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Hacía un tiempo que él había llegado a nuestras vidas. Había pasado de ser “un conocido de los pintxos en los bares”, a algo cercano a un amigo.
Lo cierto es que, aunque trataba de no pensar en ello, el tío era muy guapo y extremadamente seductor… Divorciado, no sé cuántas veces, amable, simpático y pasaba de los cuarenta, al igual que mi marido y yo.
No voy a hablar de mi matrimonio porque es algo que me aburre soberanamente, pero sí diré que mi pareja estaba un poco a disgusto viviendo en el norte. Todo lo contrario a mí… y a Rufino. Sí, ya lo sé, el nombre es un poco… pero es lo único que desentona en él, por eso le llamamos Rufi o Rufinus. Bueno, da igual, no es importante.
Yo era consiente de que Rufi no podía “avanzarme” siendo ya casi amigo de los dos, pero yo ya tenía unas importantes mariposas estomacales y vaginales; por otro lado, estaba algo cansada de disimular hasta el más mínimo detalle. Salí a caminar por la mañana y, “sin querer”, le encontré trotando.
—Buenos días, Dani ¿Tú tan de mañana?...—me dijo, deteniéndose.
—Buenos días, Rufi. Tenía ganas de disfrutar el día —respondí, mintiendo descaradamente.
—¿Te hace un cafelito?
—No sé… No quiero interrumpir tu rutina.
«¡Como me dé la razón, me voy a cagar en sus muertos!».
—Si no te importa que esté un poco sudado, a mí tampoco romper mi rutina por hoy. Venga, ¿qué dices?
—Claro que no me importa, ¡que venga ese café…! —solté simulando una media sonrisa, y por dentro millones y millones de células saltando al grito de ¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!
Ya instalados en el bar, y luego de pedir los cafés, me miró directamente a los ojos y se acerca un poco.
—A ti te pasa algo…
«¡Vaya que si me pasa! Nunca he sido infiel a nadie. Estoy caliente, que digo, hirviendo por ti y ni siquiera sé si te intereso algo».
—No… Si… Bueno… No sé… Qué sé yo… Ya sabes…
—Claro que sí, yo lo sé todo, hasta los secretos del Universo —hizo una pausa, mientras bebía un sorbo de café. Luego sus ojos volvieron a posarse en los míos, pero esta vez no le esquivé la mirada, la sostuve. —¿Es por tu marido…? ¿Es eso…? ¿Me quieres contar…?
Era tan dulce, tan encantador, tan cercano, tan amigo… Pero yo no quería hablar de mi marido ¡Me lo quería follar, a ser posible, allí mismo! Aunque también debo decir que el jueguecito me daba más morbo, me ponía más cachonda… Quería que me sedujera cada vez más. Pero, ¿y si todo aquello solo estaba en mi mente y no en la suya?
—Qué voy a contarte que tú ya no sepas. Además, no quiero hablar de él —¡claro que no quería!—. A lo mejor es que quiero estar sola.
—Entonces me voy —dijo, sonriéndome con picardía.
—Venga —quise decir: como te muevas de ahí, me tiro a tu cuello—. Voy a ser sincera: quiero algo nuevo en mi vida —mentí cochinamente.
Él, sin ninguna reacción, acabó su café y me preguntó:
—Algo nuevo, ¿como qué? ¿Hacer pilates, ganchillo, correr una maratón…? ¿A qué te refieres exactamente?
—Ay, hijo, ¿me ves a mí haciendo ganchillo? Tampoco es eso… Quiero disfrutar de la vida.
¡Cojones! este tío no había entrado al trapo como yo esperaba. Evidentemente no me tenía en cuenta o me respetaba en extremo.
—Volvemos a lo mismo: me das una respuesta con un amplio abanico de posibilidades. Así que, si te puedo ayudar en algo, me lo dices. —Y puso su mano sobre la mía.
Y con sus últimas palabras las bragas se me humedecieron totalmente, como si los latidos del corazón se hubieran trasladado a mi coño. ¡No podía más!
—¿Me ayudarías en cualquier cosa?
Me la jugué. Encendí un cigarrillo como para darle pistas de qué cosas podía llevarme a la boca… Bueno, no, lo hice porque estaba de los nervios.
—A cualquier cosa no, Daniela… A asesinar a alguien, por ejemplo, no te ayudaría —repuso, totalmente distendido.
—Ni yo te lo pediría. Los asesinatos los cometo mejor estando sola.
—¿Y qué más?
—¿Qué más hago mejor estando sola?
No pudo contener su risa. Y yo no le veía la gracia, honestamente; las estaba pasando canutas, tratando de ser infiel cuando no quería serlo, con un tío que al parecer no estaba por la labor y con unos calores que no podía disimular.
—Bueno, mejor me voy a dar una vuelta por ahí—. «A pajearme pensando en ti donde nadie pueda verme», añadí para mis adentros.
—Venga. Pago y vamos. Te acompaño.
Pues entonces la paja tendría que esperar. Nos fuimos y ni todo el aire fresco, ni el azul del cielo, ni el mar, ni bla, bla, bla podían apartarme del cúmulo de sensaciones que él me provocaba. Pero, a simple vista, andábamos como hermanos bien avenidos charlando sobre cine, hasta que llegamos a una playa, justico frente a su casa, y entonces una nueva luz de esperanza se abría… Precisamente en mi coño.
Nos detuvimos, se colocó frente a mí y puso sus manos sobre mis hombros.
—Ahora la verdad: ¿qué te pasa? ¿Es algo grave?
«Y tan grave… Hemos pasado a estado comatoso».
—Estoy pensando en separarme. —¡Joder, joder y joder! Dije lo primero que se me ocurrió cuando una no sabe qué decir.
Me abrazó a modo de consuelo.
—Venga, Dani, no seas dramática; lo que sea pasará; ya verás.
«¿Ah, sí? ¿Cuándo? Porque yo ahora mismo estoy que no respondo de mí, entre tus brazos, sintiendo tu cuerpo, conteniendo los suspiros y ardiendo de deseo».
No vi toda mi vida pasar en un segundo; nos vi desnudos, tirados en la arena, entre lamidas y embestidas…
Yo no estaba por la labor de desprenderme del único contacto que tenía con él. Así que allí permanecía entre sus brazos, sin ánimo de poner distancia. Pero él si la puso.
—Vamos a entrar a casa, te relajas y me cuentas; o lloras, o haces lo que te dé la gana.
¡Precisamente! Porque esta situación ya no daba para más. No pude estar más de acuerdo con su invitación.
Entramos a su casa.
—Ponte cómoda. ¿Quieres tomar otro café? ¿Otra cosa? ¿Un zumo?… No sé. ¿Qué quieres?
—Algo fuerte.
—Entonces otro café. Lo preparo y te lo traigo. Venga, siéntate —y se marchó a la cocina.
Claro que no me senté, lo seguí a la cocina.
—¡Uy, uy, uy! Estás mimosa —dijo riéndose.
Y precisamente en ese momento suena su móvil.
Atiende…
—Hola cariño… Si, si… Vale cielo, estoy acabando algo y en unos minutos voy para allí… Yo también… Si, hasta ahora.
Colgó a la inoportuna.
—¿Sabes qué? —le dije caminando hacia la puerta—. Deja el café, que ya me lo tomo otro día; tú tienes cosas que hacer y yo no estoy para mucha charla.
—No seas tonta, tengo un ratillo y te escucho…
—No, no, que no, que me voy, ya nos vemos… Gracias, Rufi.
Y salí de su casa, no solo con una calentura de mil demonios, sino también celosa a más no poder. Había dado en hueso, evidentemente. Él no estaba por la labor porque ya tenía quien le hiciera la labor…
Y en medio de mi tormenta pasional, tuve la grandísima suerte de que mi marido se fuera de viaje de placer; aunque los dos sabíamos que en realidad quería poner un poco de distancia.
La que no quería poner distancia era mi amiga Isi; y tampoco estaba dispuesta a marcharse sin antes haber destripado todo el tema.
—Mira Dani, que estés caliente con Rufi lo entiendo, lo comprendo, lo acepto y hasta lo aplaudo, pero que me digas que estás celosa, no.
—Ah no, y eso, ¿por qué? ¿Puedo meter cuernos pero sin sentimientos?
—Precisamente, tú misma lo has dicho: pasión, calentura, sexo, sí, ¿pero enamorarte…?
—¿Enamorarme? —Esto me escandalizó.
—Sí, enamorarte. Estás teniendo sentimientos románticos con él, estás soñando con él, le buscas por todos lados…
—Estoy caliente y le busco porque le quiero follar y que él me folle…
—Y que te abrace, y te bese, y te mime, y te adore, y que de paso te lleve al paraíso.
—Estás loca —le dije.
—Tú sí que lo estás —respondió ella—. Si solo fuera calentura, como tú dices, le habrías encarado. O es que piensas que va a decirte —imitó la voz de Rufi— “Ay, no, Dani, discúlpame, pero yo no puedo contribuir a que le seas infiel a tu esposo”.
—A lo mejor me lo hubiera dicho, no con esas palabras, pero…
—Que no, que te hubiera follado del derecho y del revés. Pero tú quieres más, tú quieres el galanteo, el parloteo, la seducción, el te digo pero no te digo, el quiero pero no quiero, y ya estás mayorcita.
—A ver, Isi, que no hay motivos para alarmarse: yo sé que es calentura pura y dura, y no voy a hacer un debate sobre el amor y la pasión, cuando sé perfectamente lo que mi cuerpo pide a gritos.
—¡Pues soluciónalo! —Isi fue tajante—. Que más te da que se folle a otra tía, si lo único que quieres, según tú misma, es follártelo y no tener exclusividad. ¿O es que eso también me lo vas a negar?
—Qué cansina, tía. Dejamos el temita por hoy. ¿Te parece? ¿Cenamos algo y vemos una peli?
—No —negó Isi.
—¿Y qué quieres hacer? —pregunté.
La respuesta de Isi no dejó lugar a dudas.
—Cenar fuera, ir a una disco y follarme a algún tío porque, a diferencia de ti, yo los gustos prefiero dármelos en esta vida.
Y logró que lanzara una carcajada, que falta me hacía. Y cumplimos su plan, al menos hasta la parte de llegarnos a la disco.
Isi no perdía el tiempo, y yo no aguantaba ya tanto ruido y calor, además de todas las copas que había bebido y las ganas de fumar. Así es que busqué la calle desesperadamente, sin mirar si le metía un pisotón a uno o empujaba a otro, yo quería salir a respirar.
—También tienes calor, ¿no? —me preguntó una repentina voz anónima.
Me di la vuelta. ¡Pedazo de tío bueno! Treintañero, eso sí, pero ya bien plantado.
—Hola —le respondí como si tal cosa—. Pues sí, tengo calor y ganas de un cigarrillo.
—Hola. Soy Gari —se presentó, se acercó y nos dimos dos besos castos y puros.
—Yo soy Dani.
—Encantado, ¿te apetece que caminemos un poco…?
En ese momento mis ojos vieron el coche de Rufi aparcando, miré nuevamente a mi joven y reciente amigo.
—No —me acerqué más a Gari—, quedémonos aquí, ¿no? —y borracha, para que negarlo, rodeé su cuello con mis brazos y él mi cintura, no sé si para que no me cayese…
—Me parece que te buscan —me susurró, acercándose a mi oído—. ¿No será tu marido?
Sin soltar a mi recién capturada presa, giré para mirar a quien yo ya sabía que estaba allí: el causante de mis males.
—No, que va, es un amigo. —Solté a Gari y, sin alejarme mucho de él, saludé a Rufi—. Hombre, tú por aquí .
—Sí, que cosas, yo por aquí —respondió Rufi—. ¿Puedes venir un momento?... Quería decirte algo.
¡Al fin! ¡Sí, sí, sí! ¡me lo iba a decir! Porque se le notaba un poco incómodo. Claro, al verme en brazos de otro hombre…
—Discúlpame cielo, no me tardo —le dije a Gari.
—Te espero dentro. ¿Vale? —respondió él.
—Vale, vale —le dije sin demasiado interés—. Ya vete. Desaparécete de una vez, que voy camino a follar… —añadí entre dientes.
Ya solos, Rufi me cogió de una mano y me llevó rápidamente hacia el coche.
—¡A ver qué coño pasa aquí! —dijo Rufi. Le noté serio—. Isi me ha llamado por teléfono, preocupada porque estabais en la disco y hace rato que no te encuentra por ningún sitio. Ha añadido también que estabas como una cuba, y veo que es cierto…
Y yo… Yo qué sé lo que seguía diciendo, yo quería que estuviera muerto de rabia y de celos.
—…Y me hace venir preocupado —añadió como si fuera mi padre—, y te encuentro ahí, tan ancha, sobando a un tío que ni conoces, ¿me lo puedes explicar?
—¿Y tú qué sabes si lo conozco o no? Por cierto, se llama Gari.
—No te queda bien el papel de borracha tonta, eso déjaselo a las chavalas, tú ya estás madurita. Ven, que te llevo a tu casa.
—Que poco sentido del humor tienes, tío. Así que, venga, llévame a casa.
Yo continuaba parloteando mientras subíamos al coche. Estaba en mi mundo, sacando todo mi enfado y mi calentura nunca resuelta con él. Así que, de camino a mi casa, le solté:
—¿Desde cuando te has vuelto tú tan moralista? —le pregunté.
—¿Moralista? No te confundas, que a mí no me importa lo que hagas con tu… vida sexual. Fue Isi quien me contagió la preocupación de que pudiera pasarte algo en tu estado.
—Ah… ya veo ya.
—¿Soy culpable de haberme preocupado por ti? Dímelo, no te cortes, aprovecha que ahora estás lanzada.
—No, no, está bien, agradezco tu preocupación… Siempre es un regalo del Cielo tener cerca a un amigo, que digo amigo, un hermano como tú, aunque ya no sea una chavala.
—No sé a qué viene tanta ironía, Daniela. —Que me nombrara con todas las letras, algo debía significar—. ¿Quieres que te lleve nuevamente a la disco? No me cuesta nada.
—No, si ya sé que no te cuesta nada, lo sé muy bien.
—Qué borracha estás, por favor. Que yo no soy Paul.
—Claro que no eres mi marido. No sé a cuento de qué lo traes aquí.
—Para que entiendas que yo no te estoy reprochando que salgas y te diviertas, pero quiero que te cuides, solo eso.
—Que salga, me divierta y no folle —me lamenté con cara de patito triste.
—Folla mujer, claro que sí, folla todo lo que quieras y más. —Sus palabras llegaron dulces a mis oídos, al tiempo que con un gesto tierno, más de lo que yo hubiera soñado, levantaba mi barbilla con el dedo índice en forma de gancho.
No sé si se debió a su gesto, a que estaba bebida o a que notaba una humedad preocupante en la entrepierna, pero el caso es que le solté, sin cortarme un pelo, lo siguiente:
—Llévame a tu casa. Mi marido no está y no quiero estar sola esta noche. Creo que me deprimiría tanto que…
Hice una pausa estratégica en un último intento por conmoverle. Y dio resultado, ya que detuvo el coche, se aseguró de que ningún otro se acercaba, y luego dio media vuelta. Llegamos a su casa en apenas diez minutos, aparcamos el coche, entramos en el portal y tomamos el ascensor, que se detuvo en el tercer piso. Finalmente, cuando el se disponía a abrir con la llave la puerta del piso, le frené la mano con la mía y le hablé con solemnidad, esbozando una sonrisa socarrona.
—Antes de nada, te doy cinco minutos para que entres tú solo y hagas desaparecer todo aquello que no quieres que yo vea.
Él se encogió de hombros.
—No entiendo qué quieres decir, Dani.
Solté una risita perversa.
—No te hagas, Rufi, porque no deben ser pocas las que te hayas traído aquí, al picadero. Imagino, por mera intuición, que todos los días debes bucear entre las bragas y los sostenes que olvidan todas las que te visitan.
Rufi soltó una sonora carcajada.
—No temas por eso, porque todas las mañanas, como buen aficionado a la pesca, cojo mi caña y paso un rato entretenido pescando esto y lo otro.
No pude ocultar mi satisfacción porque él me siguiera la broma. Tampoco pude contener mis labios y le di un beso en la mejilla, muy cerca de la boca, al tiempo que me colgaba de su cuello.
—Veo que se te ha pasado la borrachera —improvisó, pues yo estaba segura de que iba a decir otra cosa.
—Como para que no pase con este pestazo a lentejas quemadas, que no se si llega del cuarto o del segundo.
Rufi olfateó, convertido en un sabueso, y se apresuró a abrir la puerta cuando su nariz detectó el hedor.
—Ponte cómoda —dijo apenas entramos.
Y yo le hice caso, pues no era cuestión de desobedecer, mientras le seguía por el pasillo, quitándome primero la blusa de seda y luego la falda cortita, dejando ambas prendas tiradas por el suelo, igual que en las películas. Ya en el salón, no tenía la menor idea del berenjenal en que se había metido.
—Ponte cómoda —repitió al tiempo que, con un gesto de la mano y sin girarse, me invitaba a tomar asiento, como a las señoritas finas.
—¿Cómo? ¿Quieres que me ponga aún más cómoda? —pregunté con cierto retintín.
Él se dio la vuelta y entonces se encontró con todo el percal.
—¿Qué haces, mujer? —preguntó, anteponiendo la mano en el aire entre él y yo, ocultando con la palma mis grandes pechos, a punto de saltar del sujetador, y la entrepierna con el dedo pulgar, que poco podía tapar. Me recordó a un pintor calculando la perspectiva.
—Tú me has dicho que me pusiera cómoda, y yo soy una mujer obediente.
—Sí, mujer, lo he dicho, pero no era más que una frase hecha; tampoco era cuestión de que te lo tomaras al pie de la letra.
—Pues yo me he puesto tan cómoda como he podido, porque no veas el calorcito que noto por todas partes. Por un momento he pensado que estaba sufriendo una combustión espontánea.
—Ya, pero…
—No, no sigas —le corté—. Ya sé que para ti no soy más que un monstruito. Y me consta que no te gusto ni un tanto así. —Alcé la mano y dejé una distancia muy pequeñita entre el pulgar y el índice, mientras hacía pucheros con lo morros.
—No seas boba, Dani; no me gusta que digas esas cosas; odio cuando una mujer se hace de menos.
—Eso significa que… —Dejé pasar unos segundos por si él captaba la indirecta. No lo hizo—. Eso significa que… —insistí, cruzando los brazos por delante de mis pechos y colocando las manos sobre los hombros, simulando que alguien me abrazaba. ¡Ni por esas!
—¿Qué significa? —preguntó el muy lerdo.
Yo perdí la paciencia.
—Hijo, o eres mas corto que la picha de la Hormiga Atómica, o te lo haces. Espera, que te hago un resumen: si dices que no te gusta que diga de mí ciertas cosas, haciéndome de menos, eso significa que… —escribí con la mano en el aire las letras que componían la palabra que yo quería escuchar: T-E G-U-S-T-O.
—No, mujer, cómo puedes decir que me disgustas.
¡Ag! Definitivamente algo no marchaba bien. Por más que yo le tirara la caña ahora, llegué a la conclusión de que Rufi no hubiese visto el cebo ni colocándole el luminoso de un puticlub en el anzuelo.
—No he dicho que te disguste, sino que te gusto —dije girando la mano, dando a entender que no era lo de un lado, sino lo del otro.
—Ah, sí, eso sí. Haber empezado por ahí. —Se le escapó, pero a mí me servía igual.
—¡LO HAS DICHO, LO HAS DICHO! —gritar esto, saltar sobre Rufi, colgarme de su cuello, rodear su cintura con mis piernas, que él perdiera el equilibrio por el empuje de mis tetas contra sus pectorales y terminar cayendo juntos sobre el sofá, fue todo una.
Él había quedado debajo, boca arriba; yo a horcajadas sobre su paquete, frente a frente. En esta posición tiré del sostén hasta romperlo: total, de todas formas iba a quedarse en su estanque, nadando feliz hasta que otra llegara, y con ella la nueva temporada de pesca. Él me miró atónito, con los ojos desorbitados por las lunas de Saturno, alunizando con mis melones, maravillado con mis pezones, tan orgullosamente erguidos como los granos en el rostro de un adolescente pajillero.
Tardó en reaccionar, pero finalmente lo hizo.
—¡Te has vuelto loca! —exclamó, tratando de cubrirme con los pedazos sostenianos, Misión Imposible porque poco o nada podían tapar entre tanto melonar.
—No, Rufi, no te comportes como un gilipollas, porque puedo leer en tu rostro todos aquellos «quiero follarte» que nunca me dijiste y que debiste meterte por el culo.
—Pero, pero —repitió como un papagayo—, pero esto no está bien. ¿Qué ocurre con tu marido?
—¡JA! —me salió del alma—. Qué te importará a ti mi marido, si yo ni me acordaba de que estoy casada. Pero, si tú quieres, no tengo inconveniente en llamarle, pedirle que venga y montárnoslo entre los tres.
Dejé las tonterías a un lado, obviando sus comentarios, y me lancé a por su pajarito, abriéndole la cremallera de la jaula y buscando entre el calzoncillo —sí, era de los de antes, de los que seguramente usaba cuando aún llevaba pantalones cortos—. Una vez lo tuve entre las manos, más que pajarito era una morcilla de Burgos, si es que en esta bella provincia las elaboran blancas, dato del que no tengo ni pajolera idea.
Dejando a un lado la ornitología y la buena mesa, Rufi comenzó a sudar cuando anuncié que se la iba a comer. El pobre no debió entender que lo decía en sentido figurado. Trató de resistirse como un jabato, apelando a mi compromiso conyugal, recordándome a quién habrían de crecerle grandes cuernos de un momento a otro.
—Está bien, Rufi —le dije muy seria, dejando mis manos quietas donde estaban—. Si no quieres, no quieres —añadí, jugándomela a todo o nada: tampoco era cuestión de violarlo. ¿O sí lo era? No tenía nada claro este punto y dependería de su negativa, si esta llegaba.
—No es eso. Es que…
—Se siente —dije apuntándome un tanto, risueña como una virgen que no sabe el calvario que se le viene encima—. Responder a una negación con otra, equivale a una afirmación.
Mis manos resucitaron igual que Lázaro, solo que con un «muévete y masturba». Lo hice con las dos al tiempo, sujetando la base con la izquierda, la torpe, y meneando la diestra desde la mitad del tronco hasta la cabeza, gorda, sonrosada y con una forma que se me antojaba muy parecida a la punta de un arpón, de esos que solo tienen una cresta en el pincho.
Justo en el momento en que él cerraba los ojos para concentrarse, deslicé el culo hacia atrás, hasta sentarme sobre sus tobillos, y, en esta posición, me resultó muy fácil engullir la morcilla. Pero más que de embutido, tenía un saborcillo muy parecido al de los boquerones en vinagre. O puede que solo fuera el regusto del bocadillo que me metí entre pecho y espalda, precisamente de boquerones en vinagre, cuando estuve cenando con mi amiga Isi.
Recordé que a mi marido siempre le gustaba, hasta que dejamos de tener relaciones, que me la tragara por completo al menos un par de veces. Así lo hice y Rufi, entre gemidos y blasfemias, confirmó que a él también le encantaba. Sin tiempo que perder, porque algo apremiaba entre mis piernas y ardía en deseos de ser follada, posé la lengua en el glande, abrí más la boca y apretando los labios la tragué hasta la mitad, antes de subir y repetir la misma rutina unas cuantas veces. Entonces sus manos cobraron vida, acariciándome el cabello, deslizando los dedos entre mechones sedosos y negros como una noche sin Luna ni estrellas. Luego posó la derecha en mi nuca, invitándome a realizar pequeños giros de cabeza, al tiempo que le masturbaba con los labios bien apretados, restregándolos contra el pellejo de izquierda a derecha.
Totalmente animada y entregada, me arrodillé para que mis movimientos ganaran eficacia. Tracé círculos con la punta de la lengua en el capullo, al tiempo que le acariciaba los huevos con la mano izquierda y el muslo con la derecha. Mi espalda se arqueó, la cintura simuló una delicada danza, los pechos colgaron y el trasero se irguió orgulloso, dando cabezaditas de un lado a otro. Noté cómo sus manos me acariciaban los senos, luego los estrujaba y terminaba tratando de ordeñar los pezones.
—¡No aguanto más! —exclamé, fuera de mí—. Tengo el chocho encharcado. Ha llegado mi hora.
Me llevé la mano diestra a la boca, deslicé la lengua por la palma para empaparla de saliva y con ella embadurné la polla. A continuación me deshice de las bragas como buenamente pude, antes de sentarme sobre sus muslos y masturbarle tres o cuatro veces, distribuyendo más la saliva.
—No iras a…
No entendía por qué a Rufi le costaba tanto pronunciar la palabra «follar».
—Imagino que no esperabas que me pusiera a hacer punto de cruz después de chupártela. Claro que me la voy a clavar en el coño, hasta el fondo; por supuesto que me vas a follar, o yo a ti, si te resulta más cómodo.
—Ya. No es eso. El caso es que, por mucho que rebusque entre los cajones de la casa, no creo que encuentre un solo condón.
—Condones… —susurré con desgana—. Los condones están sobrevalorados. Yo, por mi parte, confío en que te hayas cuidado con las anteriores, con aquellas a las que has tenido en la misma posición que estoy yo. ¿Tú no te fías de mí? Sabes que nunca he sido infiel a mi marido hasta ahora, y él está limpio. Bueno, eso no lo sé, pero ha pasado tanto tiempo desde la última vez que, de haber tenido algo raro, digo yo que los síntomas ya se habrían manifestado.
—Bueno, eso lo dices tú.
El muy cabrón trataba de regatearme un polvo largamente merecido. Y yo no estaba dispuesta a dejarme timar.
—Lo dice un informe oficial y legal.
—¿Informe?... ¿Dónde está ese informe?
Nuevamente Rufi agotaba mi paciencia.
—No creerás que lo voy a llevar a todas partes. Antes lo hacía, pero como el carnicero no me lo pedía al comprar la carne, ni el pescadero al servirme el pescado, ni el peluquero al peinarme, ni Perico el de los palotes al saludarlo por la calle, no tenía sentido ir cargada con él. Por esto lo tengo en casa, colocado en mi tocador, junto a la figurita de un santo que me recuerda lo sensata que soy.
Mi maniobra de distracción, que no tonterías dichas sin ton ni son, sirvió para que ni cuenta se diera cuando me senté sobre su polla y la hice desaparecer dentro del coño.
—Ahora relájate y no me respetes tanto, que sabes que mi marido esta noche no existe —le dije tapando su boca con tres dedos, al tiempo que subía y bajaba mi cuerpo sin demasiada prisa, percibiendo el roce de las penetraciones, gozando con los primeros brotes de placer.
Imagino que sería porque definitivamente había desterrado de su mente a mi Paul, o por lo que quiera que fuere, pero el caso es que Rufi, por fin, comenzó a comportarse como debería hacerlo todo hombre que disfrute de mi espectacular cuerpo, aunque ligeramente rellenito, y de las ganas que puedo llegar a poner cuando me siento sucia. Y es que me mataba de gusto con bruscos movimientos de la pelvis, coincidiendo con mis bajadas, al tiempo que me estrujaba la teta derecha, antes de bajar la mano y acariciarme la cadera, para luego ceñirla a mi cintura. Finalmente, irguiendo mi torso, llevando sus manos con las mías a mis pechos, apretando para que los aplastara, recliné la cabeza hacia atrás en el momento esperado, y la agité de un lado a otro al sentirme atravesada por un glorioso orgasmo que me llevó a la cima del placer.
Descansamos durante unos minutos para tomar aire, para recuperar el aliento y las ganas de seguir. Yo lo hice practicándole una leve mamada, sin embalarme demasiado pues, siendo egoísta, pretendía que aquello durara cuanto más mejor.
—Me encanta cuando me follan en la posición del misionero —dejé caer para mantener la llama encendida, cuando mi mandíbula dijo basta debido al cansancio—. En esa postura, con las piernas y el chocho bien abiertos, ladro como una perra cada vez que me la clavan, una, y otra, y otra vez, así hasta que el cuerpo aguante. Aunque, si voy más allá, lo mejor es que después, y para terminar, me den bien fuerte desde atrás. En momentos así, la policía va y viene de mi casa debido a las múltiples denuncias por escándalo que formulan mis vecinos.
—No creo que los míos tengan cojones —dijo un hasta entonces desconocido Rufi. Este repentino cambio de actitud me dejó de piedra—, porque vas a gritar, ¡vaya si vas a gritar!
Atónita, cumplí al pie de la letra sus órdenes, consistentes en tumbarme boca arriba en el sofá, abrir las piernas todo lo posible, que del coño ya se encargaría él, y rezar para que mi cuerpo aguantara lo suficiente. Mis gritos no tardaron en surgir apenas me la metió de un empujón, hasta que sus bolas hicieron carambola en mi ano, donde no podían entrar pues la tronera era demasiado estrecha para ellas. Acto seguido, apretando mis muslos contra su cadera, con las manos en sus hombros y extraviando los ojos debido al gusto, entreabrí la boca y ladeé ligeramente la cabeza a la derecha, esperando ansiosa a que me besara. Necesitaba sus besos, no solo que me la metiera; ansiaba ser amada, no solo follada; soñaba que durante el tiempo que estuviéramos juntos, él fuera mi marido y yo su abnegada esposa.
No sé si abnegada era poco para él, porque más bien me trataba como a una de esas fulanas que te lo permiten todo si está bien pagado. Digo esto porque el muy cabrito me follaba como si acabara de regresar de un planeta solitario, después de muchos años de ausencia, y apenas tuviera un momento antes de volver a marchar. Sus embestidas eran brutales, con fuertes golpes de cadera, apoyado con los puños cerrados sobre el sofá, con sus vigorosos brazos estirados y tensos, la espalda rígida y la cabeza gacha, hipnotizado con el vaivén de mis senos y el Twist que se marcaban los pezones convertidos en expertos bailarines.
Yo gemía de dicha, le miraba fijamente a los ojos, me mordía el labio inferior, repasaba el superior con la lengua, volvía a ponerme bizca con cada nueva penetración y las lágrimas manaron de mis ojos justo en el momento en que… ¡Joder…! ¡Qué inoportuno!, el muy cabrón salió de mí justo en el momento en que me iba a correr nuevamente.
Protesté, injurié y rompí a llorar de rabia.
Él, como si tal cosa, se justificó afirmando que prefería ver cómo me corría follándome a cuatro patas.
Le aparté con los pies, me coloqué en esa posición y le supliqué que siguiera follándome ahora que estaba a punto de caramelo.
Él soltó unas sutiles carcajadas al verme desesperada, mientras me deslizaba el capullo por toda la raja, de un extremo a otro, al tiempo que hurgaba con el dedo pulgar dentro de mi ano. Entonces, sin que yo lo viera venir, pues estaba impaciente, el dedo salió del recto y, ¡ZAS!, me enculó con la verga como si lo hiciera todos los días. Obviamente grité de dolor al sentirme empalada brutalmente. Y protesté, me acordé de su familia, incluidos los muertos, y también de su promesa previa de hacerme chillar a pesar de las quejas de sus vecinos.
Él, a pesar del escándalo, entre mis gritos y juramentos, entraba y salía del agujerito que ahora parecía la entrada de un túnel, sin peaje ni más gaitas, aferrado a mi cintura con ambas manos, jadeando, orgulloso de su gesta, campando a sus anchas como El Cid Campeador.
A mí, apoyada sobre las palmas de las manos, echando el culo hacia delante para minimizar su ímpetu, no me quedaba más remedio que aguantar el dolor hasta que, repentinamente, desapareció, dando paso al placer. Entonces mis gritos fueron de dicha mientras Rufi, además de darme por el culo como está mandado, introduciendo la mano diestra desde el vientre, me pajeaba el clítoris con tal entusiasmo, que regresó el orgasmo perdido minutos antes.
Estaba hundida en un mar de sensaciones, evocando mis últimos y lejanos escarceos sexuales con mi esposo, ninguno comparable con el banquete con que Rufi me agasajaba, cuando noté una marea tibia fluyendo por el intestino grueso.
¡Dios! Tomé su orgasmo como mío propio, lo percibí nítidamente en mi cerebro como si estuviera interconectado con el suyo. Esto significaba algo. No tenía la menor duda.
Entonces, rompiendo todos mis esquemas sobre el sexo y el romanticismo, Rufí me levantó las piernas, introdujo su hombro por debajo de mi cuerpo, y me levantó en el aire con el culo mirando hacia el techo. Sorprendentemente, porque yo pensaba que me llevaría al dormitorio para seguir dándome matarile hasta el amanecer, entramos en el cuarto de baño, alzó la tapa del váter y me sentó en él.
—¿Por qué me has traído aquí si no tengo ganas de mear? —le dije todavía perpleja.
—No quiero que se me manche la tapicería del salón. Seguro que hubiera pasado si llegas a sentarte.
Su respuesta no carecía de lógica, pero escondía una razón oculta. Supe de ella cuando, colocando la verga delante de mi cara, me habló en los siguientes términos:
—Me encanta que las mujeres me coman la polla mientras mean, o simulan que lo hacen, como tú ahora, y que la dejen resplandeciente, sin rastro alguno de leche.
—Entiendo —dije con cara de circunstancia—. Pero piensa que ha estado dentro de mi culo y que es una porque…
—¡No es nada! —respondió levantando la voz, recordándome a un sargento chusquero—. Si te digo que la dejes como los chorros del oro, lo haces y punto, que ya va siendo hora de que respetes a quién, de hoy en adelante, te la va a meter por ahí todos los días. Y reza para que no sean varias veces por día.
—Solo por preguntar —dije con carita inocente, mientras sostenía la verga entre las manos—. ¿Eso significa que ahora mi culo es tuyo?
—El culo y todo lo demás —respondió él, con idéntica energía y determinación—, solo para mí; no tengo intención de compartirlo con nadie, ni siquiera con tu marido, luego, ya te puedes ir deshaciendo de él porque solo serás mía.
No era lo que yo esperaba en un principio, ni lo soñado la noche anterior, pensaba mientras relamía su polla, tal y como había exigido, pero aquella promesa de relaciones serias, aunque atípica, resolvería el problema de estar con quien quería y dejar de estar con quien no quería.
La promesa se cumplió seis meses mas tarde, después de un agónico proceso de divorcio, ya que mi marido no quería desprenderse de aquella que siempre le había tenido a mesa puesta, colada hecha y cama caliente. Pero lo que más le jodió fue que, desde aquella noche con Rufi, ya no abandonara su casa, y a la que fue mía tan solo regresara para recoger cuatro trapitos, un par de cajas llenas de efectos personales y poco más.
He de añadir, a modo de coletilla, que mi culo y todo lo demás solo fueron de Rufi, salvo una sola vez en que, para quitarme la espinita, regresé una noche por la disco donde había conocido a Gari y le di un único revolcón, mi única infidelidad con Rufi.
Y con el culín colorado, en este cuento ya se ha follado…
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