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Dominicana mon amour (4)

Debo explicarles que los paquetes vacacionales Standard son de 7 días. El hecho de que yo estuviese 15 respondía a que yo inusualmente había optado por 15 días. Tan inusual era que alguien se saliera del libreto semanal que me costó un Perú hacerle entender al de la agencia de viajes que me vendiera dos paquetes estándar pegados. Al parecer nadie nunca hace eso.



 



Al ser un paquete simple pero duplicado, las actividades se repiten exactamente igual durante todo el año en ciclos de 7 días. Eso significaba que mi siguiente semana sería una exacta repetición de la anterior pero rodeado de diferentes caras por el recambio de turistas.



 



Dicho de otra manera Marta, la Sra Picatti y la rubia se fueron y en su lugar llegaron otras con otros nombres pero, seguramente, tan o mas putas que ellas.



 



El día previsto de la recepción de "los nuevos" me acerqué al espacioso lobby a echar un vistazo.



 



Tal como lo suponía el stock de "cuarentonas & adinerados barrigones" se había regenerado.



 



Ya desde el inicio el juego de miradas se hizo notar. Como la vez anterior se trataba de mujeres espléndidas, muy elegantes y dignas de la tapa de cualquier semanario VIP.



 



Sin embargo ocurrió algo inesperado: entre las caras arribadas había una pareja que me era más que familiar dado que se trataba del contador Ojeda y su esposa. Ojeda trabajaba en una de la empresas de mi familia.



 



Ojeda era un cincuentón de baja estatura y cuerpo rechoncho. Usaba gafas y hacía tiempo que había perdido su cabellera. Como profesional era muy exitoso y devoto de su trabajo, lo cuál le había permitido amasar una pequeña fortuna. Sin embargo a mí me parecía extremadamente pesado. Tal vez sea injusto con el tipo, pero no me gusta que me estén asustando todo el tiempo anunciándome consecuencias nefastas de negocios que yo quiero hacer. Ojeda era un tipo así.



 



Su esposa Verónica Ojeda tenía la estampa de "puta fina". Más alta que su marido, extremadamente refinada, con cuerpo de infarto y muy elegante, debía tener unos 43 años o sea 8 más que yo.



 



Típica mujer que goza la vida y los lujos que el dinero de su marido puede comprar. Se rumoreaba siempre que lo engañaba con éste o con aquél, pero nunca se había probado nada. Al menos yo nunca conocí a alguien que me dijera "fui yo". Y conozco mucha gente…



 



La verdad es que la Sra Ojeda era de esas mujeres que te hacen desear la oportunidad de "domarla a pijazos" y recordé que no pocas veces había evocado su figura y su altanería cuando me follaba con otras mujeres. Ahora estaba ahí, lejos de miradas conocidas y literalmente servida en bandeja de plata.



 



Alguna vez me había parecido que, en alguna reunión social, ella me miraba o me comentaba cosas algo más allá de lo aconsejable. Pero no podría asegurarlo. Tal vez hubiesen sido fantasías mías. Ella era muy hábil como para desenmascararse en su entorno. O tal vez tuviese una personalidad diametralmente opuesta a la que todos le adjudicaban. Aunque esa cara de putita sería difícil de tener sin mediar cierta correlación con sus pensamientos más íntimos.



 



Lo cierto es que verla en ese contexto sacudió mi polla con un golpe de electricidad y supe, inmediatamente, a quien me follaría sin descanso mis últimos 7 días en el hotel. Más que sexo casual era un auténtico desafío.



 



Por supuesto fui a presentarme.



 



Ojeda me saludo con mezcla de alegría y obsecuencia. Después de todo yo era de la familia que le pagaba el sueldo y técnicamente su superior laboral.



 



Ella en cambio no sobrepasó la cortesía usual. Dejó que su esposo llevara la conversación basada en preguntas estúpidas como "¿Qué hace Ud aquí? o "¿hasta cuándo se quedará?", a lo que respondí la verdad y agregué –para los oídos de su esposa- que estaba solo.



 



Después de unos minutos ellos fueron a alojarse, habiéndonos comprometido para cenar todos juntos una hora después.



 



Pasé esa hora en mi habitación bastante perturbado. La posibilidad de coger a la Sra Ojeda significaba algo distinto a lo ocurrido con las otras, porque el toque morboso se incrementaba desde la familiaridad.



 



Nos encontramos cuando se abrían las puertas del lujoso comedor. Ambos se habían refrescado y cambiado la ropa de viaje. El vestía un traje acorde a su personalidad acartonada. Ella, en cambio, un vestido azul muy apretado y hasta casi las rodillas que marcaba sus excelentes curvas. También llevaba sandalias plateadas de fino tacón y tiras de esas que dan vueltas por casi toda la pantorrilla. Sus pies eran perfectos, delicados y las uñas estaban pintadas de rojo, lo que me hizo soñar con chupar esos dedos hasta despintárselos.



 



La cena transcurrió en forma amena. Ojeda era más locuaz y llevaba el peso de la conversación. Su esposa, en cambio, era más discreta. Yo estaba intrigado por saber si esa mujer me había descartado de su coto de caza, pero no había forma directa de saberlo y la sutileza debía ser muy fina para que pasase sin sospechas delante de las narices de su esposo.



 



Por otra parte, Verónica Ojeda no actuaba igual que el resto de las esposas del lugar. Ella no desviaba la vista hacia ningún sitio, tal como corresponde a una dama y esposa fiel.



 



Bueno, la rutina siguió como siempre: un café en la confitería y después casino. Sin embargo, no pude convencer a Ojeda de ir a la discoteca. Argumentó que estaban cansados del viaje y que se retirarían a dormir para aprovechar la mañana de playa.



 



Me sentí decepcionado. Las piernas de esa mujer me estaban volviendo tan loco que me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Tuve que disimular y comprendí que no tenía caso insistir y pecar de pesado. Me despedí y comenté al pasar que iría a la discoteca hasta que me llegara el sueño.



 



Esa noche la discoteca estaba tranquila. Se notaba que todos habían llegado más o menos cansados de sus vuelos y habían obrado como Ojeda. Había sí muchos solteros que daban vueltas descaradamente intentando ligar. Yo me acomodé en la barra y pensé en beber un buen ron con algo y pasar el rato.



 



No habría transcurrido una hora cuando quedé boquiabierto con la sorpresa: La Sra Ojeda estaba entrando sola al lugar y se dirigía hacia dónde yo estaba en la barra.



 



Me saludó con un beso. "Mi esposo tomó un par de somníferos para ayudar su sueño. Los primeros días de vacaciones no se duerme fácil por el stress acumulado", me dijo.



 



Le ofrecí algo de beber y aceptó un Daikiry. Por más stress que tuviera el marido no estaba bien que su despampanante esposa se paseara sola por las discotecas.



 



Al tercer Daikiry la situación se había distendido. El volumen de la música me obligaba a hablarle a su oído y su perfume activaba mi deseo. Ella cruzada de piernas me brindaba una magnífica visión de sus pies y yo sentía mi polla a reventar. Hasta me atreví a apoyar mi mano en su pierna y acariciarla como al descuido y ella no dijo nada.



 



A eso de las dos salimos del lugar y caminamos hacia las habitaciones. Antes de llegar a la suya se me ocurrió invitarla una última copa en mi habitación.



Ella me miró y me dijo "no sé si corresponde", a lo que contesté "nadie se va a enterar" y eso pareció convencerla.



 



Cerré la puerta de mi habitación y no podía creer lo fácil que había sido meterla a ella adentro. Me dí vuelta y allí estaba, parada en el centro, esperando que yo hiciera algo.



 



Sin poder creerlo, al tiempo que le entregaba una copa con ron, me escuché decirle: "Vamos muñeca, desvestite de una vez que quiero hacerte mía".



 



Ella no me contestó inmediatamente y por un segundo temí que no me obedeciera. Bebió un poco de su trago y clavó sus ojos en los míos. Luego caminó sensualmente hasta la mesita, dejó su copa y se quitó el vestido.



 



Yo estaba sorprendido. Esa muñeca sí que era una putita de lujo. Su cuerpo escultural no llevaba ropa interior. Tomó su vaso y volvió a beber como si me estuviera desafiando.



 



Yo me acerqué a ella y me dejé caer de rodillas. Ella abrió levemente sus piernas y sin dejar de beber, permitió que yo empezara a lamer su raja.



 



La besé como si la existencia del mundo dependiera de ello. Sentía como progresivamente sus flujos llenaban mi lengua. Mi polla estaba durísima.



 



La recosté en la cama, la puse en cuatro patas y comencé a comer su ojetito. No me importaba el tiempo. El placer que me inundaba era desconocido para mí. No sé cuando me desnudé ni cuando la penetré. Sí recuerdo la imagen en el espejo: ella en cuatro patas recibiendo por detrás mi fierro en toda su extensión. Pocas veces he gozado tanto la entrada y la salida del bombeo constante. Sus pechos perfectos se balanceaban muy suavemente al compás y su vagina empezó a contraerse en típica señal de orgasmo.



 



Empecé a pensar otras cosas para aguantar mi lechazo y lo conseguí justo cuando sentía que la compresión de su raja empezaba a disminuir. El grito que partió de mi boca debe haberse escuchado a kilómetros.



 



Ella estaba cansada y se acostó boca arriba. Yo me acerqué y tomándola del mentón le introduje mi polla en la boca y dejé que el abundante semen se derramara en su garganta. Verónica tragaba. Luego me la chupó con calma y la dejó reluciente.



 



Me cogí a esa mujer hasta que el sol comenzó a asomarse. Entonces se vistió y con un pico en los labios se marchó junto al cornudo de su marido dejándome con la certeza de que volveríamos a coger muy seguido.



(continuará)


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