Atacada de los nervios, la hermosa Ana María hablaba con su marido, el ricachón de rostro impenetrable, siempre ajeno a los problemas domésticos…
—¡Qué canalla eres, Fabián! Me prometiste que no escribirías nada de lo sucedido y lo he leído en Internet con pelos y señales, hilo por pabilo, paso a paso…
Ana María era una jamona espléndida, de 35 años, caderas anchas, buen culo y tetas gloriosas. Estaba a punto de agarrar un cenicero que había por allí y estamparlo en la cocorota calva de su consorte.
—No me lo explico, la verdad. Te dije mil veces que no hiciéramos noche en aquella pensión de mala muerte y tú ni caso, como siempre, y ahora encima vas y lo cuentas… ¿Por qué, Fabián, por qué?
Se había casado con aquel viudo cincuentón atraída por sus cuentas bancarias y no le iba demasiado mal. El hombre no satisfacía sus necesidades sexuales, pero, como era muy confiado y nada celoso, ella no tenía problemas para saciar su apetito comiendo fuera de casa.
—Terapia, cariño. Lo escribes, camuflas un poco los nombres, te vacías en el texto, lo compartes en la Red y eres hombre nuevo.
A Fabián le gustaba escribir, pero sólo a modo de mero pasatiempo, sin ninguna pretensión literaria, de la misma manera que otros resuelven sudokus o crucigramas. Últimamente exploraba el relato erótico.
—¿¡Hombre nuevo!? Y a mí que me parta un rayo, ¿no? A mí que me jodan… eso es… ¡que me jodan! ¿No será que has disfrutado reviviéndolo todo dentro de tu cabeza? ¿No será que has descubierto que te gusta que se beneficien a tu mujer delante de ti?
—No sé… no creo… Fue un accidente. No había ningún hotel cerca y casi no nos quedaba gasolina, ¿o es que ya no te acuerdas?
—¡¿Qué no me acuerdo?! ¡Lo recordaré toda mi vida! ¿Cómo me voy a olvidar de una noche en la que me pasan por la piedra cuatro tíos, sin que mi marido haga absolutamente nada por evitarlo?
—¿Y qué podía hacer? Eran cuatro, más jóvenes y más fuertes que yo, y hasta expertos en artes marciales. Hubiera sido un suicidio.
Ana María tenía el relato impreso en papel, pero no lo encontraba. Iba buscándolo de habitación en habitación dando portazos, abriendo y cerrando cajones. Quería leerle ciertos párrafos que había subrayado y pedirle explicaciones. Fabián estaba hasta los mismísimos de tanto guineo. Entró en cierto alojamiento web y se lo imprimió.
—Toma… Aquí lo tienes… Dime de una puñetera vez lo que tengas que decirme…
—Espera… Quiero volver a subrayarlo…
Ana María fue a por un marcador fluorescente de color fucsia y luego leyó el relato muy despacio. Era la quinta o sexta vez que lo hacía. Señaló un par de párrafos. Comenzaban los asaltos más trascedentes de aquel combate dialéctico…
—Lo primero que debes aclararme es qué leches entiendes tú por camuflar… Yo me llamo Ana María y tu protagonista Mariana, un juego de palabras de nada; tú eres Fabián y en el relato Julián… ¡Pero si hasta suena igual!. Pensión La Huerta es Pensión La Puerta… La zona Cuatro Cañones pasa a ser Cuatro Grañones…
A medida que hablaba, Ana María se enfurecía cada vez más y subía el tono.
—¿Sigo? ¿Quieres que siga?— preguntaba y se contestaba a gritos: —A Manuel «El Paraca» le llamas Miguel «El Paraca», a Danilo «El Pirula» lo conviertes en Tonilo «El Pirula», Nacho «Bruto» es Nacho «Cuco» y, ya el colmo, Tino «El Lejía» es sencillamente Tino «El Lejía».
Clavó una mirada dura en los ojos de su marido y, cuando parecía que iba a abofetearle, dio marcha atrás y se limitó a largarle otra andanada verbal:
—¡¿Camuflaje!? ¡Y una mierda! Lo que ha escrito es un secreto a voces, como si quisieras que se enterara toda la parroquia, como si quisieras que nos reconocieran y que se reconocieran a su vez todos los protagonistas de la historia. Tu relato es propio de una mente enfermiza.
—Te pasas tres pueblos, Ana María. No es más que la narración de un hecho real y, siendo así, lo mejor es hacerla cien por cien creíble, sin tergiversarla lo más mínimo. Aunque no lo creas, una forma de conseguirlo es haciendo que hasta los nombres figurados se asemejen bastante a los reales.
—¡¿Me tomas el pelo?! ¿De qué «narración» me hablas? Lo que has escrito es una recreación, una película porno contada fotograma a fotograma para que el lector la goce tal y como tú la gozaste. Hasta diría que tu relato equivale a una paja mental. Recuerdas lo ocurrido, ves en tu mente los polvazos que le pegan a tu mujer cuatro golfos y ¡hala! a masturbarse sin parar y a que se masturbe el lector si le viene en gana. ¿Me equivoco?, di, ¿me equivoco?
Fabián prefirió no abrir la boca y aguantar la reprimenda de Ana María. Sabía que su esposa estaba poniendo el dedo en la llaga…
—¿Ves No dices ni pío ¡y el que calla otorga!. ¿Por qué nunca me contaste que eras un «voyeur», un mirón? ¿o lo descubriste aquella noche? Y lo malo es que no te bastante con ser un mirón corriente, no. A ti te gusta el pajote mental: colgar en la Red lo que ves, describirlo con pelos y señales para que los demás también «miren»…
Ana María tomó uno de los cinco folios impresos y, tras añadir que «sólo así se explica un relato como el tuyo», leyó en voz alta uno de los párrafos subrayados:
«A Gatas sobre el cuerpo de El Paraca —que se había tumbado en la cama boca arriba— y mientras acariciaba suavemente sus testículos y chupaba sin parar su gruesa polla, mi esposa notó que el rabo de El Pirula zigzagueaba en la raja de sus nalgas buscando el único punto de entrada que todavía era virgen… Cuando encontró el ojete, aquel fornido joven pareció enloquecer y, empujando fieramente, introdujo casi la mitad de su polla en el culo de Mariana; luego, rodeándola con sus brazos, la atacó con más saña para clavársela entera, hasta el límite que le fijaban sus propios huevos… El cuerpo de mi esposa estaba ostensiblemente comprimido contra el de El Pirula, y el rabo de éste, desaparecido en el interior de su culo, comenzó a entrar y salir con virulencia, gozando de aquel conducto estrecho y caliente nunca antes horadado… Al principio ella hizo algún gesto quejumbroso, pero enseguida, jadeante de placer, presa de alborotados estremecimientos, acompañó con balanceos los violentos empujones de El Pirula… El muchacho no tardó mucho en venirse locamente en el recto de Mariana, inundándoselo con su hirviente esperma, y ella, al sentirse invadida por tan cálida descarga, también se vio envuelta en un sublime éxtasis… Lejos de amilanarse porque acabaran de robarle la doncellez de su trasero, Mariana se aplicó más y mejor sobre la polla de El Paraca y, redoblando la intensidad de sus chupadas, hizo que éste se corriera en su boca y se tragó todo el semen sin mostrar desasosiego ni asco…»
Llegada a este punto, Ana María interrumpió la lectura y, colérica, intentó apretarle las tuercas a su marido:
—¿Cómo coño sabes tú que yo estaba sintiendo placer en un momento como ése? ¿Por qué sostienes que no sufría ni cuando me sodomizaban?
—Se notaba, cariño. Cualquiera en mi lugar, incluso un ciego, habría sacado la misma conclusión. Disfrutabas como una posesa: jadeabas, resoplabas, bamboleabas las caderas, te apretabas las nalgas y las abrías para facilitar la penetración. Esos no son síntomas de sufrimiento…
Ana María comprendió que había sido un error hacerle tales preguntas y que pisaba un terreno harto resbaladizo. Prefería no seguir por esos derroteros, pero aún se atrevió con otra intentona:
—Ya… Se corren en mi boca y tu honda psicología también te permite conocer el estado de mi paladar, ¿verdad, genio? ¿No te parece una desfachatez afirmar que me tragué su semen sin que me diera asco?
—¡Pero si hasta le limpiaste la polla con la lengua después de la corrida! ¡No dejaste que se perdiera ni una sola gota! Es una prueba irrefutable.
Pillada otra vez, Ana María agachó la cabeza y pensó: «¡Qué cabrón! El muy jodido no se perdió ni el más pequeño detalle… ¡y eso que estaría meneándosela todo el rato!»… Intentando correr un tupido velo, leyó otro párrafo como si nada hubiera pasado:
«El lejía era el más violento de los cuatro asaltantes. Levantó a mi esposa en brazos, la arrojó con fuerza sobre la cama y, casi sin esperar a que terminara de dar botes, se lanzó sobre ella, pasó sus musculosos brazos por debajo de las axilas, la atenazó por los hombros hasta inmovilizarla y de una embestida furiosa le ensartó en el coño su descomunal polla. Ella abrió las piernas todo lo que pudo para sobrevivir al ataque y él la folló con fervor, impetuosamente, sin permitirse un solo respiro… Mariana daba la sensación de estar en trance, con los ojos en blanco, como si se sintiera inmersa en un torrente de lujuria. Desconozco cuántas veces se vino, pero a juzgar por sus convulsiones, el paroxismo la invadía de tal manera que parecía ir de espasmo en espasmo… En un momento dado la escuché exclamar «¡Ahora! ¡Dámela ahora! ¡Dame tu leche ahora! ¡Toda! ¡La quiero toda!» y él, redoblando sus acometidas, inundó la vagina de mi esposa con calientes y copiosas descargas de semen, sumiéndola por enésima vez en un inefable éxtasis»…
—¡Qué malvado eres, Fabián! No sólo te explayas dando minuciosos detalles, sino que los exageras. ¿A qué polla descomunal te refieres? Yo no sentí una así…
—¿No? Pues la de «El Lejía» se asemejaba más a la de un caballo que a la de un hombre normal, te lo puedo jurar. Tu coño estaría ya tan lubricado que ni te enteraste. Menos mal que a ése no le dio por follarte el culo porque, de ser así, no te sientas ni en una semana…
—Mientes como un bellaco, al igual que cuando dices que yo exclamé: «¡Dámela ahora! ¡Dame tu leche ahora!» A mí no me salen esas palabras ni follando borracha…
Ana María fingía ser desmemoriada. En realidad recordaba perfectamente todas sus palabras; recordaba la cantidad de veces que se corrió aquella noche, y recordaba lo bien que follaban aquellos desalmados. Lo que si olvidó fue subrayar el párrafo en el que Fabián relataba como se lo montaron con ella El Paraca y El Cuco. Fue su primera doble penetración. El Cuco se la enchufó en el coño y El Paraca en el culo. Por momentos se sintió como una actriz porno en pleno rodaje…
Sin embargo, ella advirtió que ese olvido le venía como anillo al dedo para dejar a un lado la lectura, e intentar «cazar» a su marido en algo que desde hacía días runruneaba por su cabeza:
—Fabián, ahora voy a pedirte sinceridad… Verás… pienso que tú planeaste todo lo que sucedió aquella noche en la pensión. No es normal que no cerraras la puerta con llave. Nadie necesitó derribarla, como cuentas en el relato, ni nadie te amenazó en el cuello con un objeto punzante. Simplemente te dijeron «siéntese y cállese» y tu obedeciste como un perrito faldero que estuviera haciendo una gracia. Dime la verdad: ¿organizaste tú aquel festín? ¿Habías contratado previamente a los cuatro jóvenes para que me follaran durante toda la noche?
Con la boca abierta y los ojos como platos, la cara de Fabián reflejaba claramente que Ana María había dado en el clavo. Sudoroso, y ya consciente de saberse descubierto, aún tuvo reflejos para darle un giro singular a la conversación:
—Imaginaciones tuyas, querida… —dijo ya medio bromeando, a la par que añadía: —pero antes de que montes el numerito, respóndeme con sinceridad: ¿qué has sentido después de leer mi relato?
—¡¿Todavía no te has enterado?! Indignación, ¡coño!, indignación…
—Sí, ya… vale… Indignación porque lo he escrito, por cómo lo he escrito y porque lo colgué en Internet. Pero no me refiero a eso. Te pregunto que qué sentiste al recordar las escenas, al revivir con la lectura todo lo sucedido, al sentirte protagonista estelar del relato…
Ana María se quedó muda, giró la cabeza, y trató de esconder su ruborizada cara en el espaldar del sofá.
—No digas nada si no quieres… No hace falta porque, aún sin pronunciar palabra, me has contestado con claridad. Ya sé que sentiste placer y que por eso has leído el relato varias veces. Seguro que cada vez que lo lees se te humedece el coño…
Fabián esperó unos segundos a ver si su esposa tenía algo que comentarle, pero no sólo no abrió la boca, sino que se mostraba visiblemente emocionada.
—Ana María, ahora sí quiero que me respondas de viva voz: ¿no te gustaría repetirlo todo?
Ella pareció estremecerse al oír esta pregunta, guardó silencio unos instantes, y luego contestó de manera ocurrente, evitando herir la sensibilidad de su marido.
—¿Y tú mirarías?
—Sí, claro. Disfruto mucho viéndote disfrutar…
—Pues si es así…
—¿Con los mismos o con otros?
—Decide tú, cielo. Con los de la pensión no nos fue nada mal, ¿verdad?
—¿Te viene bien el próximo sábado? Es tu cumpleaños…
—Perfecto. Será una celebración por todo lo alto y un buen regalo de tu parte. Gracias.
Lo sucedido en la pensión, y el relato posterior colgado en Internet, marcó un antes y un después en las vidas de Ana María y Fabián. Ninguno tuvo necesidad de comer nunca más fuera de casa. ¡Hogar, dulce hogar!