Esa noche jugaban los Pumas contra el América. Era el segundo partido de la temporada y los Pumas habían ganado el primero. Dirigía al América el nazfascista Leo Beenhakker, el maricón que echó a Hugo del Real Madrid impidiéndole conquistar el sexto pichichi. A los gloriosisimos Pumas de la Universidad los dirigía, los dirige con mano de santo el gran Hugo Sánchez Márquez.
El maravilloso Estadio Olímpico Universitario, la casa de los Pumas, estaba lleno de bote en bote. Llegué con mis camaradas 45 minutos antes del silbatazo inicial, y tomé posesión de mi puesto al ladito de la Ultra-Puma, la gran barra brava. Llevaba puestos mis sempiternos Levis 505 y el jersey oficial del equipo. Ondeaba al viento mi bandera azul y oro. La noche era agradable, los colores de los Pumas llenaban el estadio, la verde grama y la negra cerveza brillaban a la luz de la luna, con la Torre de Rectoría a nuestra espalda: el América iba a morder el polvo, como debe de ser, y nosotros entonábamos el himno de la Universidad.
Adelante de nosotros se instalaron media docena de chicos de Prepa 5, que con el "Goya... Universidad", y el "Dale dale dale Pumas, dale dale Pumas dale dale óooo" entonaba su porra: "Alfalfa, vacas y caca, arriba la preparatoria Coapa". Justo frente a mi se instaló una chica cuya carga energética, cuya fuerza sexual, me jalaron desde el principio. Era alta y delgada, de larga melena negra. Brincaba con entusiasmo y exigía a la tribuna más porras, más gritos, mayor energía, carajo.
Cuando los equipos saltaron a la cancha, Hugo y el nazi no se saludaron, faltaba más: era un duelo de orgullos y llevaban una semana anunciándolo. Los Pumas, como en sus mejores tiempos, arrancaron con tres delanteros, jugaban con audacia y optimismo, y al minuto 27 Verón mandó un potente zurdazo al fondo de las redes. El estadio se vino abajo y el "¡Goya...!" se escuchó hasta Televisa San Ángel.
Yo miraba la espalda y las caderas de la chica, su nuca, su pelo, sus sensuales movimientos. Aprovechaba cualquier pretexto para girar. Vestía una pequeña minifalda de mezclilla que marcaba sus fabulosas caderas, dejando al descubierto sus fuertes y morenas piernas, y un jersey de los Pumas, azul y oro, debidamente fajado, bajo el cual asomaban sus grandes pechos, su esbelta cintura. La fuerza de mi mirada la obligó a voltear, sus ojazos negros, como penas de amores, se encontraron con los míos, y me sonrió. Me sonrió como deben sonreír los ángeles.
Pocos minutos después Ailton burló a dos defensas, alcanzó la línea de meta y, en lugar de lanzar la diagonal que todos esperábamos, tiró con fuerza hacia el poste izquierdo... y el estadio volvió a caerse. Era el momento de un buen toque y forjé un churrito. Al dulzón aroma de la mota, la chica volteó, volvió a sonreírme y subió un peldaño...
-¿Me das un toque...?,- preguntó coqueta.
-Te lo cambio por beso, corazón.
Y me besó... y no en el cachete (¡ahh!, ¡qué juventud moderna...!). Me dio un frío y húmedo, excitante y acariciador beso, volvió a sonreírme y me tomó de la mano. Era una mano suave y delicada... dulce y fría, como la noche, como sus labios.
Nos sentamos abrazados. Olía ligeramente a sudor, rico, y su olor, su cercanía, me excitaron enormemente. Pedí una ronda de Victoria (una de las mejores cervezas del mundo) para todos sus acompañantes. Aspiré un par de bocanadas de motita dulce, poco consistente, y bebí mi cerveza. Su mano en la mía.
El nazareno pitó el medio tiempo. Nos sentamos. Muy juntitos nos abrazamos, comentando la gran jugada de Ailton, la ubicuidad de Leandro, el garbo de Beltrán, las gambetas del Parejita... y mientras hablábamos, mi brazo la fue rodeando.
Nos acabamos el churro y tras botar la colilla, me rodeó con sus brazos y me besó otra vez. Yo acaricié su pierna desnuda, y ella respondió mordiéndome el labio y el cuello. La drenalina, las endorfinas estaban a mil, al ritmo de los "ole" y del "como no te voy a querer... si mi corazón es azul, mi piel es dorada..."
Al 53, Jaime Lozano aumentó la ventaja y ella se sentó en mis piernas, felices los dos, besándonos, bebiendo una nueva cerveza. Le acariciaba los muslos y las nalgas, la espalda y ella se retorcía, parecía empollar mi enhiesta verga.
Entonces bajé mi bandera, cubrí con ella sus piernas y las mías, la levanté diciéndole que en la posición en que estaba no podía ver bien el partido. Cubierto con la bandera, me bajé los pantalones hasta media cadera y la volví a sentar en mis piernas.
La euforia era absoluta y la chica respondía a mis avances con caricias y besos. Busqué sus pechos debajo del jersey, sin sujetador ni estorbos. Los acaricié con gusto y dejé mi mano izquierda entre ellos mientras la derecha, en una maniobra extremadamente complicada, sacaba mi hambrienta verga al aire y hacía a un lado sus delicadas braguitas. Quisiera decirles que las rompí, mientras el estadio entero cantaba "¡Cómo no te voy a querer...!", pero la verdad es que no pude hacerlo y debí contentarme con hacerlas a un lado.
Sus fluidos corrían como el Amazonas (la figura literaria es de una queridísima amiga y amante, a la que le he prometido contar nuestra historia en ésta página), espero que mis besos y caricias hayan contribuido, pero eran nuestros Pumas, jugando por nota, con el espíritu que Hugo les ha insuflado, quienes la tenían así... eran los cánticos, la mota, la cerveza... era la euforia colectiva, la pasión que no puede entender quien no haya estado en un estadio, en nuestro estadio, en un partido como ese.
Con su ayuda, mi verga encontró fácilmente el camino debido (y olvidé por una vez el condón..., ni modos, tocará examen de elisa) y se deslizó deleitosamente entre las húmedas paredes de su vagina.
Ella subió, bajó y dio vueltas al ritmo del "¡dale dale dale ooo!" de cincuenta mil gargantas. Mis amigos y los suyos sabían lo que estaba pasando y fingían demencia, gritando más que los demás, lo que es mucho decir (coreaban mi gol, su gol, nuestro gol).
Mi verga entrando por sus suaves paredes..., mis manos tocando sus redondos pechos... el estadio a nuestro alrededor... ella gimiendo... yo viniéndome, como el eyaculador precoz que soy (así dice en esta página)...
La bandera de la Universidad, azul y oro, sirvió para limpiar el desaguisado... y ella se sentó a mi lado y me besó, como besan los ángeles... y a medio beso, un imbécil metió la de gajos en la cabaña incorrecta.
Y siguieron veinticinco minutos de tensión creciente, veinticinco horas en las que ella ni siquiera me dio la mano, en los que tuvo la mirada clavada en la grama, la mandíbula trabada, el coño, el dulce coño seco..., porque sólo dos minutos desués el bebé Pardo metió el segundo gol del América, que se volcó al frente con el Loco, el Jorobado y el resto de su artillería pesada, logrando el empate al minuto 86...
Los diez gatos del América, custodiados por hordas de granaderos en la cabecera sur, a falta de porra propia gritaban "¡Wellum..., Politécnico!" hasta desgañitarse (como si supieran leer, ya no ir al Politécnico) y nosotros tratábamos de no flaquear, de mentarle su madre al Jorobas cada que tocaba el balón, de maldecir a Villa, a Pardo y al Misionero...
Era un empate con sabor a derrota... y más para mí, porque la chica ni siquiera volteaba a verme.
Pero... apareció nuestro talismán, el Kikín Fonseca, que remató un formidable pase de Ailton, ya en tiempo reglamentario, dándonos el necesario 4-3: un gol de los que duelen, de los que se gozan: no nos importó que cerraran las puertas y dejaran irse a la porra (diminuta) del América...
Y a mi menos, porque la chica se fundió conmigo en un largo abrazo, porque metió su mano dentro de mis pantalones, porque me acarició la verga hasta levantarla..., porque antes de irse me susurró al oído su nombre y su teléfono...
¡AHHH!, amigos, ¡coger en el estadio...!