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Nos llamaron para nuestro primer muerto.
Mi hermano era algo mayor que yo, pero estaba igual de desorientado.
Acudimos al gran hospital y preguntamos en el mostrador.
Nos dieron el pase y subimos a la habitación. Segunda planta. Íbamos serios. Nos habían dicho que el abuelo estaba cerrando ya el contrato con las personas y objetos de su vida, seguramente sin tener conciencia de ello.
Pero no.
Cuando llegamos ya no estaba. El cuerpo que lo contuvo había sido trasladado al depósito.
Síganme, por favor. Está en el sótano.
Se abrió el ascensor y aquel empleado nos acompañó.
Pulsó el botón y empezamos a bajar. Mi hermano y yo no nos decíamos nada. Mirábamos al suelo con el mentón cosido al pecho. Y éramos lo más parecido a dos hombres que había en nuestra familia.
Se iluminaban los números a medida que descendíamos por las entrañas del edificio.

Planta primera.

Planta baja.

Primer sótano.

Tres dolores. Tres tormentos. Tres tenazas en la nuez, a una por piso.
Mis ojos abrasados se retenían porque a los dieciséis años era vergonzoso llorar. Hacía muy poco tiempo desde que uno se había librado ya de esos comportamientos infantiles y no era plan que por bajar la guardia, en un momento una debilidad afeminada echase por tierra tal logro.
Mi hermano estaba igual, seguro, porque no se quitó en ningún momento las gafas de sol.
Era nuestro primer muerto. Y lo queríamos tanto.

Aquí es.
La puerta se abrió y una sala con rasgos de garaje se fue iluminando con la luz indecisa y tartamuda de los fluorescentes.
Sobre una camilla aún, estaba el abuelo.
El sudario le dejaba ver la cabeza y los hombros.
Se suponía que hubiéramos debido mirar unos cuantos minutos, pero no llegó ni a medio.
No podíamos.
Era él, sí, Don Jacinto Ginés, confirmado quedó, y estaba muerto.
Mi hermano y yo nos fuimos a por el coche.
Vamos a la funeraria, a ver cómo se hacen estas cosas, me dijo con poca voz.
Joder, joder. Y ya no pudo más. Lloró.
En cambio a mí desde ese instante se me había quedado una imagen grabada, indeleble, como un verso de tristísima belleza, como una lapidaria metáfora.

Ay, abuelo.
Asomando ahí, en tu sudario, parecías un ancestral ofidio al que no quedasen fuerzas de acabar su última muda.
Y también lloré, claro que lloré.
Y pude sentir después de llorar, que era ya mucho más hombre.
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