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Comiendose el culo a los machos de mi familia

~~Habíamos llegado a la casa del coto hacía una hora y poco, solo que la incongruencia era que no íbamos a cazar. En todo caso íbamos a celebrar algo que llevaba deseando desde hacía muchísimo tiempo y que por fin mis familiares habían accedido a regalarme.

Habíamos desayunado de camino, en uno de esos bares de carretera. Sin embargo, nada más llegar a la casa mi tío Enrique preparó café para todos, el cual nos sentamos a beber tranquilamente alrededor de la enorme mesa de madera de la cocina, en la que mi abuelo Facun había encendido la chimenea y la lumbre ya daba buen calor. No obstante, mi padre había bajado al sótano y había puesto a funcionar la caldera y la calefacción, para no morir congelados con las gélidas temperaturas, sobre todo de esas primeras horas del día y después, al caer la noche.

La casa se fue caldeando mientras tomábamos el café y mi primo Vicente, el mayor, y mi primo Manu bromeaban entre ellos, rememorando batallitas, muchas de ellas aventuras de alto contenido sexual, lo que nos iba caldeando a nosotros también para cumplir con el fin que nos había llevado hasta allí. Estaba contento de que los cinco principales machos de mi familia hubieran aceptado finalmente a realizar aquello conmigo, una de mis más cachondas y cerdas fantasías.

Acabado el café, todos nos miramos. Creo que yo era el más nervioso y titubeante. No era capaz de sacar mi carácter y tomar la iniciativa. Fueron entre mi padre y mi tío Enrique los que decidieron cuando levantarnos y meternos en harina.

Subimos en silencio las escaleras, con cierta tensión extraña. Yo iba entre mi primo Manu y mi abuelo. Me hacía gracia que, con la excusa de ir al campo todos nos habíamos vestido con botas, pantalones vaqueros y camisas de cuadros o jerseys de tonos verdes oscuros o marrones. Ascendiendo por los escalones veía el redondo y grande culo de mi primo, aquel tosco bestia que hacía un tiempo había dejado el equipo de rugby por una lesión.

Mi padre fue el primero en llegar a lo alto de la escalera y torcer hacia aquella alcoba inmensa en donde estaba aquella cama de dos metros por dos metros. Mi tío Enrique le siguió, con aquel jersey que se ajustaba a su redonda y dura tripa cervecera. El cabrón se había dejado larga la barba, la cual era morena y salpimentada con briznas plateadas.

Mi primo Manu les siguió y yo fui detrás. Mi abuelo Facun y mi primo Vicen entraron detrás de mí. Mi abuelo vestía camisa de grandes cuadros, la cual le marcaba también su redonda tripaza, mientras que mi primo Vicente, a sus treinta y tantos era de cuerpo delgado. Para nada fibroso y algo marcado como el de mi padre.

-Bien –habló éste, dentro de la habitación. -¿Estás nervioso? ¿Tienes ganas? –me interrogó, llevándose una mano a los botones de su camisa. Los demás le imitaron y entonces sí que me puse nervioso. No podía creer que por fin fuese a cumplir mi tremenda fantasía.

-Un poco. Pero tengo muchas ganas –confesé.

-Más te vale –me sonrió mi abuelo, desabotonándose también su camisa.

Mi tío Enrique y mi primo Vicente se sacaron sus jerseys y empezaron a trabajar también en sus camisas. Pronto estarían con sus torsos desnudos. Se las acabaron quitando, alguno antes que otro, y entonces pude contemplarlos, lo que hizo que se me empezara a poner gorda dentro de mi pantalón y calzoncillo.

Mi padre fue el primero, dejando al aire su torso delgado y fibroso, a pesar de tener ya casi los cincuenta cumplidos. Tenía unas tetas marcadas, de piel lechosa, y unos pezones rosados y grandes rodeados de pelos finos y largos, lo mismo que aquellos pocos que nacían en su esternón y en el ombligo, bajando hacia su poblada entrepierna, la cual en aquel momento no tenía aún a la vista. Su delgadez, provocaba que además se le marcaran un poco los abdominales en su vientre.

Se sentó en la cama y empezó a desabrocharse las botas. Mi primo Manu le imitó, con sus tetazas gordas y tu tripa redonda, con todo aquel torso velludo, lo mismo que mi tío Enrique. Manuel era un clon joven de su padre, de eso no había ninguna duda, aunque en cuanto a polla, mi primo se había quedado ligeramente más corto que su padre.

Mi tío Enrique se desabrochó el pantalón, no llevaba cinturón. Se agachó y se desabrochó el calzado, también con su gorda tripa al aire, cuyo vello comenzaba a salpimentarse de canas, lo mismo que su pelo y barba. Mi abuelo sin embargo, con su piel blanca, tenía únicamente el pecho cubierto de vello plateado, con sus fofas tetillas de pezones rosas y su gorda tripa, que para su edad, se mantenía con una piel todavía tersa. El cabrón la tenía dura, igual que mi tío Enrique. Mi abuelo fue el primero en bajarse los pantalones incluso antes de quitarse las botas.

Vestía sus típicos calzones bóxers holgados, pues le gustaba llevar su gorda polla y sus cojones sueltos. Aunque yo prefería cuando vestía slips más ajustados, pues marcaban realmente su esplendorosa hombría, creando un bulto grueso y grande, como debía ser. Mi padre vestía bóxers ajustados casi siempre. Ese día los llevaba negros. Y mi primo Manuel también, que los llevaba rojos y con la goma del elástico negra. Por su parte, como buenos machos, mi tío Enrique y mi primo Vicente llevaban slips de algodón, de esos más bien tirando a baratos. Era curioso como mi tío Enrique acababa dándolos de sí, y al final, después de usarlos un tiempo, sus cojones siempre estaban a punto de escapársele por la holgada huevera.

Cuando ya estaban los cinco en calzoncillos, envalentonados, mi primo Manuel cogió una de las butacas que había en la habitación y la puso junto a la cama. Mi padre hizo lo mismo en el lado derecho, junto a la mesilla de noche. Era la única forma de que cupieran los cinco a la vez. Mi primo Manu elegió la butaca de la izquierda, mi abuelo, mi tío Enrique y mi primo Vicen se colocarían sobre el borde de la cama, y mi padre en la otra butaca.

Así pues estaban dispuestos.

-¿Preparados? –preguntó mi tío Enrique.

-¿Nos quitas tú el calzoncillo o prefieres que nos lo quitemos? –me interrogó mi primo Vicente, frotándose las manos. La habitación todavía seguía un pelín fría.

-Quiero ver como os los quitáis vosotros –dije.

-¿Nos damos la vuelta entonces? –Yo asentí.

Los cinco hombres de mi familia se giraron, dándome la espalda, dejándome ver sus culetes embutidos en sus calzoncillos. El que menos marcaba nalgas era mi abuelo, obviamente, con sus bóxers holgados.

Entonces no se debatieron mucho. Tomaron las cinturas elásticas de sus calzones y se la bajaron, sin prisa pero sin pausa. Así que en breves segundos tuve frente a mí todo un buffet variado. De un vistazo repasé lo culos de mis familiares, los cuales tenía ya bien vistos, pero aquel día tenían una perspectiva diferente. Aquel día iba a poder probarlos.

Desde el culazo redondo, gordete y duro de mi primo Manu, bien peludo, como me gustaban. Siguiendo con el culo grandote y blandito de mi abuelo, con sus pálidas nalgas sin vello plateado, tan solo levemente en su raja. Después el tremendo culo de mi tío Enrique, grandioso, voluminoso, con aquella raja profunda llena de pelos. El culito delgado pero redondito y blando de mi primo Vicen, sin mucho vello en las nalgas pero sí en la raja. Y por último el fibroso y delgado culazo de mi padre, que al igual que el resto de mis familiares tenía pelos en la raja, aunque menos que los demás.

-¿Por dónde empiezas? –me preguntó mi padre.

Ni lo dudé. Di unos pasos hacia delante y me coloqué frente a la espalda de mi primo Manuel. Éste me miró por el rabillo del ojo. Yo me clavé de rodillas instantáneamente y su culo grande y tremendamente velludo quedó a la altura de mi rostro.

-¡Vaya culazo, primo! –planté mis calientes manos sobre ambas nalgas, y se las apreté, notando que su carne cedía con cierta tensión a mi pellizco.

-Este finde te lo zampas todo lo que te apetezca, que es para ti –declaró éste, bondadoso.

-Todos son para ti –puntualizó mi abuelo.

-Enteritos –señaló mi primo. –Polla, culo, cojones… De cuerpo entero –bromeó.

Y se me hizo la boca agua. Mi polla dolía dentro de mi pantalón, pero no me la quise sacar, porque si me la tocaba, me iba a correr en el acto.

Cerré los ojos y me incliné hacia delante. Separé los cachetes gruesos de mi moreno primote, el grueso y rudo ex jugador de rugby, e introduje mi boca y mi nariz en su raja, aspirando el extasiante aroma de su más escondida intimidad, la cuál se alojaba en la raja de su culazo. Me costó acceder, pues sus nalgas eran voluminosas, pero entonces empecé a escarbar con mi húmeda lengua. Mi primo soltó un suspiro y aumentó la curva de sus lumbares, poniendo su culazo más en pompa y dándome más acceso, el cual aproveché. Pronto tuve mi lengua lamiendo su cerrado y moreno esfínter.

-Así –dijo él, cachondo.

Sabía que le gustaban los besos negros. Siempre que podía aprovechaba a recibirlos de boca de una mujer. A todos los hombres de mi familia les molaba que les lamieran y comieran el ojete. Incluso ya se atrevían a dejarse penetrar por dildos o incluso por pollas. Pero seguían levemente reticentes a ciertas prácticas. Lo que no entendía por qué. Había visto con mis propios ojos que sus ojetes, sin excepción, tragaban con ansia cuando se les retaba a ello, incluso poniéndolos al límite, como el de mi tío Enrique, el de mi primo Manu o el de mi abuelo Facun, que era el que más tragaba con diferencia, especialista como era en que habilidosas mujeres le practicaran tactos rectales e incluso le introdujeran ostentosas hortalizas fálicas.

Para muchos puede sonar sórdido, pero yo me había corrido sólo viendo como a mi abuelo le dilataban el ojete con dedos un par de mujeres y le acababan introduciendo un pepino de grosor y longitud perversa durante largos y extensos minutos, hasta correrse a chorros sin siquiera tocarse su grueso y gigantesco nabo de fino pellejo lechoso a medio descapullar.

-Muy bien, Valentín –se habían acercado mi padre, mi tío Enrique y mi primo Vicen, animándome. Mi abuelo se había girado para mirar, mientras ya tironeaba de su cipote morcillón.

-Sepárate las nalgas –le dijo mi tío Enrique a su hijo, y Manu obedeció, dejando mis manos libres.

Sólo chupaba, escupía y restregaba mi nariz contra su velluda raja, accionando una y otra vez su ojete con la punta de mi lengua. Con las manos libres, busqué buenos agarras. A mi izquierda enganché el nardo semierecto de mi bendito padre, con sus 18 centímetros de rabo. A mi derecha, se me llenó la mano de carne con el cipotón sin despellejar de mi abuelo, colgante hacia abajo, pero ya apuntando las buenas maneras que se gastaba, con sus casi 23 centímetros de largura y aquella forma gorda desde la base, que menguaba ligeramente al acercarse al capullo y que terminaba coronado por este, que era redondo, grande y rosa, cubierto por un prepucio que a veces costaba retraer, apelmazado ligeramente por debajo debido a una leve capa de esmegma. A mi abuelo Facun le costaba retraerse el pellejo cuando tenía aquellas tremendas erecciones, pero al final siempre lo hacíamos completamente, incluso poniéndonos un poquito brutos con él. Con mi tío Enrique era un poco similar, pero no le costaba tanto, pues él se pelaba el nabo completamente casi desde que empezaba a tener la erección.

Estuve unos buenos minutos lamiendo el culo de mi primo Manu y la polla de mi padre y de mi abuelo ya se me habían puesto tiesas entre las manos. Lo que ocurre es que comer pollas tan pronto no era lo previsto. Por eso miré a mi abuelo, solté su chorizo y le dije que se volviera.

-Date la vuelta, abuelo –le pedí. –Dame tu ojete.

-Toma –me susurró, haciéndose cargo de su propio cipote con su mano grande y entregándome su culo.

No hizo falta que yo le separara las nalgas. Mi primo Vicen y mi tío Enrique lo hicieron por mí, dejándome ver completamente la rosada raja de mi abuelo, así como su rosado esfínter, salido un poco hacia fuera y para nada tan apretado como el de mi primo. Metí mi lengua directamente, entrando allí dentro con la punta. Me aparté al instante, sorprendido.

-¡Joder, abuelo! Lo tienes abierto, eh.

-Sí –susurró él, y todos sonreímos, al tiempo que mi padre le regalaba una palmada en el culo que enrojeció su nalga.

Al notar mi boca, mi abuelo volvió a gemir, y le entré con mi puntiaguda lengua todo lo que pude en su aseado ojete. Me gustó moverla dentro, notar sus abiertos y calientes pliegues. Tanto que no pude evitar la tentación y uno de mis dedos acompañó a mi lengua. Él ni rechistó. Mi abuelo, con su culazo en pompa, sólo soltó un gemido, al tiempo que la mano de mi tío Enrique, de mi primo Vicen y también la de mi padre se unían para masajearle ambos cachetes, así como sus colgantes huevazos gordos, en consonancia con el tamaño de su descomunal nabo, cubiertos de aquellos largos pelánganos plateados.

Estuve trabajándole el ojete un rato, hasta que decidí cambiar. Allí me esperaba el culazo enorme, redondo y muy peludo de mi tío Enrique. El cabrón ya me avisó de que el suyo sería un manjar suculento. Y así fue, cuando enterré literalmente mi cara entre sus cachetes, el fuerte aroma a macho que mi tío siempre supuraba, se multiplicó.

-Hazme como a tu abuelo –me pidió, y con su culo bien expuesto empecé a internarme en los pliegues de su moreno esfínter, al principio bastante apretado y saliente pero finalmente se fue relajando y abriendo a mis lameteos, con su salado sabor.

Con mi tío me entretuve. Todo hay que decirlo. Era el macho alfa de la familia, incluso más que mi padre y que mi abuelo, por eso era mi perdición. Fue él el que me arrancó de sus nalgas y apoyando su manaza dura y callosa en mi nuca me hizo girarme hacia aquellos dos culos, los más delgados de allí, el de mi primo Vicen y el de mi padre.

Mi tío Enrique me obligó a comerme ambos simultáneamente, escupiendo su propia saliva en las rajas de mi padre y de su hijo mayor. Yo recogía las babas de mi tío y me las tragaba, limpiando los largos pelánganos lacios y húmedos de las rajas de ambos. Hurgué también en sus agujeros y ambos cedieron ligeramente, como muestra de que también podían ser tragones si antes les trabajabas con interés.

Cuando acabé estaba sofocado y tenía la cara roja, empapada y congestionada, pero apenas me dio tiempo a reaccionar. Mi tío Enrique me tenía cogido del pelo, de rodillas en el suelo. Los cinco me rodearon y miré hacia arriba. Me escocían los ojos, enrojecidos de frotarme con todas mis babas contra sus culos.

Alcé mis manos y con una acaricié el abultado vientre de mi tío favorito y con la otra el poco definido de mi primo Vicente, con aquellos pelillos en el ombligo. Agarré su polla y, sin que me diera tiempo, mi tío, con su mano libre, se descapulló la suya con algo de esfuerzo y me la enterró en la boca. El sabor a cipotón y meado que me inundó fue brutal, haciendo que mis papilas gustativas salivaran el doble. Así de exquisito sabía el salchichón del macho de mi tío, del que me iba a hartar el fin de semana.

Entonces me lo arrancó de la boca y mirando hacia arriba busqué a mi padre. Él me captó al vuelo. Mi primo Vicen y mi abuelo le dejaron sitio. Mi padre me agarró por las orejas y abriendo mi boca se enterró enterito, casi hasta mi garganta, con sus cojonazos a punto de chocar contra mi barbilla, provocándome una arcada.

Al sacármela, respiré hondo para recuperar el oxígeno que me faltaba. Mi tío me empujó la cabeza y mi padre se volvió a enterrar en mí. Y así debía ser durante todo el fin de semana.

Un teléfono móvil sonó en un lugar inexacto de la habitación. Sólo sé que de lejos escuché a mi primo Manu contestar. Ví su reflejo desnudo en aquel espejo de pie, en una de las esquinas de la habitación. Se toqueteaba y meneaba su gorda polla venosa, así como sus gordos cojonazos velludos. De repente colgó y regresó al círculo.

-Era Pascual –explicó, diciendo el nombre de mi cuñado. –Él, su padre y tres más están casi llegando. Van por el pueblo.

Solté la polla de mi padre y di una sonora bocanada de aire, mientras hilajos densos de saliva hacían de puentes entre mi boca y su polla.

-Estás de suerte, primo –me dio unas palmaditas en la mejillas Manuel. –Cinco pollas más para ti. No sé si todo el fin de semana, pero…

-Estoy deseando comerme el cipote de Pascual –manifesté, pensando en el largo y grueso pollón que se gastaba mi cuñado, así como las tremenda tranca de su padre Antón, que no llegaba a ser como la de mi abuelo, pero dejaba atrás los 20 centímetros de mi tío Enrique.

Ahora sí que sí, aquel fin de semana sería inolvidable. Tanto para mí como para ellos.

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