Javier era un niño de siete años, muy curioso, muy pensativo y además muy preguntón. Estas características lo hacían muy diferente a los niños de su edad, pero a él eso no parecía importarle, creo que en el fondo, eso le agradaba. Le gustaba ser único, único en cada cosa que hiciera.
A veces Javier salía al frente de su casa en las noches estrelladas, y se preguntaba: “¿Cuántas estrellas habrá en el cielo?” “¿Serán estás las misma estrellas que brillaban anoche??” “Será que las estrellas se turnan para brillar unas en una noche, y otras en la noche siguiente?” y así iba brotando de él pregunta tras pregunta , a las cuáles, él mismo le tenía una posible respuesta; así seguía pensativo mientras transcurría la noche, sólo interrumpía sus meditaciones cuando escuchaba la voz de su mamá, que le indicaba: “Javier, ven para adentro, es hora de dormir” y entonces él obedecía al mandato y se dirigía a su habitación a dormir y a seguir soñando con la cantidad exacta de estrellas que podían existir en el cielo.
Una tarde al regresar de la escuela Javier, mientras lo trasladaban de la escuela a su casa, sentado en el puesto de atrás del vehículo de su papá, iba pensando: “Cuántos niños serán igual a mí?” “Con mi misma edad, los mismos gustos, los mismos juguetes, mi misma forma…” entonces cerraba sus ojos mientras sonreía y respondía en silencio, “Sólo uno, soy único, no hay otro niño igual a mí” y al final con mucha decisión y orgullo reafirmaba: “Nadie tiene las mismas cosas que yo”.
Está afirmación la sostenía día tras día, por eso cuándo salía a la calle observaba cada niño que pasaba, y se alegraba por cada detalle distinto al suyo que descubría en cada uno de ellos, eso le daba fuerza y veracidad a su rotunda afirmación.
Pero una tarde cuando paseaba por un almacén de ropa para niños, Javier sufrió una terrible decepción, observó un niño muy, pero muy parecido a él. Su misma cara, sus mismos gestos, su misma mirada y otras cosas más. Esto lo hizo detener y contemplar cada detalle, cada movimiento del aquel niño intruso que parecía haberle robado cada una de sus cosas.
Por fin ya cansado de tanto observar al niño, pudo felizmente descubrir que ese niño del cual estaba receloso, era él mismo, él mismo pero reflejado en los inmensos espejos de la tienda que habían sido colocados de manera perpendicular en las paredes y techo.
De tal manera que al descubrir que era su misma figura reflejada por el espejo, se sintió satisfecho, y lanzó una pícara sonrisa, mientas pensaba: “estaba considerando en cambiar algunas de mis cosas para no parecerme a él”.