latentes y ella trataba de ignorar.
Ya las manos expertas de Lucy habían abandonado sus nalgas y, deslizándose por la zona lumbar, comenzaron a masajear la musculatura que rodea a la columna vertebral, escalando hasta los omóplatos para luego descender por los dorsales, extendiendo progresivamente la elipse hasta que los dedos rozaron los senos que permanecían aplastados por el cuerpo.
Aunque este fuera descuidadamente casual, ese contacto hizo que un ramalazo de ansiedad sexual la conmoviera, acrecentando la comezón que parecía extenderse a toda la entrepierna; en realidad, eso era estrictamente cierto, ya que Lucy, al contemplar su belleza y especular sobre la hora en que esa mujer solitaria buscaba solución a un problema estético a primera vista inexistente, la considerara una presa fácil, proveyéndola para que consumiera con perentoria obligación aquella bebida que, ciertamente tenía virtudes energizantes, pero a la cual ella y su socio habían agregado una dosis generosa de yumbina.
Esta droga de diseño de reciente difusión, era procesada sintéticamente, pero la basándose en una planta que crece en Brasil y algunas regiones africanas y cuyos efectos vasodilatadores son devastadores, especialmente en las mujeres, actuando como una especie de Viagra que exacerba la acumulación de sangre en el aparato genito-urinario y sus adyacencias, hasta un punto que sus consumidores buscan desesperadamente calmar sus ardores por medio del sexo, con características muy similares a la incontinencia sexual de la ninfomanía o furor uterino.

Si bien ya habían probado su eficacia en un par de clientas y ella misma la había consumido para verificar sus efectos, por lo que la sensibilidad de sus dedos expertos captaban en la joven abogada, la droga parecía haber hecho efecto muy rápidamente y conociendo el grado de ansiosa zozobra en que sume la necesidad de calmar la inflamación mediante el sexo, decidió acelerar la operación.
Tras darla vuelta boca arriba, sus manos volvieron a sobar morosamente las piernas, haciendo hincapié en las rodillas, una de las áreas más sensibles en la mujer, comprobando su aserto al ver estremecerse los músculos de los muslos ante ese toqueteo y haciéndole separar las piernas, sus manos aquietaron esas vibraciones con el bálsamo de las caricias y suaves apretujones.

Haciendo un esfuerzo por contener la exteriorización de su excitación, Pilar clavaba la cabeza en la suave elevación almohadillada y en tanto las manos crispadas se asían a los bordes de la ancha camilla, sus parpados cubrieron los ojos desorbitadamente abiertos, dejando que los dientes se hundieran nerviosamente en la morbidez del labio inferior.
Subiéndose a la camilla, la rubia masajista se ahorcajó sobre sus muslos para dejar descansar sobre ellos las contundentes nalgas, llevando sus manos al bajo vientre cuya piel ya denunciaba la intensidad de la acumulación sanguínea por el intenso rubor que la cubría desde el mismo ombligo hasta alcanzar las ingles, el Monte de Venus y, en grado superlativo, la vulva.
Como si desconociera ese hecho que Pilar ignoraba estuviera sucediendo, derramó una línea abundante de aceite, que el realidad era un vaso dilatador de uso externo, desde el bajo vientre hasta lo alto del pecho, para luego y en perezosos toques de palmas y dedos, ir comprimiendo y sobando las carnes de la cintura y la apenas insinuada barriguita.
Ahora, Pilar ya no disimulaba más la calentura que la embargaba y en tanto había alzado los brazos para aferrar con los dedos el caño de la cabecera, arqueaba el cuerpo alternadamente con un instintivo movimiento muy similar al de una cópula.
Sabiendo la histérica desesperación con que el deseo invade a las mujeres por efecto de la droga, Lucy dejó que sus manos concurrieran a estrujar las sólidas carnes de esos pechos plenos y maduros y la joven abogada, mucho más incontrolablemente desmandada que cuando lo hacía con hombres, abrió sus ojos suplicantes para hacer que su boca musitara roncamente su asentimiento a la caricia.
Sabiendo que ya estaba madura, la masajista se enderezó por un momento para quitarse el breve guardapolvo y quedar absolutamente desnuda, cosa que terminó de enardecer a Pilar, ya que la muchacha tenía un cuerpo maravilloso, cuyos senos, altos y redondos, se proyectaban erguidos sobre un abdomen cuyos músculos se marcaban como los de una atleta y las caderas poderosas que las piernas abiertas destacaban, daban la impresión de sostener a unos glúteos más que consistentes.
No era que a ella la atrajeran particularmente las mujeres pero sabía apreciar cuando una era lo suficientemente linda o estética y la atlética rubia cumplimentaba largamente los dos conceptos, ya que su musculatura no era tan exagerada como para masculinizarla.
Lucy había advertido el rápido examen de su víctima y, como para probarla, llevó los dedos a rascar suavemente la amplia aureola cubierta de gránulos para luego, envolver entre los pulgares e índices los largos pezones, deslizándolos en un tierno estregar que no llegaba al retorcimiento y ante la amplia sonrisa dichosa en que se distendieron los labios de su clienta, bajó la cabeza para, sin dejar de estimular a las mamas, pasar la lengua serpenteante sobre el valle que divide a los senos.

En el vientre de Pilar confluían esas sordas y minúsculas explosiones que la sacudían cada vez que estaba excitada con ese nuevo escozor caliente que parecía poner en llamas la parte más baja del vientre y el sexo pero que no le significaba un sufrimiento sino un sendero distinto para conducirla al goce.
Aunque en el imaginario fantástico que su mente proyectaba mientras sostenía sexo y por el que desfilaban en caóticas escenas todos aquellos otros con los que mantuviera relaciones íntimas como en una comparación involuntaria sobre sus capacidades, habilidades y tamaños, solían filtrarse, aleatorias y fugaces, algunas figuras femeninas, desconocidas y sin rostro que más luego ella atribuía a deseos sin satisfacer que elaboraba y escondía el subconsciente; nunca había especulado o ni tan siquiera pensado concientemente en hacerlo con alguna de las tantas mujeres con quienes tenía relaciones laborales o de amistad, pero ahora, luego de esos masajes que no habían cumplido con su cometido de enervarla físicamente, el leve deslizarse de la lengua parecía complementarse cabalmente con lo que experimentaba su cuerpo.
Escuchando el corto jadeo que escapaba sordamente por su boca entreabierta, Lucy trepó como un viscoso caracol a lo largo del pecho cubierto ya de un fuerte rubor y el minúsculo sarpullido de la excitación, para luego escarbar a la búsqueda de los sudores que acumulaban los huecos entre las clavículas y ese que se produce en su unión con el esternón.
Labios y lengua se complementaban en lamidas y succiones de los labios, escalando lentamente por el tubo de la tráquea, la deliciosa curva debajo del mentón y, superando a este mismo, incursionaron en derredor de la boca para sin llegar a tomar contacto con ella.

Contradiciendo sus propias expectativas, la boca de la mujer colocaba en su mente un acuciante deseo por besarla y ser besada y allá, muy en el fondo de la conciencia pero con una latencia casi física, sentir esa boca de pasmosa maleabilidad haciéndole sexo oral.
La lengua tremolante hurgaba en sus comisuras y escurriéndose entre los labios, excitó sutilmente el espacio entre estos y las encías, logrando que la suya se proyectara timorata para hacer contacto con ella, tras lo cual, roto el dique de la continencia, ambas se trabaron un afanosa pugna.
Ese juego oral no lo había ejecutado con nadie y el sentir esa lengua tiernamente ágil, buscar y competir con la suya, la enajenó de felicidad y cuando la mujer envolvió entre sus labios la suya para succionarla como si fuera un pene, no dudó en envararla para sentir aun mejor ese felación.
La sensación era inefable y desprendiendo las manos de los caños, abrazó a Lucy por la nuca, hundiendo sus dedos en los rubios mechones al tiempo que, sintiendo la contundencia del cuerpo de la muchacha contra el suyo, se arqueó y meneó en imitación a un coito.
Al ver su reacción entusiasta, Lucy abrió la boca para encerrar entre sus labios los de Pilar e iniciar una serie deliciosamente inacabable de besos, al tiempo que los cuerpos se estrellaban y restregaban como indicando la urgencia del deseo.
Ambas intercambiaron frases ininteligibles de pasión, musitándole a la otra cuanto la satisfacía ese tipo de sexo hasta que, recuperando su cordura y consciente de para qué había suministrado a la joven abogada la yumbina, Lucy le preguntó si estaba dispuesta a llevar aquello hasta la última consecuencia, fuere lo que fuere; cuando esta asintió fervorosamente, realizó inversamente el camino que la llevara hasta ahí y, sin dejar que sus dedos cesaran ni por un momento en estimular a los pezones, realizó con la boca un juego que a Pilar le pareció increíblemente delicioso.
La rubia masajista parecía estar especialmente dotada para ese tipo de sexo y su boca era un instrumento formidable de dar placer; los labios apenas rozaban la piel y era la lengua la que, vibrante y ágil como la de un reptil, cimbraba velozmente contra la epidermis, dejando un rastro de saliva que los labios sorbían con delicados cupones, colocando en la zona lumbar de Pilar un cosquilleo que la sacudía por entero.
La boca parecía remisa en decidirse a abordar esas dilatadas aureolas amarronadas que aparecían cubiertas por infinidad de gránulos sebáceos, verdaderas terminales sensoriales que trasmitirían a la pituitaria mensajes inequívocos de placer. Cuidadosamente, la lengua tremolante tanteó su verdadera dimensión y cuando sintió que se establecía entre las dos como una especie de corriente eléctrica que las fusionaba, entonces sí, se convirtió en un mecanismo de incruenta agresión que hizo a Pilar proferir sus primeros ayes de dicha.
Después que labios y lengua se cebaran en la áspera superficie, los dedos que martirizaban al pezón cedieron su lugar para que la lengua fustigara fieramente el largo vértice carnoso y comprobada su consistencia, fueron los labios quienes lo encerraron para succionarlo en tan profundas como exquisitas mamadas

En Pilar se había acrecentado el sentido del placer y una ola de liberación sexual la invadía, condensando sublimadas sus experiencias pasadas. Dejándose llevar por la mujer y su instinto, comprometió el mejor esfuerzo por complacer a quien la satisfacía tanto. Lucy percibió como todo su cuerpo se relajaba y se le entregaba dócilmente, entonces, su boca se afanó aun más en las succiones y volviendo a tomar entre los dedos al pezón, comenzó a apretarlo en dura fricción que paulatinamente aumento en intensidad, convirtiéndolo en verdadero retorcimiento.
Como en cada oportunidad que tenía sexo, otra vez el dolor volvió a constituirse en fuente de placer para Pilar, quien sintió en el mismo fondo de la matriz el reclamo atávico del puro goce y aferrando la cabeza de la muchacha entre sus manos, la apretó contra su pecho, mientras le suplicaba que no cesara y que incrementara su accionar. Esta parecía haber perdido el control y con un fervor digno de mejor causa, mientras clavaba fieramente las uñas sobre una mama, mordisqueó rudamente la que tenía entre los labios, enviando la mano libre a hurgar en su entrepierna para hundirse en la mojada raja de la vulva, buscando a tientas el agujero vaginal metiendo dos dedos en él en frenética masturbación.
Con la cabeza clavada en la camilla y el cuello tensado a punto de estallar, Pilar sacudía con desesperación la pelvis mientras clavaba sus uñas en la espalda de Lucy y por la intensidad de sus broncos gemidos, aquella comprendió que estaba alcanzado un precoz orgasmo.

Abandonando sus pechos, escurrió por el vientre para hundir la cabeza en la entrepierna que se sacudía convulsivamente, accediendo a los suculentos labios de la vulva, inflamada y pulposa. Los labios y la lengua penetraron entre los oscurecidos pliegues, esforzándose con denuedo en lamer y succionar al pequeño manojo de carne en su interior, mordisqueando enardecidamente al endurecido clítoris, en tanto que con su dedo pulgar lo estimulaba desde el Monte de Venus.
Pilar sentía como sus jugos internos irrigaban la vagina desde el útero y los labios de la vulva secretaban los humores hormonales que la mojarían placenteramente; perdido todo recato, le exigía roncamente a que la elevara nuevamente a la cúspide del goce, Entonces, los dedos largos y fuertes, volvieron a introducirse en la encharcada vagina para extenderse sobre el rugoso anillado interior, rascando y hurgando en las espesas mucosas a la búsqueda del punto que disparaba las sensaciones más espléndidas del goce.
Cuando la sensibilidad de las yemas detectaron la pequeña callosidad, la excitaron lentamente y comprobando que a su estímulo se inflamaba adquiriendo un volumen similar al de una nuez, multiplicando los gemidos y las convulsiones ventrales de la mujer, se dedicó con esmero a restregarlo hasta sentir como la abogada se relajaba y entre sus dedos escurrían las mucosas que parecían haberse licuado en los cálidos jugos de una gratamente sorpresiva eyaculación multiorgásmica.
Mientras con el dedo pulgar castigaba al clítoris, la boca bajó hacia la apertura dilatada de la vagina para hundir su lengua en el oscuro ámbito, sorbiendo con fruición la generosa marea que rezumaba del conducto. Dispersando esos líquidos, el pulgar de la otra mano masajeó suavemente la fruncida entrada al ano y, dilatándola con ternura, fue introduciéndose con lentitud entre los esfínteres que fueron cediendo complacientes y comenzó un entrar y salir que fue incrementándose en la misma medida en que un calor intenso la iba cubriendo de transpiración, como siempre que sometía a otra mujer.
Aunque nunca permitiera que nadie la sodomizara, la invasión del dedo al recto había sido tan delicadamente hecha que, desde la dulce relajación en que se hundía su cuerpo, Pilar disfrutaba de la febril actividad de Lucy con una enorme sonrisa de satisfacción y acariciando la rubia cabellera, la incitaba a proseguir sometiéndola a tan excelso disfrute, en medio de un torrente de involuntarias frases amorosas. En la cúspide de la satisfacción y jadeando violentamente, esta se había derrumbado sobre el sexo, obnubilada por las últimas contracciones explosivas de su eyaculación, en tanto que Pilar volvía a sentir como desde el fondo de las entrañas se encendían las ascuas del deseo y una lava ardiente se esparcía incontenible.
Enceguecida por el despertar de una salvaje necesidad sexual, Lucy se incorporó para bajar de la camilla y colocándose invertida en la cabecera sobre ella, saboreando aun las dulzonas mucosas de su sexo, comenzó a besarla con lujuria en la boca introduciendo en ella su lengua voraz cargada de saliva mientras las manos sobaban y estrujaban a conciencia los hermosos senos de la joven quien, volviendo a excitarse, la abrazó con desesperación y ambas se trabaron una dulce contienda amorosa.
El tiempo parecía haberse detenido; moviéndose en ralentti, los dedos acariciaban y estrujaban las carnes con insólita ternura y los labios famélicos se extasiaban en la succión del beso o de los pechos. Ambas semejaban estar contagiadas por idéntica inquietud apremiante, sus cuerpos vibraban al unísono y acoplándose con justeza, se complementaban, se fusionaban buscando con denuedo la miscibilidad de sus jugos, sus salivas, sus sudores y sus pieles.
Arrullándose mutuamente en ronroneantes e indescifrables susurros, ondulaban sobre la estrecha superficie. Lucy trepó nuevamente a la camilla y como si un mandato silencioso las compeliera, se deslizaron simultáneamente a lo largo de los vientres con las bocas extasiándose en el sometimiento de las soberbias e inflamadas vulvas, abultadas y mojadas; Lucy, lamiendo y sorbiendo la vulva de Pilar y esta, deslumbrada por la pulida superficie carente de todo rastro de pelo que se dilataba en una especie de latido siniestro, ansiaba conocer los sabores de esa mujer.
A pesar de desconocerlo todo del sexo homosexual, era mujer y sabía exactamente qué cosas y en qué momento placían a las mujeres; morosamente recorrió los labios casi ennegrecidos por la acumulación de sangre que les daba tumefacción, cubriéndolos de incontables besos y luego, la delicada punta aguda de su lengua se deslizó entre ellos, humedeciéndolos aun más y solazándose en la succión de los rosados pliegues interiores que emergían entre ellos. El sabor y el aroma de los jugos femeninos parecían enajenarla como ella jamás lo hubiera imaginado e imitando a su mentora, separó los labios con los dedos para hundir su boca en el perlado óvalo y deslizar la lengua repetidamente sobre la tersa superficie.
Atrapando entre sus labios los gruesos pliegues, fue macerándolos en lenta succión para concentrarse más tarde en el diminuto pene que se alzaba desafiante y que fue adquiriendo volumen en la medida que ella lo ceñía entre sus labios, mordisqueándolo con cierta saña hasta hacerle adquirir el tamaño de un dedo meñique.
Tomándolo entre los dedos, lo estrujó y retorció fieramente al tiempo que sus uñas se sumaban al suplicio de los dientes, provocando que la rubia, enloquecida de placer, hiciera lo propio con el suyo, iniciándose una simultaneidad de acciones recíprocas en las cuales se castigaban y torturaban mutuamente de manera demoníaca, perversa, desenfrenada y brutal.
Rugiendo como posesas, se penetraban violentamente con los dedos y allí dentro, arañaban y herían a la otra en procura del placer propio. Los dientes mordisqueaban pliegues y clítoris al tiempo que las manos sumaron dedos a la penetración conforme los músculos vaginales cedían mansamente para que, en forma ahusada, los cuatro se deslizaran dentro de sus sexos.
Desenfrenadamente fuera de control y en vehemente porfía, parecían querer devorarse una a la otra, succionándose vorazmente en medio de bramidos de placer y palabras cariñosas. Desorbitadas, en medio de una infernal doble cópula, alcanzaron simultáneamente el orgasmo para desplomarse exhaustas, trémulas y agotadas, sumidas en la roja inconsciencia de la satisfacción total.

Después de un rato, con los sentidos todavía embotados por la bruma casi corpórea que le inundaba la mente y mientras en su cabeza se sucedían entremezcladas las imágenes recientes, Pilar presintió de una manera animal e instintiva algún misterioso llamado y un colosal cosquilleo se instaló en su bajo vientre con calores que hacían arder sus carnes. Con los ojos aun cerrados y acezando quedamente, comprobó como desde el fondo de la vagina crecía una sublime y fascinante exaltación que generaba el fermento irrefrenable del deseo.
Tomándola por los muslos, la masajista la arrastró hasta que sus nalgas quedaron al borde de la litera y en cuclillas, la boca se posesionó del sexo entreabriendo los labios con sus dedos para dejar expuesto el manojo de pliegues que lentamente fue refrescando y excitando con la punta vibrátil de la carnosa lengua. Recuperada totalmente la conciencia, y con la lengua humedeciendo sus labios, Pilar comenzó a sobar y estrujar sus propios pechos, rascando la superficie de las aureolas y clavando las uñas en los pezones mientras los retorcía sin piedad.
La joven maceraba codiciosa entre sus labios y dientes al diminuto órgano, estirándolo de una manera inusitada y provocando en la abogada roncos bramidos de satisfacción. Tremolante, la lengua transitó hacia abajo, se entretuvo por un momento en el pequeño pero altamente sensibilizado agujero de la uretra y luego fustigó las crestas que festoneaban como un umbral carnoso el ingreso a la ardiente caverna. Tal vez motivados por los generosos líquidos o las flatulencias de aromáticos efluvios del canal íntimo, los labios succionaron como una ventosa insaciable el agujero y la lengua frenética se introdujo en la umbría hondura, recogiendo golosa los humores que manaban lentamente.
Apoyada firmemente con los pies en las esquinas de la camilla, Pilar había ido imprimiendo a su cuerpo un cadencioso ondular que se ajustaba a los embates furiosos de Lucy, la que al ver su encendida respuesta y sin dejar de torturar al clítoris, metió tres dedos dentro de la vagina que mientras se deslizaban entrando y saliendo resbalando en la copiosa lubricación del órgano, se ensañaban hurgando y escudriñando las carnes sensibilizadas.
Con las manos aferrando el borde, Pilar clavaba la cabeza en la tela de la funda mientras la sacudía a los lados, hundiendo el filo de los dientes en los labios resecos, sintiendo que los músculos del cuello estallarían por la fuerte tensión, dedicando la entrega total de su sexualidad a esa amante portentosa.

De alguna manera ignorada por ella, seguramente mientras ella permanecía inmersa en ese sopor profundo, Lucy se había colocado en la entrepierna un arnés con un sustituto de miembro masculino y ahora, parada entre sus piernas, fue deslizándolo verticalmente a lo largo del sexo para humedecerlo, restregando rudamente al clítoris con la punta y en medio de su exaltada ondulación, lenta y morosamente, fue penetrándola. El tamaño no la disgustó y sus músculos vaginales se dilataron para recibir al invasor, ciñéndolo después como si fueran un apretado guante carneo, sin importarle las laceraciones y excoriaciones que su ríspida superficie le ocasionaban.
Con cuidados de orfebre, la joven rubia se ocupó porque la verga la penetrara hasta sentirla golpear contra el cuello uterino. Una vez allí y mientras subía y bajaba el cuerpo para penetrarla en un lento vaivén, la fue moviendo en forma circular, variando el ángulo y rozando con la testa hasta el último rincón de la vagina. Finalmente, adquirió un ritmo que encegueció a Pilar quien, a la par de mover sus piernas en espasmódicos aleteos, exhalaba quejumbrosos bramidos mientras le rogaba para que intensificara la profundidad de la penetración y le hiciera alcanzar un nuevo orgasmo.

El cuerpo de Pilar era un maremagnum de sensaciones encontradas. Por un lado, la prepotencia y la crudeza de la penetración la contraían, crispándola y por el otro, el mismo dolor le provocaba tanto placer que superaba largamente el sufrimiento, sumergiéndola a un mar de dulces explosiones que escurrían entre sus carnes y con ganchudas garras parecían querer separar los músculos del esqueleto para entregarlos al volcán ígneo de sus entrañas.
Cuando sentía en su nuca, riñones y vejiga que estaba por llegar al clímax, Lucy retiró la gruesa verga de su sexo y ella ya se erguía para recriminárselo indignada, cuando esta la apoyó sobre los esfínteres del ano y, lenta pero sin hesitar, fue introduciéndolo firmemente. El dolor puso un estallido blanco en su cabeza junto al alarido espantoso de su pecho y, nuevamente, descubrió que junto al sufrimiento más terrible, llegaba el más maravilloso de los placeres.
Superados los esfínteres, el falo provocaba escándalos allí por donde inauguraba el camino. Alienada por el disfrute que encontraba en la sodomía, Pilar encogió bien las piernas y tomándolas entre sus manos, llevó las rodillas casi hasta los hombros, facilitando la intrusión al ano y en medio de poderosos rugidos, alcanzó uno de los orgasmos más satisfactorios de su vida.
Cuando aun sus sollozos del dolor-placer la conmovían y el hipar de los sollozos la ahogaba, Lucy sacó al consolador del recto para volver a penetrarla por el sexo y haciéndola erguirse, la abrazó estrechamente; la una parada y la otra sentada, restregaron sus cuerpos uno contra el otro hasta que volvieron a sumirse en el tiovivo del placer, mientras miríadas de luces multicolores deslumbraban su entendimiento. Durante un rato y ya sin violencia, sino entregando lo mejor que cada una tenía para dar, se prodigaron en un goce que, lentamente las fue volviendo a la realidad.


Lentamente, Pilar fue recobrando la conciencia y desconociendo de qué forma la droga la condicionaba pero creyéndose en posesión de sus facultades mentales y sensoriales, descubrió como los dedos delicadísimos de Lucy volvían a hurgar en su sexo.
Derrengada por la fortaleza con que se había entregado al acople anterior, intentó proclamar una mimosa protesta pero el cuerpo parecía responder en forma autónoma a los estrujones contra su sexo y, como a desgano, la voz se transformó en un murmullo en el que sólo le pedía que se complaciera en ella pero sin lastimar sus carnes con la intensidad de las fricciones.
Prometiéndole placeres sin fin, Lucy se acomodó parada a su lado e, inclinándose, inició un besuqueo al que la abogada cedió ante la presión de aquellos labios largamente experimentados en el beso.
Mientras labios y lengua sojuzgaban la boca anhelosa, las manos se ocuparon hábilmente de acariciar lascivamente los senos conmovidos y luego, como alucinada, Lucy recorrió ávidamente las empinadas lomas, chupeteándolas ávidamente y provocando una serie de cortísimos jadeos con los que Pilar manifestaba su complacencia.
Volviendo a subir para someter la boca que ahora se le ofrecía cálidamente entreabierta, las manos iniciaron un sobar a las trémulas carnes y, comprobando como respondían a esos estímulos endureciéndose, fue transformándolos en vigorosos estrujamientos que, paradójicamente, despertaron en la mujer manifiestas expresiones de placer.
Instigada por esa reacción, hizo retornar la boca a los senos y en tanto que la lengua azotaba tremolante las aureolas y los largos pezones de su vértice, los dedos añadían a los apretones un rascado de las uñas en cada aureola; en tanto que los labios iban reemplazando a la lengua con apretados chupones, índice y pulgar encerraban al grosero pezón para restregarlo con amorosa pertinacia, consiguiendo que, junto a las exclamaciones doloridas de Pilar, iniciaran un paulatino crecimiento que los llevó a adquirir una prominencia anormal.
El goce parecía haber derrumbado los muros de su fortaleza y ahora acariciaba, tal vez inconscientemente, los cabellos de la masajista mientras susurraba ininteligibles palabras con las que expresaba su contento mientras la lengua humedecía los labios resecos y los dientes se clavaban alternativamente en el inferior.
La sádica crueldad de Lucy se había propuesto la exacerbación total de la mujer y, después que labios y dedos aprisionaran a los pezones para tirar de ellos hasta el límite de su elasticidad, los dientes se dedicaron a raer inmisericordes las carnes de uno mientras las uñas de pulgar e índice se clavaban hondamente en el otro.
Cuando el dolor colocaba un gozoso ronquido en labios de Pilar, otra boca que no podía ser la de la mujer, se deslizó en la entrepierna hasta enfrentar el recortado vello, envió a una lengua extraña en inquisidora búsqueda.
Repentinamente alarmada y reconociendo por su consistencia que se trataba de la boca de un hombre, intentó una vana intención de levantarse, siendo reprimida por los vigorosos brazos de la mujer que la inmovilizó con todo su peso; vibrante como la de una serpiente, la lengua escarbó en la raja ya humedecida y a ese contacto pareció arrebatarse de excitación para alzar el torso y tratar de observar quien se hallaba en su sexo.
Aunque inclinada entre sus muslos, la cabeza no daba lugar a dudas que era un hombre quien, recio y musculoso, se afanaba contra el sexo. El órgano bucal se cebaba cruelmente contra ese manojo triangular de carne y la pronta respuesta de su endurecimiento, lo hizo llevar el pulgar para que lo macerara en apretados roces circulares, dejando a la boca la nada ingrata tarea de succionar los meandros arrepollados de los labios menores para finalmente arribar a la entrada a la vagina.
La punta engarfiada de la lengua se aventuró en la oscura caverna para enjugar la humedad del interior y penetrar un par de centímetros en su exploración. Envilecida seguramente por efecto de la yumbina pero fascinada por lo que realizaba la pareja en sus senos y sexo, Pilar roncaba sordamente como negándose a expresar vívidamente la fortaleza de su goce, pero cuando el hombre llevó la boca a succionar reciamente al alzado clítoris y dos de sus dedos se hundieron profunda y violentamente en la vagina, no pudo reprimir su alegría y estalló en insistentes pedidos para que siguiera satisfaciéndola de esa manera.
Totalmente desmandada por el placer que obtenía viendo a su socio y amante someter a Pilar a una penetración manual que no era menos satisfactoria que la del consolador, Lucy sumó dos dedos a la cuña de la mano y de esa manera la flagelaron en forma oscilante para que las uñas rascaran todo el interior del canal, hasta que esta prorrumpió en jubilosos grititos anunciando la proximidad de su orgasmo y, cuando su eyaculación desbordó a los dedos, la boca del hombre se encargó de sorberla golosamente hasta que la joven se derrumbó relajada sobre la camilla.

Como entre algodones, casi inmersa en otra dimensión, sintió como el hombre le alzaba las piernas para apoyarlas sobre un pecho quizás demasiado musculoso. Introduciendo en la vagina encharcada por las múltiples acabadas, un miembro que dejaba chiquito al nada pequeño consolador y, como nunca, lo sintió deslizarse en la alfombra de lubricación, ocasionándole, a pesar de eso, recias raspaduras y excoriaciones.
Insólitamente, gozaba con el doloroso estropicio que el tamaño desusado del falo producía en sus carnes, desgarrando y lacerando los delicados tejidos y, cuando el hombre lo extrajo totalmente parar observar la dilatación que alcanzara su traqueteada vagina, exhaló un ruidoso suspiro de alivio que se transformó en sordo quejido cuando él volvió a penetrarla aun con mayor violencia.
El hallazgo de que las fantasías que guardara celosamente en lo más profundo de su mente estaban cumpliéndose con creces y la certeza de que el hombre sería el ejecutor de lo que prometía llevarla a las más desconocidas regiones del placer, le hicieron menear provocativamente sus caderas.
Disfrutando de esa bestial penetración en la que el hombre retiraba el miembro y esperando la contracción de los esfínteres vaginales, volvía a introducirlo con virulencia hasta sentirlo lastimando el cuello uterino, comprobó que, complacida por tanta brusquedad, ahora era ella quien acomodaba sus piernas abiertas para tener mayor sustento y sus ancas mantienen una provocativa oscilación, al tiempo que manifiesta en susurrados gemidos el goce que está obteniendo.
Además de la brutalidad con que la trataba, a él parecía gustarle alternar las cosas y luego de una serie de diez o doce remezones del ariete que la hicieron estallar en ayes dolorosamente gozosos, con soeces afirmaciones sobre que así deseaba ser poseída, al retirar el príapo de la vagina, volvió a apoyarlo pero esta vez sobre los fruncidos esfínteres anales y allí, poniendo todo el peso de su enorme corpachón, fue introduciéndolo en el recto.

Superando el momento en Lucy la sodomizara, incontenible, estentóreo y estridente como el de una sirena, el grito estalló en el gimnasio para luego ir disminuyendo su intensidad hasta convertirse en un apagado murmullo de satisfacción. A pesar de la anterior sodomización, el dolor era aun más hondo y sus esfínteres se cerraron contra la barra de carne al tiempo que experimentaba la misma sensación de estar evacuando un excremento gigantesco. Aferrándola por las amplias caderas, el hombre inició un lento vaivén que la complació por la sensación inédita de tener semejante portento en sus entrañas. Apoyando las manos en la superficie de la camilla y elevando un poco el torso a pesar de las protestas de Lucy quien seguía traqueteando en sus senos, Pilar se dio impulso para que el cuerpo oscilara al encuentro de la verga.
A pesar de las expresiones doloridas de ese rostro por el que se deslizaban arroyuelos de lágrimas, sus sollozos contrastaban con los intensos cosquilleos que brotaban en los sitios más insólitos de su cuerpo pero, el conjunto le resultaba tan enormemente placentero que, cuando él repitió la maniobra anterior para observar la pulsante caverna blancuzca de la tripa socavada, fue ella misma quien comenzó a alentarlo para que no se demorara en volver a penetrarla por el ano.
Extrayendo la verga y tomando una de las piernas de Pilar, la colocó encogida en la litera para que esa apertura facilitara la exposición de la zona genital, introduciendo progresivamente los cuatro dedos de su enorme mano en la vagina, dándoles un movimiento de vaivén al tiempo que el brazo giraba aleatoriamente en un sentido y otro. Ya ella estaba totalmente falta de control y su único deseo era llegar al enésimo de esos nuevos multiorgasmos que destrozaban con sus garras no sólo las entrañas sino también los riñones y la nuca, allí donde se ubica aquella glándula que comanda todas las reacciones químicas.
Necesitada de un estímulo que complementara la bestialmente gozosa penetración, Pilar le rogó a Lucy que mandara una manos a estregar en recios círculos al clítoris, empapado por los fluidos que rezumaba la vagina. Al verla tan voluntariosa, el hombre retiró la mano del sexo y, luego de incitarla a Lucy para que sus dedos ocuparan ese lugar, hizo que, el todavía dilatado ano, recibiera complacido la penetración de tres dedos ahusados.
La sensación de esa doble penetración le era tremendamente placentera y, apoyando su cabeza transpirada sobre el asiento mientras daba suelta a su verba procaz para incitar groseramente al hombre y la mujer a que la hicieran acabar, acariciaba vigorosamente la cabeza de Lucy y sólo se detuvo al sentir la explosión del orgasmo y los tibios líquidos vaginales escurriendo a través de sus dedos.

Tras hacerla bajar de la camilla y mientras le prestaba apoyo para sus piernas temblorosas, Lucy incitó al hombre a quien llamaba Roberto a que ocupara su lugar en la litera e hizo que ella se trepara, ahorcajándose sobre su entrepierna. Esa sí era una posición que practicaba usualmente, especialmente cuando el peso de sus ocasionales amantes le molestaba y acomodando sus piernas dificultosamente sobre la estrecha camilla, se inclinó para tomarlo por la nuca y acometer su boca con apetito de naufrago.
Aplastando los senos contra los musculosos pectorales y guiando con la mano al todavía erecto falo, lo introdujo lentamente en la vagina. Al sentirlo totalmente en su interior, inició una serie de cortos remezones similares a los que ejecutan los perros y, mientras él sobaba rudamente sus pechos, sintió como, merced a las flexiones de sus piernas, nuevamente la recia carnadura fálica rasgaba sus tejidos para sumirla en una hipnótica sensación de dolido bienestar.
Su boca golosa zangoloteaba contra la de Roberto en una frenética batalla de labios y lenguas que fueron haciéndoles faltar la respiración y, entonces, manejándola a su antojo, poco después, el hombre hundía la verga en el ano en un ángulo tan inverosímil que incrementó su excitación. Inexplicablemente, su organismo parecía adaptarse casi milagrosamente a cualquier circunstancia y esa sodomía no sólo no la lastimaba sino que la llenaba de un alborozado goce.
Momentos después, el hombre la hizo enderezar para que, sin salir del falo, girara hasta quedar de espaldas a él mientras manejaba el ir y venir de su galope aferrándola por las caderas, pero, en un momento dado, volvió a tomarla por los hombros para recostarla contra su pecho, dando él a su pelvis un vehemente movimiento que acentuaba el sufrimiento de la penetración y justo en ese momento excelso de dolor-goce, la consistencia y rápido tremolar de la lengua de Lucy se descargó sobre su sexo

Lucy colocó ambas manos en la entrepierna de Pilar y, mientras acariciaba la zona inguinal, hizo que su vibrante lengua realizara un periplo torturantemente placentero. Comenzando en el mismo sitio por donde el falo se introducía al ano, penetraba levemente la mojada entrada a la vagina y luego subía a lo largo del sexo, cuyas carnosidades habían abierto sus dedos pulgares como las alas de una mariposa.
Juguetona, restregaba sobre el fondo iridiscente del óvalo su mentón como si fuera un huesudo pene, deslizándose arriba y abajo, de izquierda a derecha y, desde la vagina hasta comprimir dulcemente la escondida cabeza del clítoris. La sensación era maravillosa y aun lo fue más, cuando la muchacha comenzó a alternar ese movimiento con las succiones de sus labios a los ennegrecidos frunces de los pliegues, tirando de ellos sin piedad.
Roberto le hizo colocar los brazos estirados hacia atrás con las manos sobre sus hombros y, sosteniéndose de esa manera, dio lugar para que las manos de él sobaran y estrujaran sus senos, ya enrojecidos por el vigor de ese manoseo. Esa posición también le permitió observar como el bello rostro de Lucy se transformaba progresivamente en una máscara de lujuriosa perversidad.
Pese a que su cuerpo estaba derrengado y dolorido por el esfuerzo de aquella barbaridad a la que se ha entregado con tanto o más apasionamiento que la pareja, la dulzura que le inspiraba lo que la joven estaba realizando y la promesa de sus derivaciones, colocaron en su garganta la fortaleza necesaria para proclamarlo en estrepitosas exclamaciones de agradecida satisfacción.
Roberto arreciaba con el apretujar de los senos y los embates de sus caderas, cuando Lucy alojó su boca como una mórbida ventosa sobre el clítoris, succionándolo como si quisiera devorarlo, al tiempo que dos de sus dedos penetraban la vagina para rascar con loca vehemencia el sensitivo bulto del interior. Pilar creyó alcanzar la misma satisfacción del mejor de sus orgasmos que, sin embargo, no se manifestaba en eyaculación alguna sino en una sensación infinitamente grata que no acababa de definir, pero que no sólo no la saciaba sino que elevaba su sensorialidad hacia otra dimensión para ir en procura de mayores placeres.

Dispuesta a cobrar su recompensa, la masajista deja de chuparla y extrayendo el portentoso pene del ano, lo introdujo en su boca para succionarlo vehementemente cinco o seis veces y, luego de volver a introducirlo en el recto, encerrando al clítoris entre sus labios en hondas chupadas.

A pesar del intenso traqueteo a que el hombre la sometía y luego de esa reiterada acabada, Pilar sintió como la rubia mujer se separaba ellos y luego de unos momentos se colocaba nuevamente entre sus piernas para penetrarla lentamente por la vagina. Con los años, sus músculos habían adquirido un don o cualidad especiales para dilatarse o contraerse a voluntad y reconociendo de inmediato al miembro fálico, se ciñó fuertemente contra él, iniciando contracciones propias de una vaginitis, con lo que, además de complacerlos, se proporcionaba a sí misma la sensación de estar siendo desvirgada.

Aunque la verga no tenía ni punto de comparación con la del hombre, Lucy sabía manejarla con tanta sapiencia como aquel y pareciendo conocer sus reacciones ante determinados roces, muy pronto comenzó a dejar escapar profundos gemidos de ansiedad insatisfecha.
Durante un tiempo sin tiempo, se abandonaron a aquella cópula; la gentil y circunspecta abogada se sintió transportada hacia regiones inexploradas de la sensualidad y, asentando firmemente sus pies sobre la camilla, flexionó las piernas de manera que él pudiera penetrarla aun más hondamente. Una vez que la cadencia del vaivén con que se penetraba a sí misma hamacándose adelante y atrás encendió la eterna llama de oscura voluptuosidad en su mente, imprimió a su cuerpo tal ritmo hasta sentir como la punta de la verga se estrellaba dolorosamente dentro la tripa.
Y entonces, sucedió lo que ni siquiera hubiera osado imaginar; las poderosas manos de Roberto se asentaron sobre sus nalgas y, separándolas tan ampliamente que le dolió, apoyó la cabeza del falo contra la vagina para, sin prisa pero sin pausa, ir empujando hasta que todo el monstruoso miembro se sumó al consolador.
Ya había experimentado el delicioso martirio que significaba soportar a semejante monstruosidad en el recto y lo había disfrutado a pesar del sufrimiento, pero ahora era la suma de ambas vergas lo que la obnubilaba. Ya sin la separación de la delgada membrana, los miembros se rozaron estrechamente y su volumen se le hacía insoportable.
Como apiadándose de ella, la pareja se alternaba y, cuando una de las vergas salía, la otra la penetraba con perezosa lentitud. Paulatina y progresivamente, sus carnes fueron adaptándose a esa intrusión y cuando lo manifestó haciendo rechinar los dientes entre sus ayes de satisfacción, la penetración se hizo simultánea y, por primera vez, Pilar comenzó a gozarlo tan intensamente que sus gemidos sólo eran para recompensarlos por tanto placer, pidiéndoles aun mayor actividad.
Aunque nunca fuera madre, imaginaba estar experimentando semejante dolor y la masa carnea que la llenaba semejaría a la de un bebé transitando por el canal vaginal. Incontenibles, sus lágrimas se sumaron a la espesa baba que fluía de la boca abierta por los ayes y lamentos, convirtiéndose en un pringue acuoso que goteaba de su barbilla sobre el pecho.
El movimiento de los falos en su interior fue incrementando su sensibilidad hasta que lo que le había parecido bestialmente monstruoso instantes antes, ahora se le antojaba deliciosamente placentero y, nuevamente, su cuerpo acompañaba la invasión con denodado fervor, reclamándoles mayor actividad. Roberto sostenía elevadas sus caderas para permitir que el cuerpo se alzara mejor en la penetración y Lucy se acuclilló sobre ella para darle mayor brío a sus embestidas.
El tránsito de las dos vergas en su vagina se le hizo tan histéricamente eterno como gozosamente placentero y cuando en medio de eufóricas exclamaciones jubilosas le demandó histéricamente a Roberto que eyaculara en su interior, los tres acabaron simultáneamente.

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