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La casa en la nieve

Un niño. Es un niño el que nos ha mirado. Nos ha sacado del cajón por segunda vez, hoy. Le gusta esta bola donde dos muñecos sonríen y alzan sus brazos al cielo. Le fascina la nieve que nos cubre de abajo arriba en cuanto él hace girar la bola: le fascina como alguna vez nos fascinó a nosotros.

Sin movernos -porque seguimos de pie, Cynthia y yo, uno frente al otro- supimos, por la leve oscilación de los copos, que nos estaban levantando. Se nos desplazó el cielo por el horizonte y luego sus dedos como tentáculos y su nariz pegada al vidrio, que se cubrió unos segundos con el vaho de su aliento. Nos ha izado por segunda vez, hoy.

Si no fuera por él, por este niño que acaba de mirarnos, podríamos pensar que fuera no hay nadie.

Que estamos solos, a la altura de los setos que llevan años sin cubrirse de nieve, como nosotros mismos, de la cabeza a los pies.

Ni nuestros rostros ni nuestros cuerpos han cambiado: aquí dentro es imposible envejecer. O dejar de vernos tal como nos ven del otro lado de esta sustancia vítrea: diminutos, inmóviles.

Miro a Cynthia, con su falda escocesa y sus polainas -nadie diría, por su expresión, que un solo deseo la alimenta: salir de aquí. Tal vez seguimos en la misma casa, tal vez este niño sea nuestra oportunidad. El mismo deseo que nos agarrota en un ademán mudo nos ha impedido preguntarnos qué nos aguarda, ahí fuera. Al principio (¿cuántos años ya: ocho, quince?) fue difícil matar la esperanza de que nos oyeran, de que se diesen cuenta. Seguimos aferrándonos a lo que alguna vez fuimos, a ese entonces cuando éramos niños normales que jugaban y gritaban tirándose puñados de nieve. Cuando la abuela junto al mirador nos leía cuentos. Pero nunca llegó a contarnos éste.

-La Bruja encerró a los dos hermanos desobedientes en la montaña. Hasta que hubieran cumplido su castigo y vinieran otros niños desobedientes a ocupar su lugar. Así fue desde el comienzo de los tiempos, así es y así será...

Y es curioso, pero tampoco entonces, cuando éramos libres, lo sentíamos transcurrir ni llevarnos. El tiempo era un espacio, entonces. No las fechas de los exámenes, ni la promesa de la Navidad, ni siquiera lo desconocido. El tiempo era la casona cuyas escaleras crujían al pisarse, y las habitaciones que explorábamos en busca de tesoros. Así fue como encontramos la bola.

-¡Anda, Javi, déjamela: sólo un minuto! -gritó mi hermana cuando la hice girar. Centenares de copos cubrieron la casita como de chocolate, el sendero púrpura y los dos muñequitos de pie en el sendero. No se caían ni siquiera cuando, cabeza abajo, nevaba al revés.

Tampoco ahora nunca nos caemos Cynthia y yo.

Recordar ha sido nuestro modo de vivir, nuestro modo de negar que la espera pueda ser interminable. Hay que creer en algo: y yo creo que no es sólo en esta bola transparente donde estamos presos. Es una cárcel del tiempo.

-Por desobedecer: aquéllo les pasó por desobedecer.
-¡Por favor, abuela, por favor! ¡No nos apagues la luz esta noche!

Pero aquí no protestamos, dentro de la bola, donde el aire cambia de color según la prenda que nos cubra. Esperando... Pues para que podamos salir nosotros, otro tiene que entrar. Así ha sido siempre...

Como aquella tarde (¿ocho, quince años?) cuando corrimos hasta que el viento nos cortó la piel, hasta el confín del pueblo. Desaparecieron las calles ante la única carretera ... La conjura de unos setos, la verja de un portón... ¿qué harían esos niños ahí? ¿Y porqué echaron a correr en cuanto entramos?

Cuando reconocimos el sendero púrpura, la casita como de chocolate, era ya imposible moverse, escapar. Una fuerza tironeó de nuestros pies, mientras en un instante el mundo se redujo y nosotros caímos, caímos sin fin.

Nadie ha entrado aún, pero tal vez hoy -quién sabe- o mañana... Porque la bola de nieve le gusta, le fascina.

Mudos, inmóviles, seguimos esperando.

Que el niño llegue.

Y que caiga.
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