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Categoría: Voyerismo

El monje Justino y la prostituta

Cada vez había menos monjes. Cuando el hermano Justino salió del monasterio, prometió que volvería cargado de provisiones y, quizá, de nuevos habitantes. Sin embargo, todos sabían que él no regresaría, porque la epidemia había terminado con muchos de sus benefactores y, además, porque el aislamiento ya no resultaba una opción. El hermano Justino vio la luz nocturna del pueblo por primera vez en muchos años y tuvo la sensación de que se quedaba ciego. Buscó la dirección que le proporcionó el hermano José, que se suponía sería una posada adonde pasar sólo un par de días mientras recolectaba más víveres y más caridad. No obstante, ese lugar ya no existía, pues el dueño lo había vendido al inicio de la epidemia, convirtiéndose en una taberna, llena de borrachos y prostitutas.



El hermano Justino ingresó a aquel sitio que, por la hora, se encontraba a pleno y preguntó por el antiguo dueño. No muy bien le dieron razón de lo ocurrido y se sintió en verdad desorientado, ya que no tenía a nadie más con quién acudir. Los templos se encontraban cerrados desde que la epidemia se convirtió en una catástrofe ineludible, y a esa hora nadie querría hospedarlo sin tener nada con qué pagar. La gente sólo miraba a aquel hombre ajeno, cómo si él fuera el pecador y los demás fueran los santos. El hermano rezó por un milagro, pero sólo se le presentó la tentación, pues el dueño de la taberna le invitó un trago. El hermano bebió de un solo golpe, tosió como si se estuviera ahogando hasta morir, se rieron todos de él, y después de un rato cayó dormido sobre la barra. Más tarde despertó y se encontró encima de una cama desconocida.



Examinó a su alrededor y encontró desperdigadas algunas prendas de mujer. Él aún vestía el hábito y en cierto modo se sintió asqueado. El hermano en absoluto era un ingenuo, y por ello no daba crédito de donde se encontraba. Pocos segundos después entró una de las prostitutas y le pidió al hermano que no se levantara. Él no supo cómo comportarse, si amablemente o con desdén, y mejor se quedó pasmado. La prostituta comprendió la situación y se retiró indignada por el hecho. El hermano se arrepintió por tremenda estupidez y salió corriendo a disculparse, pero en el pasillo ya no se encontraba nadie: sólo se escuchaba un poco de ruido del establecimiento, casi como si todo estuviera a punto de terminarse. Entonces el hermano decidió regresar a la cama y tomó asiento, mientras pensaba qué hacer y cómo hacer para hacer lo que pensaba. Unos minutos más tarde la prostituta regresó y lo encontró absorto.



Él, por su parte, despertó de su ensimismamiento y rápidamente acudió a disculparse con aquella mujer. En tanto, ella le dijo «¡Ay abad!, usted es un hombre tan santo que todo le está perdonado de antemano. En cambio una no tiene perdón desde que nació.» El hermano quedó realmente conmovido por esas palabras y por ello tuvo a bien contestar «No digas eso. Ni yo soy tan santo ni tú tan pecadora. Mientras viva la fe, será salvo el corazón.» La mujer creyó que estaba ante un sacerdote y se decidió a hacer confesión. El hermano Justino sabía que no tenía la facultad para llevar a cabo aquello, pero no encontró la manera para cortar la inspiración de la prostituta, por lo cual no la interrumpió. Ella comenzó



-Abad, no sé cómo decir tanto que he guardado en mi corazón. Quiero confesarlo para así quedar limpia, pero en verdad es tanta la porquería que llevó dentro...



-No te aflijas, hermana, y has según te indique tu corazón.



-Es que, tan solo la noche anterior me pasaron cosas que me avergüenzan de verdad. Y es que... permití... que me tomaran entre varios hombres. Perdí la cuenta de cuantos fueron, todos al mismo tiempo. Me siento mal por ello.



-¿Es cierto lo que dices? ¿De verdad no recuerdas cuántos eran?



-Sí, eran muchos. Me pagaron muy bien, pero se robaron algo de mí y no sé cómo explicarlo. Fue como si a cada uno de los que me hicieron suya le hubiera vendido una parte de mi alma.



El hermano Justino no cabía del asombro en aquella habitación, apenas iluminada por una vela con un pabilo pequeñísimo.



-Si dijera que fueron diez sería poco, abad. Todo fue culpa de José Luis, porque desde hacía mucho tiempo me insistió y me insistió, y de tanto no me pude resistir. En cierto modo tenía curiosidad, pero...



-¡Hermana!, ¡cómo que curiosidad!



-Bueno... es que incluso para una tantos al mismo tiempo tiene en un principio un toque muy... excitante.



Ella se rio tímidamente, pero guardó la compostura al recordar que el hermano se encontraba escuchándola. Así mismo el abad no sabía ya ni dónde esconderse, porque no quería seguir atendiendo a aquella confesión. Pero era demasiado tarde: la curiosidad a él también lo había vencido.



-Muchas veces en este trabajo a una le llega a gustar lo que siente. En ocasiones puede una también quedar insatisfecha. Pero lo que me propuso José Luis fue algo muy jugoso, porque me pagó bien, y pues cosas así no se viven todos los días.



-Pero ahora te sientes culpable.



-Sí. Aunque otra parte de mí dice que estuvo bien que no me quedara con las ganas.



-No digas eso. No estás mostrando arrepentimiento.



-Usted no entiende, porque... ¿Usted nunca lo ha hecho?



-¿Qué cosa?



-Digo, con una mujer.



-¿Qué insinúas?



-Es que por eso no me entiende. Se siente bien, pero también se siente muy mal. Cuando una comienza en esto se siente mal, pero lo goza al mismo tiempo, y después se vuelve costumbre y sólo queda el placer que se siente. Aunque en el fondo una sabe que está mal y vuelve la culpa de vez en cuando. Y lo que hice ayer me hace sentir lo mismo, pero muchas veces más grande.



El hermano Justino tenía miedo porque por primera vez no sabía qué pensar. En el monasterio, resguardado por las cinco paredes de su habitación, jamás se planteó la idea de estar con alguien en un lecho, ni menos aún que ello pudiera hacerse en la forma como se lo describía aquella mujer. Le dijo



-No logro entenderte y no puedo perdonarte tampoco. Sólo soy un monje que no sabe nada del mundo. Salí del monasterio únicamente por provisiones y ahora me encuentro escuchando cosas que ni siquiera alcanzó a visualizar en mi mente.



-Si quiere puedo mostrarle un poco...



-¡No!, ¡aléjate!



-No me malentienda, padre, no pienso tocar un sólo pelo de su calva. Le estoy diciendo que puede usted ver cómo lo hago con alguien, para que sepa a qué me refiero con lo que le digo.



El monje se quedó pensando detenidamente, como si la propuesta fuera pecar sin cometer pecado alguno. Por primera vez en mucho tiempo se sintió ante una encrucijada, semejante a la que vivió cuando decidió ingresar al monasterio.



-¿Sólo sería ver? ¿Cómo?



-Le muestro.



La prostituta se puso de pie y de un modo casi infantil, como si de una pequeña travesura se tratara, le dijo al hermano Justino que podría esconderse detrás del armario y que a través de un pequeño agujero vería todo lo que quisiera. Él pensó que mirar casi sin mirar sería lo suficiente para tan solo entender lo que ella le decía, y que no cometería así falta alguna. Entonces le respondió a su confesada



-Está bien. Sólo para entender qué quieres decir con eso de «Me gusta, pero no me gusta.»



-Entonces espere un momento. Cuando vuelva con un cliente le toco por la pared para que se esconda. Estese pendiente, porque se pueden enojar conmigo.



Así estuvo el abad, con el corazón palpitándole duramente ante la ansiedad de lo que vería. Fue cuestión de cinco minutos que le parecieron horas, hasta que la mujer llegó rasguñando la pared con sus largas uñas despintadas. El abad corrió inmediatamente a ocultarse detrás de la puerta del armario, lleno del aroma a naftalina con que protegían las prendas de ser devoradas por las alimañas, y situó su ojo cerca del agujero que le había indicado su confesada. Cuando ingresaron a la habitación ella y su cliente, el abad presenció el acto de principio a fin con lujo de detalle. No retiró la mirada cuando se quitaron la ropa dejando al descubierto sus pubis llenos de pelo, él con los testículos negros y su virilidad puesta hacia el cielo como si estuviera rogando por perdón a Dios. Ella tenía los senos colgando, todavía con firmeza aunque un poco fuera de tono por el trajín de los años. Las nalgas de él se veían duras y redondas, como dos toronjas implantadas en su trasero; las de ella se veían anchas y exprimibles a razón de los apretones que el hombre le daba con mucho deleite.



El hermano comenzó a experimentar la erección de su propio miembro, sin tocarse ni rozarse, sino simplemente ante la visión de aquellas cosas prohibidas. La pareja siguió directo sobre la cama, ella debajo y él encima de ella. El hombre no tardó ni un segundo en introducir su miembro en la intimidad de ella, embistiendo sin piedad y sin cesar una, dos, tres, varias veces. El miembro del abad comenzó a humedecer sus calzoncillos debajo del hábito, pero atento a lo que ocurría afuera ni siquiera se percató de ese detalle. Ella decía «Me siento en el cielo» con un tono suave, sutil, acompañando dicha frase con genuinos gemidos y respiraciones agitadas. El cliente de la mujer gruñía como una bestia de carga, y también tenía entrecortada la respiración. Su espalda se veía tonificada, marcada por el trabajo duro, y sus piernas y brazos tenían músculos de verdad.



Ese pequeño agujerillo era todo el mundo para el abad. Ni un sentimiento de culpa para con sus hermanos ni para con ningún dios. Ella decía «¡Oh, Dios mío!» y él hombre seguía cogiéndola como un animal. El abad comenzó a sudar dentro de ese espacio tan reducido y no pudo resistirse a las ganas de tocarse mientras la pareja estaba a punto de terminar la faena. Ella sintió que se escurría el moco blanco de su cliente dentro de su feminidad, mientras él se desplomaba sobre ella. El hermano Justino tampoco pudo contenerse y manchó todo el hábito por la parte frontal, traspasando sus fluidos la prenda e incluso goteando un poco sobre el suelo. El cliente se vistió tan rápido como hubo terminado y se retiró sin más. El abad aún permaneció detrás del armario, contemplando a aquella mujer con todas sus carnes desparramadas sobre la cama, apaciguándose ante tremendo acto de placer. Al cabo de unos minutos, la mujer se levantó y mientras se vestía le gritó al abad que podía salir. Tímidamente él se presentó fuera del armario, recobrando un poco la cordura y haciéndose consciente de que se encontraba sucio.



Cuando la prostituta lo vio comenzó a reírse desenfrenadamente y el hermano Justino se volteó para esconder su vergüenza. Rojo de la cara, cabizbajo, no sabía qué más hacer ni decir, hasta que ella se calmó y le tomó por el hombro diciéndole «Tranquilo, padre, que eso es muy natural.» Ambos tomaron asiento sobre la cama, toda desarmada ante lo acontecido unos minutos antes. Entonces ella se decidió a preguntar si todo estaba bien, como invirtiendo los lugares siendo él el confesado y ella la confesora.



-Ahora entiendo a qué te refieres. Te sientes bien, pero a la vez mal.



-Sí, pero ya se lo dije, que usted es tan santo que está perdonado de antemano y yo no tengo el perdón de ninguna manera.



-¿Cómo pudiste soportar hacerlo con tantos hombres al mismo tiempo?



-No lo sé. Ahora sólo soy un poco más el hazmerreír de todos en el pueblo. Ese hombre que acaba de salir no me pagó porque me dijo que si antes era muy puta, ahora ya soy menos que puta: que soy una mujer desechable.



-¿Por qué accediste a hacerlo con él?



-Por usted. Por mí. Para que alguien pudiera comprenderme al menos un poco y así poder alcanzar el perdón. Lo que hice estuvo muy mal, a pesar de que tengo la sensación de que lo volvería a hacer si me lo volvieran a proponer antes de ayer.



-No eres desechable. Para Dios nadie es desechable.



-¿Usted cree? Ni siquiera mis compañeras me quieren dirigir la palabra. Sólo usted me habla porque no me conoce, y tuve que hacerlo mirar con sus propios ojos para que entendiera lo que siento por dentro.



El monje se apenó por aquella mujer, y tuvo la necesidad de confortarla diciendo



-Ahí dentro vi y oí muchas cosas. Vi que eres una mujer dulce y hermosa. Oí que en el fondo tienes una gran devoción por Dios. A Él agradeces el placer que sientes. Pocas personas, a pesar de la culpa, agradecen las cosas buenas como si vinieran del Señor. Vi que eres tierna con tus manos y ¡tu fe es grande! Lo que hiciste para conseguir el perdón fue bastante ante mis ojos.



-Padre, ¿quisiera hacerlo conmigo?



-¿Eso? ¿Contigo?



-No. Ya sé que no. Dice que soy hermosa, pero no quiere ni siquiera tocarme.



-No es eso. Casi toda mi vida en el monasterio y... no sé qué hacer en una situación así. Además, hice un voto de castidad que no me lo permite. Si falto a ello, todo por lo cual he luchado se irá para la basura.



-Entiendo. Yo soy basura para usted.



-¡No! Tú no entiendes. La castidad es un tesoro muy preciado, más aún la virginidad...



-¿Usted es virgen?



-Como la mismísima madre María.



-¡Vaya! Usted sí que es una joya.



-Así como yo no entendía lo que me decías, tú no entiendes lo que yo te digo porque no lo has visto, ni tocado, ni oído. Si te entregaras a la castidad...



-¿Yo? ¿Castidad? ¡Ni loca! Cada vez que estoy con alguien me siento como en el cielo. ¿Por qué debería pensar que el cielo se encuentra persiguiendo la castidad?



-¿En verdad sientes que estás en el cielo?



-Verdad que sí.



El hermano Justino ya no sabía qué pensar. Todo en lo que había creído durante los años dentro del monasterio no coincidía con las cosas que aquella mujer le estaba presentando. Ese renunciar al placer tan solo porque así alcanzaría el cielo y ella diciendo que en todo su pecado se sentía plenamente en la gloria. Sentirse mal, pero sentirse bien, y pensar que ella seguía siendo esa mujer tierna y de corazón amable, agradable y sincero. Las cosas fuera del monasterio parecían más claras y menos comprensibles a la vez. Como cambiando un poco de tema y ante el silencio que se produjo, la prostituta le dijo al abad



-Le ayudo a cambiarse. Tengo unos pantalones y una camisa que le pueden quedar. Mejor que esa falda que trae, sí.



-¡No es una falda!



-Para mí lo es.



Al cabo de un par de minutos ella encontró lo que había dicho y se lo entregó al hermano. Sin embargo, ella no hizo ni el menor gesto de irse y él no pensaba cambiarse enfrente de ella. Cuando la prostituta se percató de aquel detalle, comprendió la situación, pero no mostró intención alguna de moverse de donde estaba.



-¿No piensa cambiarse?



-No.



-¿Por?



El monje entorno los ojos e hizo un gesto refiriéndose a que se estaba pasando de lista, pero ella siguió sin moverse.



-Usted me vio sin ropa y vio a mi cliente también sin ropa. Él estuvo cogiéndome sobre esta cama y ¿aún conserva el pudor? ¿Cree que sea justo que usted me haya visto y yo no lo pueda ver?



-Sólo si te escondes en el armario.



Y así ocurrió. Cuando él hubo terminado de vestirse parecía un hombre más, con toda la mundanidad que ello implicaba. La mujer le dijo que era muy apuesto, a lo cual él no respondió nada. Entonces ella insistió



-¿Seguro de que no desea probar cómo es estar en el cielo?



-Seguro que sí. Sólo salí del monasterio para comprar provisiones y volver. Mis hermanos se están muriendo de hambre desde que la epidemia comenzó.



-¿Y si le pago? Usted podría comprar cosas para sus hermanos y no se quedaría con las ganas de saber cómo es el cielo.



-Tengo que aclararte algo: yo no soy como tú. Las cosas en el monasterio no funcionan así. Uno se decide a entregar la vida a la castidad y así debe ser. Tú encuentras el cielo de una manera y yo de otra. Te agradezco lo que has hecho por mí, pero no voy a caer más en tu juego. Por mi parte estás perdonada, pero no voy a acceder a lo que me estás proponiendo.



Así, ella no tuvo más remedio que desistir de sus deseos impuros, es decir, quitarle la virginidad a un hombre santo. No obstante, cuando ella se estaba dando finalmente por vencida, a punto de salir de la habitación, el hermano Justino cambió de opinión:



-Está bien. Me retracto. Lo hago por mis hermanos. Págame y veremos qué resulta.



Los ojos de ella se iluminaron y una sonrisa se dibujó en su rostro.



-Verá usted que mucho bien.



Ella se acercó al abad y le dijo que se quitara la ropa. Pero él no sabía lo que tenía que hacer, por lo cual ella comenzó a desabotonarle la camisa. Una vez descubierto el pecho del monje, con las manos acarició suavemente sus vellos y con las uñas hacía pequeños rasguños, casi imperceptibles, para que él comenzara a excitarse. Luego acudió al pantalón y abrió el botón que lo sostenía. Deslizó la cremallera lentamente hacia abajo y retiró, podría decirse que con un sentido incluso maternal, aquella prenda que ella misma le había proporcionado. Entonces él se encontraba en calzoncillos y como no queriendo que lo viera, ocultó su miembro debajo de sus manos, juntando las piernas para ayudarse en dicha acción.



A la entrada del monasterio los hermanos encontraron algunas canastas con provisiones y un poco de dinero. Dentro de una de ellas se encontraba una nota que decía «Gracias por todo.» El hermano Benito comprendió que el hermano Justino no pisaría más los pasillos del monasterio, tal y como lo había imaginado. Entonces dijo para sus adentros «Se lo dije a José. A todos les ocurre lo mismo. El mundo los ha seducido.» Llamó a los demás hermanos para que le ayudaran a introducir los víveres y una vez cerradas las puertas del lugar, nunca más se volvió a hablar del hermano Justino.



En aquella noche Justino dejo de ser el "hermano Justino", porque se entregó a los placeres carnales con aquella prostituta. Cuando ella retiró las manos de Justino de encima de su miembro, éste ya se encontraba erecto. Ella colocó sus dedos en torno al resorte del calzoncillo y él cooperó para retirarlo completamente. Ella comenzó a desnudarse y él sólo contemplaba nuevamente y más de cerca las curvas de la mujer. Sus senos y sus nalgas se veían más prominentes, y el pubis estaba como un matorral de hierbas negras. Justino no despegaba la mirada de todo aquel espectáculo, y fue entonces que ella se situó encima de él. Acercó su feminidad, ya húmeda, a la virilidad de aquel hombre, que ya no sería nunca más un santo, ni tampoco un virgen. Ella le susurró al oído «Hermano, hoy sí va a conocer el cielo», y se acopló a él, introduciendo el palo que apuntaba hacia el cielo dentro de ella. Estuvo cabalgándolo por algún tiempo hasta que él se derramó al interior de ella, que se encontraba más que entretenida con tan dócil espécimen. Al final, ella dejó de retozar sobre él, se le desprendió y se acurrucó a su lado, descansando plácida y apaciblemente hasta el amanecer.


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