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NO BASTA DECIR NO A LA GUERRA

A Mayra, quien todavia no me ha dicho nada...
y aqui sigo... esperando... esperando...

No bastaba decir no a la guerra y sin embargo las hormigas continuaban ahí, merodeando, como diminutas piedritas negras con patas sobre el pasto del jardin. Berenice me había invitado a la marcha en contra de la guerra. Nunca había marchado para solucionar las cosas del mundo, pero sus ojos, estampados de un azul marino, me habían seducido hasta el punto de ir con ella al infierno, si me lo pidiera. No recordaba el poema que ella estaba leyendo cuando la conocí en el café de las capuchinas. Tampoco lo que le pedí al mesero cuando estuve sentado enfrente, contemplándola, viendo sus piernas, sus brazos, su cabello lacio sobre los hombros desnudos. Veía moverse su boca con el ritmo de las sílabas, como besando las palabras para luego soltarlas como las flores sueltan las mariposas al aire. Ya era tarde, cuando los colores se pierden y uno cree que el tiempo es un absurdo solitario en medio de las manecillas del reloj. Berenice terminó su lectura poemática y todos aplaudieron menos yo. Aún aturdido por su descomunal belleza sicalíptica, Berenice bajó del estrado, saludo a algunos conocidos y luego se me acercó: No te gustó, ¿verdad? Lo primero que pude haber contestado era que no había entendido un carajo nada de lo que ella había dicho, que toda la velada me había dedicado a manosearla con los ojos y que la poesía me tenía sin cuidado, pero no lo dije, ni siquiera lo pensé, sino que mi respuesta fue un contundente: No, no me gustó. La sorpresa es el primer filo que se mella en los ojos del aturdido. Berenice me miró con el filo resquebrajado. Las personas que lograron escucharme supongo que habrían pensado que andaba ebrio y que una obra maestra como eran aquellos poemas no merecían la desconsideración de un patán como yo. La sala quedó fría, solo amortiguada por la música ambiental que el mesero se aprestó a poner de inmediato. Tienes razón, dijo Berenice, soy un fraude. Y se derrumbó sobre la silla que tenía a un lado. En ese momento sentí como mis ojos súbitamente se vidriaron como los de ella y una pequeña rajada cruzó de lado a lado mis pupilas. Estaba noqueado por la sorpresa. No contesté, ni siquiera lo intenté. No sabía qué. Berenice derramó una lágrima que comenzó a rasgarle la mejilla. No son de Neruda, dijo tiritando la voz húmeda, confesional, son míos, yo los escribí. Ese momento fue el único de lucidez que recuerdo de todo aquello: Vamos, le dije con la voz menos borracha que tenía en ese momento, no son tan malos, hay otros peores. Los ojos de Berenice dilataron su retina y pude ver que de estarse ahogando en un vaso con agua, ellos, azulmente diáfanos, salieron a flote. ¿Tú crees? Y me sonrió. Como yo sonreía, muchos años atrás, a las hormigas que desfilaban una detrás de la otra, en caravana. Llevaban, las que iban, las manos vacías, y las que venían, algunas ramitas y cachitos de hojas para el hormiguero. Era una autocracia, donde la maternidad era el centro del poder mismo, el de la reina. El pasto no quedaba lejos de la cocina. Pero en aquel entonces todas las cosas eran demasiado grandes y demasiado lejanas. Era un estar sin tiempo, lento, muy lento. Años después recorrería aquella casona de la Juárez y vería que mi universo apenas se circunscribía a dos recámaras, una cocina pequeña y un pequeño jardín donde yo había jugado a ser Dios. Pero esto no lo sabría sino muchos años más tarde, cuando la guerra me hiciera mortal. Pero en ese verano del 76 hacía calor y todavía no salíamos de vacaciones. Yo iba en primero de primaria y apenas sabía la tabla del dos, las vocales y alguna que otra palabra aprendida a fuerza de hacer cientos de páginas. Mi madre pasaba puntualmente a recogerme a las 12:30 del día. Cuando todos mis compañeros recién se despabilaban de las clases de matemáticas y español y comenzaban a jugar a los quemados, yo ya no podía, por tener mi tiempo atrapado al de ella. Al de su trabajo, al de: Vámonos, que ya es tarde para la comida. Mi padre, lo sabría tiempo después, un día de esos había salido temprano del trabajo e iba a llevarnos al Zócalo a comer unos raspados, según la versión de mi madre, y de esa llamada telefónica que él le hizo a ella esa mañana. La planta festejaba un aniversario más y hubo un sorteo para ver quienes saldrían de descanso. Fue extraño, lo juro, dejar de ver al hombre grandote que parecía un ropero sentado a la mesa esperando la comida. Dejar de mirarlo y querer parecerme en todo a él. Fue extraño dejar de tenerlo cerca. El microbús que iría a tomar para llegar a casa se estrelló contra una tienda al dar la vuelta a una esquina, hubo heridos, y un solo muerto, el que esperaba en la banqueta. Supongo que desde ese día a mi mamá comenzó a agriársele el carácter. Fue cuando su refugio natural se transformó en la ventana que daba a la calle y para mí, mis amadísimas hormigas. Aquellas piedritas negras con patas. Como encontraría años después el otro refugio esférico de millones, como aquel día en que compré el periódico para saber más del clásico de clásicos. Claro que había visto por televisión el partido. También el resumen deportivo, pero mi sed de conocimiento no tenía límite, necesitaba más. El fútbol era el paradigma de los sábados y domingos con que se llenaban mis horas de descanso. El tremendo lugar que inflamaba mis venas occipitales cuando cualquier estúpido profesional fallaba un penal, o ese árbitro hulero no viera esa falta del tamaño del mundo y nos castigara con su ceguera. Mis compañeros del trabajo también eran historiadores, geógrafos, economistas, matemáticos y filósofos de las artes y ciencias de la patada. Eruditos omniscientes del santo y seña del equipo de su elección. El América, Las Chivas rayadas del Guadalajara. El Puebla de la Franja. Los pericos y los palotes de todo cuanto acontecía. En mi calidad de entrenador ficticio del Puebla, necesitaba los datos, fechas de nacimiento de los jugadores, alineaciones, torneos, goles anotados a favor, en contra. Juegos jugados, pedidos, empatados. Me sabía de memoria todos los entrenadores que había tenido el equipo desde su fundación, cuantos torneos había ganado y cuantas copas había perdido. Todo lo sabía y no solo de ese sino de muchos más. Lo curioso es que cada vez que jugaba pronósticos deportivos, toda mi ciencia se iba por un tubo y seguía igual de pobre que siempre. Pero aquel día, cuando las Chivas y el América empataron a cero goles y hubo tres heridos en el estadio además de un expulsado por equipo, fue el primer indicio de lo que acontecía en el mundo. Un error de cálculo me hizo pasar, no de la página 2 a la 7, sino que pasé a la 8 y por descuido leí un pequeño encabezado en la parte baja de la hoja: La ONU a punto del descalabro. ¿LA ONU? Me intrigó, nunca había oído hablar de ese equipo, tal vez fuera un equipo de la segunda división. O fuera un equipo de baloncesto o de béisbol, pero no, yo lo conocía todo. Todo lo sabía. Así que continué leyendo. Ah, me dije cuando terminé el artículo, es de política y esas cosas. No me interesa. Y pasé a la página 7. El expulsado había sido el Cayuco Pérez al minuto 56. Toda explicación es banal si no se tiene a quien explicar. Para Berenice era yo el exegeta de lo que acontecía, aunque creo que comenzaba a sospechar algo. Como la tarde en que le dije, para no parecer estúpido, que me parecía que toda elección era fraudulenta desde el momento en que nada más había una sola cabeza que designara a los elegidos. Berenice me dijo que sí, que el dedazo era lo peor que le pudo pasar al sistema mexicano. Yo le repliqué que los directivos eran una banda de secuaces y ella triplicó que todo estaba podrido. Hubo un silencio seguido de un suspiro por ambos lados. Ella suspiraba, supongo más no lo sé de cierto, por ese pesimismo de que a todos nos va a llevar la fregada. Yo suspiraba por ella. Berenice era el fuego trasnochado del éxtasis. Un dibujo apocalíptico de lo más cercano al deseo, o lo que yo creía que era: Unas buenas piernas, una minifalda y tres kilos en las nachas eran suficientes. ¿Y cómo ves este asunto de la guerra? Del cocol, le dije. Sobre todo esos cochinos colombianos. ¿Colombianos? Me miró con su intempestiva marejada azul. ¿Te refieres a la guerrilla colombiana o a los narcos? En ese momento supe que hablábamos de cosas distintas. Yo de fútbol y el partido contra los sudamericanos, ella de quien sabe qué, pero para tratar de resarcir mi humilde ignorancia, todo el rato que continuamos sentados, solo movía la cabeza en forma que no me comprometiera, ni sí, ni no. Entrecerrando los ojos, como si comprendiera de qué cuernos me hablaba. Que la economía de los gringos es de guerra, que solo quieren el petróleo, que el capitalismo a ultranza, que la manga del muerto. Ah, sí, Ah, no. Tienes razón. Qué mal. Uy, que feo ¿No? Pero fue cuando me dijo: El sábado hay una marcha. Y me miró con sus desmedidos ojos azules. Yo, que acababa de hacer un movimiento negativo esta vez me tocaba un afirmativo, así que sin pensarlo moví la cabeza en lo que pareció decir un Sí, estoy contigo. Bueno, me dijo Berenice, nos vemos en el Paseo Bravo, junto al gallito para hacer siquiera una manta. Luego suspiró y yo también. Suspiros profundos que llegaban hasta la médula. Como los suspiros de aquellas tardes infantiles en que no tenía nada que hacer en casa. Llenando las horas de lagañas y brincos infinitos. Las hormigas son un punto de referencia en el universo. Orden dentro del caos. Dios hizo el tiempo y sacó de las tinieblas la luz. Dios misántropo que nos plantó en la tierra como semillas infaustas. El todopoderoso al que la pleitesía le reverberaba el ego. Dios, hacedor de las cosas. Dios, vete al infierno, habrían dicho las hormigas si hablaran. Pero inútilmente mudas esperaban su turno para morir. Oh, Dios, tu maldad es la inocencia. Oh, dios, eras un niño en ese universo superlativo de las cosas grandes y lejanas. En ese lugar donde ambos, mi madre y yo, quedamos atropelladamente solos al igual que mi padre en su tumba. Ella ya no se pintaba las pestañas y dejaba que su cuerpo se fuera encogiendo hasta los huesos. Habían aparecido las canas y de vez en vez soltaba un suspiro en la ventana. Patética, idealizaba la presencia etérea de mi padre con sus ojos. Quizás se estaba volviendo un poco loca. Mamá, que vamos a comer. No ves que estoy ocupada, anda, vete de aquí. Me iba al jardín, ahora convertido en un verdadero muladar y me ponía a jugar con los trebejos dispersados en derredor. Fue cuando, quitando una tabla, descubrí el hormiguero. Unas hormigas salían y otras entraban, cadenciosas, a su ritmo, en orden, sin tiempo para platicar sobre los lugares lejanos al que sus patas las habían llevado. Cargando ora un grano, ora una pata de mosca. Ora nada. ¿Qué se dirán las hormigas cuando se juntan? Me pregunté. ¿Serán amigas? Si Dios hizo del caos el orden ¿era necesaria después su existencia? Con un palito que recogí metí el desorden picando por aquí y picando por allá. Las hormigas se dieron cuenta desde el principio que algo metafísico alteraba su mundo. Desde las alturas, dios las castigaba y no sabían el por qué. El primer día fue una masacre, quizás algunas explicarían algo sobre Sodoma y Gomorra, pero otra hormiga quizás le contestaría que no tenían sexo. Que habían nacido castradas sólo para servir a su reina madre. Y no había pecado que concebir. Entonces alguna otra deliberaría que había que cumplir acríticamente los preceptos divinos, pero en santa paz como habían vivido desde su fundación, no sabían a que dios lanzar sus plegarias, ni cuales reglas debían seguir. Entonces fue cuando yo inventé el universo. Una por una cinco hormigas pasaron por la guillotina de una navaja que guardaba mi madre en su buró. La causa de su condena a muerte fue el azar de haber estado en el mismo sitio que yo al mismo tiempo. A veces también lanzaba pequeños guijarros que recogía en el camino de la escuela a la casa. Piedritas que les llovían del cielo, simulaba una guerra entre el bien y el mal, donde ellas, las perversas, morían acribilladas. Otras tantas ponía en un frasco un montón de hormigas y las tapaba, hasta que se me olvidaban. Luego mi madre, en sus escasos momentos de lucidez, las encontraba y refunfuñaba: Si tu padre viviera, en esta casa no habrían estos animalejos del demonio. Una vez se me ocurrió llenar una jícara de agua y lentamente fui vaciándolo en el agujero hasta que decenas de hormigas salieron flotando, algunas agarradas a pedazos de ramas que figuraban troncos enteros, otras panza pa’rriba. Pero el paroxismo de mi don divino, fue el día en que aprendí a usar el encendedor de la cocina. Literalmente llovió fuego del cielo y la tierra se convirtió en un infierno. Las hormigas se retorcían un segundo y luego sus patas se contraían hasta que solo quedaban convertidas en unas bolitas chamuscadas. Y tú vas a morir, decía mientras les aplicaba el gas encendido, porque sí. Y tú también, le decía a otra hormiga despistada que se acercaba a su ardiente destino. Alguna que otra vez, cuando se acordaba, mi madre me preguntaba qué hacía. Nada. Nada. Contestaba como suelen contestar los niños que están haciendo travesuras. Nada, mamá. Aquí no pasa nada. En el pasado ya no pasa nada, es cierto, pero ahora tenía dos días para enterarme en que demonios me había metido. Claro está que no era porque me interesara, sino que aún Berenice no había dado su brazo a torcer. Y pensé que si me portaba como todo un conocedor, lograría más rápido mi objetivo: volverla mi novia. Oigan, les dije a los muchachos del trabajo, saben dónde queda Irak. ¿Qué, te vas a mudar para allá? Me contestó el Gaspar. No, baboso, continué, dicen que tienen petróleo y que hay guerra o va a haber. Ah, sí, retumbó el Peña, México se enfrentó contra Irak en el mundial de Italia 90. No fue en el mundial, rezongó el Pancho, fue en la calificación y luego hubo otro amistoso en el 93. ¿No fue en el 94? No, te digo que fue en el 93. Ah. ¿Pero ahora que saben? Pues que los gringos quieren no sé qué pero que el güey de allá le está parando los tacos al de acá. Y que el pendejo de aquí no se va a dejar, ya sabes que son recabrones, los muy ojetes gringos. El interés tiene pies, sentenció el Gaspar, que había quedado callado por un rato mientras envolvía unos empaques. Esa noche busqué el periódico que había comprado la semana anterior, pues recordaba vagamente que algo tenía que ver. La ONU a punto del descalabro. Mencionaba que el gobierno gringo había mandado tropas al golfo pérsico, que un tal Bush quería el petróleo de allá, que pretextaba una guerra en busca de armas biológicas y que si no le hacían caso que los iba a madrear con bombazos. Uta, pensé, al que deberían de bombardear es al Totol, que le apestan regacho las patas. Ese si que es un peligro para la sociedad. Esa misma noche me habló Berenice para cancelarme la cita de mañana. Es que tengo que ir a la Universidad por unos papeles y ver a mi sinodal. Pero te pido un favor, me dijo, haz la manta. ¿La manta? La interrumpí. Si, la manta, y escríbele algo. ¿Cómo qué? No sé, algo en contra de la guerra... lo que se te ocurra. Esa noche no pude dormir. Al día siguiente interrumpieron la programación de la tele para anunciar que las bombas estaban cayendo sobre un lugar llamado Bagdad. Un instante después estaba frente a la manta tratando de escribir, escribir, escribir, ¿qué escribir? ¿Qué escribir cuando jamás había escrito nada? Si de por sí mi cerebro era un montón de agujeros por donde se colaba el frío de la ignominia, ahora era un montón de agujeros tapados que no liberaban nada. Berenice no estaba en su casa y yo había quedado de llevar la manta en un par de horas a la marcha. El pincel se movía en mis manos nerviosas sin el menor asomo de idea. ¿Qué hacer? La cavilación es el mejor ingrediente para el bostezo y la zozobra: La idea me llegó por reflejo instintivo del sentido común media hora más tarde: NO A LA GUERRA. SÍ A LA PAZ. Con el labio inferior mordido por los dientes, comencé los trazos. Uno por aquí, otro por allá. Un poco más de rojo, un poco más de negro. Y ya casi. Solo el toque final, se me ocurrió poner una pequeña calaca en una esquina, para que se vea artístico, pensé, a Berenice la va a gustar. Con el tiempo encima me lancé, como un corsario y su vela pirata, a la marcha en busca de Berenice. Esa marcha parecida al universo de las hormigas. Algunas que iban llevaban palitos de madera con trozos de tela, las que venían un puño levantado. Otras sólo miraban desde las aceras y los balcones: Esos-mi-ro-nes-les-fal-tan-pan-ta-lo-nes, les coreaban algunos estudiantes. El-mun-do-u-ni-do, ja-más-se-rá-ven-ci-do, gritaban un par de hormigas gordas. Éramos muchos, exorbitante la cantidad. A veces yo había visto marchas pero siempre las esquivaba o a veces me molestaba. Cómo esos cuates, pensaba, por qué no se van a trabajar y mejor dejan las calles para que podamos pasar tranquilamente, sin su molesta presencia. Ahora tocaba el turno de que algunos automovilistas me sonaran las bocinas con lujuria energúmena. Más adelante estaban los granaderos. Berenice se había hecho ojo de hormiga y no la encontraba por ningún lado. Habíamos quedado de vernos en el principio, junto a la tienda de ropa casual del Paseo Bravo, pero de ella ni sus luces. Por un instante pensé que me había dejado plantado y que ella estaría en brazos de su profesor, sentí un pequeño escalofrío celoso que me recorrió toda la espalda. Las manos me comenzaron a sudar. Pero al despejarse un poco la marea humana por fin la vi, estaba con un grupo de muchachos. Me acerqué. Son unos hijos de la chingada, oí que uno dijo. Y es que los muy cabrones no escuchan a nadie. El mundo no les importa, ni lo que diga la gente. Me emputa, estoy que me lleva la Chingada. Berenice me vio y sólo esbozo una ligera sonrisa, en su rostro se notaba la preocupación de la impotencia. Vamos a romperles la madre a los de Macdonals. Y a los de la cocacola. A los que sean, por putos. Un coro a lo lejos de otro grupo de estudiantes gritaban: Bush-pa-dre-Bush-hijo-chin-guen-a-su-ma-dre. Un contingente más llevaban banderitas de papel de china con un rótulo que decía: No dejes que el dolor ajeno, caiga sobre tus ojos cerrados, mejor alza tu puño y grita: No a la guerra. Una camioneta con altavoces pregonaba: y porque estamos cayendo al abismo donde el que tiene el poder tiene la razón, absolutamente nos oponemos, compañeros, la dignidad está por encima de todo. Berenice me tomó del brazo: ¿Trajiste la manta? La desenrollé para que la viera. Le falta algo, por fin dijo una vez que la miró. Pero ya viste la calaverita que le puse, pensé. Pero Berenice no se había dado cuenta de que yo me esmeré en el contorno del cráneo y que le había delineado lo mejor que pude los dientes y las cuencas vacías. Berenice sacó de su bolsa un plumón negro y empezó a escribir: Asesinos. Bush eres un criminal. En eso se acercó una hormiga con bastón y le dijo a Berenice: Es inútil, señorita, ya no basta decir no a la guerra. Si fuera joven me canso de que... pero eso ya no lo escuché. Berenice miró al hombre cuando se alejó y se perdió entre la multitud, y como si una idea floreciera en medio del gentío, Berenice escribió: No basta decir No a la guerra. Todo el mundo contra USA. Sí al boicot contra los gringos. ¡Vámonos! Dijo cuando terminó de escribir. La calle por la que transitábamos si no era la principal de la ciudad, si era por lo menos la más conocida: La Reforma. Como las calles conocidas que en todos los lugares de México siempre hay con los mismos nombres: Independencia, Juárez o Revolución. Berenice y yo comenzamos a gritar a boca de jarro: ¡A-se-si-nos! ¡A-se-si-nos! En ese momento sentí algo que jamás había experimentado. Algo que ni el fútbol era capaz de darme. Una fuerza arrolladora de solidaridad con el prójimo. Con el dolor ajeno. Sentí como mis ojos develaran una nueva luz y esta ceguera inaudita me diera asco. Con mayor ahínco comencé: ¡A-SE-SI-NOS! ¡A-SE-SI-NOS! ¡A-SE-SI-NOS! Junto a nosotros pasaron corriendo unos muchachos gritando: Al Macdonals. Yo levanté el puño y de la timidez inicial seguí coreando la primera consigna aprendida. Unos metros más adelante escuché el sonido de cristales que se rompían. Una marabunta comenzó a correr hacia un costado y algunos gritos llegaban de más adelante. Es una marcha pacifista, le oí a una señora de sombrero de palma. No a la provocación. Tranquilos, compañeros, se escuchó en los altavoces de la camioneta. Pero fue en ese momento que nos empezaron a llover los madrazos. Los granaderos, apostados a lo largo de la calle se nos dejaron venir con sus toletes desenfundados, los escudos transparentes y la indiferencia de los que sirven al poder. Un Dios supremo, extraterritorial, nos lanzaba no piedras, sino a nosotros mismos unos contra los otros. Éramos las piedras y el cataclismo que nunca nos ha dejado estar en paz. Éramos el fuego que nos quemaba, éramos el agua que nos ahogaba. Tomé del brazo a Berenice y comenzamos a correr en dirección al boulevard 5 de mayo. Los granaderos se confundían entre nosotros. Berenice tropezó y por poco caemos. En eso, cuando la ayudaba con una mano, un granadero me tomó del cuello y otro me jaló de los pelos. Berenice se les fue encima. El dolor de la impotencia se notaba como un volcán a través de sus gritos. ¡Suéltenlo! ¡Desgraciados! ¡Suéltenlo! ¡No, Berenice, NO! Un granadero que se acercaba por detrás le dio con el tolete en la cabeza y Berenice se desplomó partida por mitad. ¡Berenice, BERENICE! La manta quedó encharcada a su lado. Las cuencas de mi calavera se pintaron de rojo. No basta decir No a la guerra, decía lo último que Berenice escribió ese día. No bastaba decir no. Días más tarde, cuando fui encarcelado por motín, daño en propiedad ajena y demás agravantes, supe el abismo de que algo no estaba marchando bien en este mundo, la seguridad de que algo podrido flotaba en todas partes, que como las hormigas aplastadas de mi infancia, esperábamos sin esperar nada, tratando de decir ¡no!. Que algo no está bien mientras siguen, en el momento en que escribo esto desde mi celda, cayendo bombas sobre Bagdad y Berenice no está conmigo.

6 de Abril de 2003
Datos del Relato
  • Categoría: Orgías
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5 comentarios. Página 1 de 1
crowboy
invitado-crowboy 24-06-2004 00:00:00

YO COMPARTO LAS MISMAS IDEAS, PERO EN REALIDAD QUE ALGUIEN ME DIGA QUE HACE EN ESTA SECCION.

Lugie
invitado-Lugie 23-06-2004 00:00:00

Brabo brabo, asta que leo algo que nos debuelve la dignidad como seres umanos como ombres livres y deseosos de acavar con las injusticas. pas amore e libertad! un abraso, autore: No basta decir no a la guerra. ¡ay que actuar!

Alan
invitado-Alan 18-06-2004 00:00:00

Mi nombre es Alan y tengo 23 años vivo en Corpus Christie texas y lo unico que quiero decir es que no insulten al presidente Bush porque es el unico en todo el mundo que esta luchando por la libertad y en contra de los terroristas no importando en que pais se encuentre y tampoco que todos los demas sean unos necios como ustedes que no entienden nada de nada... Fuck you, ass hole!

Tepocata MAyor
invitado-Tepocata MAyor 18-06-2004 00:00:00

Felicidades al escritor de este magnifico cuento. HONOR A QUIEN HONOR MERECE. UN SALUDO DESDE BOLIVIA

Ariadna
invitado-Ariadna 18-06-2004 00:00:00

Yo no entiendo de politica pero se que algo anda mal cuando entre nosotros nos peleamos y mas cuando los ricos se aprovechan de los pobres. Felicidades y un abrazo a Gerardo por sus magnificas narraciones. Un Beso Ariadna

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