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La enfermedad de Volgo Dubrovnik

Para fijar el instante preciso en que el niño Volgo Dubrovnik cayó preso del mal que aún hoy lo aqueja, hay que remontarse a un día de estío, cuando el susodicho descansaba de su primera temporada de escuela. Sí, verán, ese caluroso día, habían venido de visita a su casa sus tíos Clen, Gravila y su primo Yon. Recordaba bien Volgo de su tío Clen sus maneras algo rudas de campesino, aunque siempre enmarcadas por una disposición festiva y bullanguera y, de su tía Gravila, la hondura de su sonrisa, bien acomodada en un rostro rubicundo y bondadoso. Sin embargo, más potente (muchísimo más) que esos recuerdos, se imponía otro. A los postres, cuando esa tarde todos en casa se adentraban en la siesta, él y Yon, se dedicaron a vagabundear por los alrededores: a pasear por el fresco bosque de eucaliptus, a fatigar sapos con varillas en la laguna turbia y atestada de ciénagas, a saltar entre las primeras rocas del Cerro de la Codorniz. Luego de unos minutos y, ya fatigados el uno del otro, retornaron a paso lánguido y brincaron la cerca que rodeaba la propiedad familiar. Yon fue directo al comedor a encender la tele. Volgo, por su parte, se encaminó al viejo nogal que le servía de escondite y, con dos impulsos, se encaramó sobre una gruesa rama. Allí, masticando un trébol, se disponía, apoyada la revuelta cabeza en el tronco, a echarse una breve siesta, cuando circunstancialmente miró hacia los altos de la casa. Al principio vio sólo el cuadrado vacío de la ventana abierta con la cortina de seda que flotaba fantasmalmente. Mas, tras una pestañeada, atisbó la figura regordeta de su tia Gravila que se iba desabotonando con calma la blusa con manos doradas de cangrejo y sonrisa fija, desafiante. Bajo ese sol que simulaba la única y poderosa luminaria de un escenario, la vio, una vez que su blusa ondeó suelta como si por fin asumiera una postergada condición nubosa, llevar ambas manos atrás y, con dos enérgicas sacudidas provocar el desprendimiento del pelo de su atadura, cayendo el cabello serpentinamente sobre los hombros que se alzaron en un gesto gozoso. Entonces, la tía dejó de sonreír, miró con ojos urgentes y extrajo un brazo, luego el otro de la prenda sedosa, quedando vestida sólo por un sostén rebosante. Todo esto era seguido con el corazón encabritado por Volgo que asistió con estupefacción a los próximos movimientos: la tía llevó una de las manos rollizas a la espalda para desenganchar con infinita delicadeza el brassier mientras, con la otra, contenía los pesados senos; después expulsó lejos la prenda y, con las dos manos cubriendo la copa de sus pechos, procedió a ofrecérselos a tío Clen que recién ahí hizo acto de presencia dentro del marco; pero eso no fue todo, pues, en ese momento la tía comenzó a estirarse con dos dedos expertos los pezones hasta que, cuando hubo por fin desnudado sus tetas monumentales, parecían afiladas como puntas de ballestas. Volgo en un suspiro (porque no pudo reprimir un suspiro) vio esas ubres altivas en toda su magnitud y belleza, mas pronto, (demasiado pronto) la impertinente boca del tío Clen se interpuso, comenzando a succionar del pecho más próximo. Finalmente la escena se esfumó tragada tal vez por la ventolera que entonces empezaba a manosear la cortina. Desde ese episodio una fiebre imperiosa se adueño de Volgo, convirtiéndole en un mero títere de sus urgencias. De ese modo el mundo para el niño se pobló de enhiestos y turbulentos senos. Sus pupilas como codificadores alterados no reflejaron más las cosas en su real apariencia, sino distorsionadas por la imagen de su obsesión. Y créanme que desde ahí una nube no fue para Volgo una mera nube, ni una montaña una simple montaña, ni un arbusto un puro arbusto. No. Nunca más miró a partir de ese día a una mujer a los ojos. Bajaba los suyos —en un gesto que para algunos era signo de profunda timidez— y trataba de entrever a la menor oportunidad los senos de la que tenía enfrente a través de los verticales escotes, los pudibundos vestidos y aún los herméticos abrigos e impermeables. Cerraba los párpados al comer barquillos sorbiendo con fruición, en éxtasis, la crema que los coronaba. Demoraba el gesto de abrir una puerta acariciando con toda la palma de una mano el pulido pomo. Acostumbraba, al almorzar, formar cerritos con comida para luego bajar directamente la boca y sorberla cual oso hormiguero. Aunque, claro, lo que más le gustaba comer era gelatina a la que daba con la cuchara pequeños golpecitos para quedarse, con una sonrisa boba en la cara, mirándola temblar. Curiosamente aquel verano vio un antiguo video de Mazinger, un robot-superhéroe que tenia una especie de novia cibernética llamada Afrodita. Ésta solía disparar, en lo mejor de una batalla, sus senos. Volgo soñó muchas veces desde entonces que moría alcanzado por estas tetas-misiles. Era una muerte feliz. Tuvo un único amigo, Diome, un muchachito gordo con inmensos cachetotes colgantes. La amistad terminó cundo éste le preguntó a su papá por qué su amigo se quedaba mirándolo con ojos de borrego a medio degollar. —No quiero que lo veas más. Debe ser maricón—arguyó su progenitor, bebiéndose una cerveza. Marianne, una amiga rubia y voluptuosa de su madre, pasó una temporada en su casa. Por más que lo intentó, Volgo no pudo espiarla desde el nogal, pues ella mantenía siempre cerrada la ventana de su cuarto. Sin embargo, buscaba la ocasión en que no estaba para introducirse a su habitación, abrir la cómoda, y sacar uno de sus enormes sostenes. Metía entonces su pequeña carita en una de las cavidades, respiraba con hondura el aroma y, luego, ahíto, se recorría la nariz una y otra vez con dos dedos. Por cierto que tal obsesión fue progresivamente llamando la atención de todos. Las mujeres del pueblo casi instintivamente se abrochaban hasta el último botón de sus blusas en su presencia y no se atrevían a verbalizar lo que pensaban. Su madre, Cleomis, sí; se le señaló a su esposo Christea quien celebró el temprano despertar erótico de su retoño al que llamó “hijo de tigre”. Enseguida pegó una risotada sacudiéndose la barriga de un manotón. Lo que no le hizo gracia a él ni a nadie fue cuando Volgo dijo que los pechos de las mujeres le enviaban mensajes telepáticos. Ahí mismo sus padres lo cogieron de un brazo y se lo llevaron a una consulta siquiátrica. En una de los cuartos del hospital psiquiátrico del pueblo es posible hoy hallar al niño. Está en una sala de paredes resquebrajadas, acostado en una cama de hierro, de colchas marrones. Arriba, en el techo, hay una ampolleta celeste siempre encendida. A través de una cámara de monitoreo, el psiquiatra que lo tiene a su cuidado, observa cada movimiento del pequeño, a la vez que mira de reojo una máquina que registra su actividad cerebral, pues a la cabeza de Volgo hay conectados un sinnúmero de electrodos. Con todo, hace poco, en el turno nocturno del psiquiatra que reemplaza al titular, ocurrió algo insólito. El ayudante Serkys volvía del baño cuando, al otear la cámara, vio como el infante dormido, con todos los cables desperdigados en el suelo, flotaba medio metro sobre su cama. De la ampolleta fluía una luz espesa, blanca, lechosa. Primero, se quedó mirando alelado, mas después, salió como loco buscando a alguien que atestiguase la situación. Sólo halló a Betulio, el viejo cuidador del hospital. A empujones lo sacó de su garita de latas. En el camino le explicó el caso. Al llegar, hallaron al chico durmiendo con placidez en su cama con todos los electrodos conectados, mientras lo cubría el sedante manto de una luz celeste. —Yo le creo, doctor—le apuntó el viejo Betulio, poniéndole su mano de dedos estropeados por la artritis sobre el hombro. Un camión dejó oír su estridente bocina por unos segundos. —Sé bien el poder que tiene una teta—agregó, el anciano, riéndose a través de sus dos únicos dientes. Serkys no lo oyó. Estaba acariciándose el mentón a la par que se preguntaba por lo que pudo haber pasado. Sintió, de pronto, que algo le punzaba el brazo. Era una petaca de pisco que le alargaba el cuidador. —Sé bien el poder que tiene una teta—repitió éste. Al observarlo, Serkys vio que ahora, Betulio, se llevaba la botella a los labios y la vaciaba de un tirón. Luego, lo miró quedarse de pie en el pasillo con los hombros gachos y los ojos grises puestos en la nada.

Datos del Relato
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