No existe pesar que buena paja no cure (dicho popular… más o menos)

No me extrañó que Alicia me llamara aquella tarde: siempre habíamos sido buenos amigos y sabía por lo que estaba pasando, pero sí que acabara metiendo su mano en mi bragueta y me agarrara la polla. Nos habíamos sentado en un discreto rincón del “Sildavia”, donde ella había utilizado mi hombro para llorar el fracaso de su matrimonio, los repetidos engaños de Alejandro y lo frustrada y enfadada que se sentía.

–¿Sabes? –Me preguntó– Tengo unas ganas locas de pagarle con su misma moneda, de ponerle los cuernos con el primero que pille… El problema es que ahora no me siento capaz de follar con ningún hombre.

–Ya… –dije por decir algo–

–Pero si te hago una paja valdrá igual, ¿no? Sobre todo siendo amigo suyo.

No aguardó mi respuesta. Sin cambiar el gesto apenado de su rostro –aún impreso con las huellas de las lágrimas que había vertido– y al tiempo que paseaba su mirada por el local con aparente indiferencia, llevó su mano a mi entrepierna, soltó el botón, bajó la cremallera, buscó en el interior de los bóxer y sacó mi polla de los pantalones. Ante mi estupefacción –que rápidamente dio paso a una mezcla de placer e incomodidad– comenzó a cascármela, allí, en medio de la cafetería, apenas protegidos por la mesa de las miradas de los demás clientes. Cuando me corrí se limpió la mano con un clínex, se levantó con un gesto que no sabría calificar si de satisfacción, arrepentimiento o pena –¿hacia ella, hacia mí, hacia los dos?–, y se marchó murmurando apenas una despedida, dejándome allí con la polla flácida y empapada y una sonrisa estúpida pintada en la cara.