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Categoría: Gays

¿Sabes conducir?

Francisco viajaba regularmente de noche en el servicio de transporte para empleados que ofrecía la empresa hasta las puertas de sus casas.

El chico, recién cumplidos sus 20 y con aires y poses de intelectual, no paraba de hablar, presumiendo sobre sus conocimientos acerca de prácticamente cualquier tema y siempre encontraba víctimas en la forma de interlocutores involuntarios.

La dudosa sabihondez del muchacho no era bien mirada por los demás y poco a poco se fue granjeando la animadversión y la mala voluntad, no sólo de los compañeros, sino incluso de los mismos choferes.

Francisco no tardó en darse cuenta de que no era bien recibido y a partir de entonces optó por viajar a la par de los choferes. Hacía lo imposible por viajar como copiloto y corría tan pronto terminaban sus labores para conseguirlo y evitar que alguien se adelantara y ocupara el lugar de su preferencia.

Daba la impresión de memorizar textos sobre cualquier tema de actualidad para impresionar, pero a Juan (un chofer de reciente asignación a quien Francisco volcaba sus conocimientos) lejos de impresionarlo conseguía irritarlo de tal manera que se reflejaba en erecciones furiosas que sólo conseguía calmar mediante la autocomplacencia en el momento oportuno, invariablemente después de haber dejado al último viajero.

Como era necesario que Francisco se aproximara a Juan, puesto que todavía se podía acomodar a un viajero adicional en la parte anterior del vehículo, los velludos y lampiños brazos de Juan y Francisco, respectivamente, se rozaban, exacerbando el suplicio de Juan.

No era que Juan sintiera un afecto especial por Francisco, se decía, sino todo lo contrario. Odiaba las disertaciones y cátedras de un mocoso cuya arrogancia lo violentaba de la manera señalada. Juan estaba seguro de que si pudiera tener a Francisco a su merced, le haría tragar las emisiones de su furioso y enhiesto miembro y que además lo obligaría a gritar de dolor y placer si lo poseyera a través de ese par de pequeños pero bien formados glúteos.

En tales casos, cuando la proximidad de ambos, dictada por las circunstancias lo permitía, Juan restregaba a propósito sus velludos brazos contra los lampiños brazos de Francisco. Juan se había percatado de la reacción de Francisco en la forma de “carne de gallina”, pero el chico sabía ocultarlo muy bien fingiendo no darse por enterado y prosiguiendo sus vanidosas peroratas mientras que Juan venía sufriendo una incómoda hinchazón en la entrepierna…

A medida que avanzaban y la gente iba bajando, Juan advirtió a Francisco que sería el último en llevar, y pese a las tímidas protestas del chico, Juan advirtió que si no le gustaba, podría bajarse del vehículo en ese preciso momento, dicho en un tono de advertencia que los demás no escucharon. Francisco, por su parte, no se atrevió a protestar y se mantuvo callado a partir de ese momento. Tan pronto como bajó el pasajero sentado a su derecha, Francisco se deslizó inmediatamente, como si le molestara la cercanía de Juan.

Prosiguieron el camino en silencio y ninguno de los dos se atrevió a romperlo. Para Francisco pareció transcurrir un siglo desde el momento en que se quedó sin los demás compañeros. Mientras el vehículo avanzaba y Juan enfilaba por rumbos desconocidos, Francisco comenzó a preocuparse, pero no se atrevió a decir palabra, temiendo un exabrupto del chofer que lo comprometiera todavía más. Pensó que podría tratarse de un atajo por el que llegarían más pronto, pero poco a poco fue perdiendo la esperanza y entonces decidió preguntar tímidamente. Juan contestó que lo llevaría a un lugar donde nunca antes había estado. Pero el chico no estaba de acuerdo y preguntó por qué lo llevaría. No podía creer que Juan lo estuviera secuestrando. ¿Se había atrevido? Le parecía inconcebible que ocurriera un hecho así y no podía explicarlo.

Siguieron avanzando, en ascenso, a través de una pendiente arbolada y por la que apenas si se veían otros vehículos. Esta soledad fue creciendo cada vez más. Francisco pensó en tirarse, lanzarse del vehículo en movimiento, pero Juan activó el control de seguros y elevó las ventanas del vehículo exactamente en el momento preciso, como si hubiese leído la mente del chico, temiendo también que pudiese pedir auxilio a gritos.

Por fin llegaron a lo que pareció ser el destino final. Juan viró a la derecha y guió a través de un estrecho claro del bosque, por más o menos 25 metros para luego iniciar un descenso igualmente corto, quedando el vehículo fuera de la vista de la ruta.

Juan detuvo el auto y preguntó a Francisco si sabía conducir. No sabía, por lo que la nerviosa negativa del chico iluminó el rostro de Juan y de inmediato ofreció enseñarle, pero la respuesta de Francisco lo irritó sobremanera porque el chico exigió que lo llevase a su casa en el acto. Juan permaneció callado por un momento, haciendo un gran esfuerzo por no estallar. Francisco se percató inmediatamente y bajó la cabeza en señal de sumisión. Temía un daño y prefirió callar.

Juan le indicó con ambos índices de las manos y la mirada que había llegado el momento de enseñarlo a conducir señalando su entrepierna. Francisco pareció renuente, pero Juan hizo un gesto definitivo que parecía una orden. El chico, cohibido, se negó aduciendo torpemente que podrían hacerlo en otra ocasión.

El sitio en que se habían aparcado estaba completamente oscuro y sólo una luz mortecina proveniente de los instrumentos del tablero del auto iluminaba sus rostros. Luego se instaló un nuevo silencio, interrumpido por Juan al exigir de manera autoritaria que Francisco se sentara donde había señalado o no tendría otra opción que obligarlo.

Francisco pareció decidido a enfrentarlo y dio comienzo un forcejeo de manos que enervó a Juan, excitándolo todavía más. Con poco esfuerzo sometió a Francisco y lo sentó a la fuerza sobre su agarrotado miembro y que Francisco sintió como una descarga eléctrica. Juan asió los glúteos de Francisco con frenesí, restregándolos contra su miembro. Temblaba de deseo y el chico no protestó. La excitación de Juan iba en aumento.

Tras el breve manoseo Juan exigió a Francisco que se levantara un momento, lo más que pudiera. Desabotonó el pantalón de Francisco y de un solo tirón bajó la prenda del chico. Las peludas manazas de Juan entraron en contacto directo con las nalgas de Francisco. El chico no vestía ropa interior y este insólito detalle excitó a Juan más y más, quien rápidamente se quedó sin ropa de la cintura hacia abajo. Ignoró las débiles protestas de Francisco y exigió que se mantuviera erguido mientras chupaba y mordía los temblorosos glúteos del chico. A hurtadillas, Francisco observó el rígido miembro de Juan mientras el conductor besaba y chupaba sus tiernas y firmes carnes. Francisco sintió inmediatamente la tibieza de la saliva de Juan en su propio ano y luego el movimiento de los dedos para lubricar su cavidad con gran deseo pero con sumo cuidado.

Finalmente Juan lo atrajo hacia el duro falo e inició la inserción hasta que el miembro de Juan desapareció prácticamente de la vista dentro de la palpitante cavidad del chico. Juan parecía haber enloquecido y todavía más cuando Francisco comenzó a contraer involuntariamente el esfínter. Juan asió el propio pene de Francisco y la reacción produjo todavía más contracciones involuntarias y el arqueo del cuerpo del chico. Juan ahogó los gritos mordiendo y chupando el cuello de Francisco sin dejar de empujar el miembro como si fuera a escaparse, mientras el chico hacía grandes esfuerzos por controlar su propia emisión de fluidos para sincronizarla con los movimientos y gritos de Juan que anunciaban su inminente eyaculación.

Segundos después, uno tras otro, se regaron dentro y fuera en una explosión de pasión y movimientos. Juan ofreció asear al chico, pero este se negó, aceptando únicamente el papel que se le ofrecía. Juan quiso mostrarse cálido y tierno una vez que terminaron, pero el chico se había apartado y exigió que lo llevara a su casa. Había conseguido lo que quería y ahora restaba llevarlo y nada más.

Durante el trayecto de regreso, nuevamente, no intercambiaron palabra alguna, ni tampoco se escuchó el acostumbrado agradecimiento del pasajero en el momento de llegar a su casa. Por el contrario, Francisco se apeó del vehículo sin decir nada y luego azotó la puerta con violencia y ni siquiera volteó ver a quien hacía pocos minutos lo había obligado a compartir su intimidad. Juan esperó desilusionado hasta que el chico desapareció tras la puerta de su casa. Juan abandonó el sitio, chirriando llantas…

Transcurrió más de una semana sin verse. Juan se había enterado accidentalmente (por las pláticas de los compañeros de Francisco en ese sentido) que el chico se había incapacitado desde aquella memorable ocasión. Temió que pudiese haber desgarrado las entrañas del muchacho, pero no había sido su intención. Aceptó que lo extrañaba y que ansiaba verlo. Con sólo pensar en las nalgas de Francisco y cómo habían gozado, sintió una oleada de placer que se reflejó por enésima vez en la rigidez de su miembro.

A punto de cumplirse una semana, Francisco reapareció, pero a diferencia de antaño, no se sentó junto a él, sino en el asiento trasero y pese a los intentos de Juan por encontrarse con la vista del chico a través del espejo retrovisor, el chico no lo consintió en ningún momento.

Juan comprendió que todo había terminado. Se sentía desilusionado, pero aún así quiso jugar su última carta y decidió dejar a Francisco como último en la ruta una vez más.

Repentinamente, una vez solos y a punto de llegar a casa de Francisco, el muchacho dijo débilmente que había venido por la segunda lección de manejo. Juan no lo podía creer, su rostro se iluminó y con verdadera pericia alcanzó a virar sobre la calle anterior a la que vivía Francisco para luego pisar el acelerador hasta el fondo…

FIN
Datos del Relato
  • Autor: Rojo Ligo
  • Código: 15839
  • Fecha: 25-12-2005
  • Categoría: Gays
  • Media: 5.96
  • Votos: 134
  • Envios: 2
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