Cuando Carlos apareció en casa agitando dos pasajes y diciéndome que nos íbamos de crucero a las islas griegas, no me emocionó demasiado la idea. Más tarde, mirando el programa del viaje juntos, empecé a ilusionarme. Era un crucero de lujo que le había tocado en un sorteo de una cadena de supermercados.
Cuando embarcamos en Barcelona, después de viajar en el Ave desde Madrid, nos recibieron con unas guirnaldas que nos tuvimos que poner en el cuello. La verdad es que me sentí un poco ridícula pero tampoco íbamos a hacer el feo. Un chico moreno con camiseta dos tallas menos de lo que necesitaba y pantalón corto, nos acompañó a nuestro camarote y se ocupó de que nos llevaran las maletas.
Al despedirse nos dijo que se llamaba Marcelo y estaba a nuestra disposición para lo que necesitáramos durante el crucero. Nos comunicó que la cena era a las nueve y se rogaba vestir de gala, dentro de lo posible, dadas las circunstancias. Ya el folleto decía que durante el viaje se celebrarían, al menos, dos cenas de este tipo e íbamos preparados.
Aproveché para ponerme el traje largo azul con un escote de vértigo que me llegaba casi hasta el ombligo y dejaba la espalda al aire. Un colgante sencillo de oro descendía desde el cuello hasta el inicio de los pechos, prácticamente paralelo a la tela del escote, haciendo resaltar los pechos operados y dos tallas más grandes de lo que tenía antes. Cuando me calcé los zapatos del mismo color y tacón de doce centímetros, tuve que frenar a Carlos porque ya empezaba a meterme mano.
Nos gusta follar con frecuencia a pesar de llevar más de diez años casados, lo que no quita para que tengamos ciertas limitaciones respecto al sexo, sobre todo por mi parte. El anal y el oral se lo tengo vedado. Solo en dos ocasiones me la ha metido en el culo y el dolor que me produjo hizo que desistiera de volver a intentarlo. Al oral me negué desde el principio y aunque Carlos insistió al principio al final dejó de hacerlo porque siempre acabábamos discutiendo y se nos quitaban las ganas de sexo.
Las mesas eran de doce comensales cada una. Nos fueron acomodando según llegábamos al comedor y al final solo quedó una silla libre en nuestra mesa, silla que acabó ocupando Marcelo. Resultó ser un chico muy simpático y agradable, como casi todos los argentinos. Él se ocupó de animar la mesa durante toda la noche contando chistes y anécdotas, algunas veces subidas de tono, pero en ningún momento grosero.
Estaba sentado justo enfrente de mí y le pillé más de una vez con la mirada fija en mi escote. Lejos de molestarme me sentí alagada. Que un tío como aquel, al menos quince años más joven que yo, que se follaría a las chicas que quisiera, se fijara en mis pechos, me hizo recordar lo que nos habíamos gastado en la operación.
Después de la cena hubo baile y Marcelo se preocupó de sacarnos a bailar a todas las mujeres. Bailaba maravillosamente cualquier estilo que sonara, le daban lo mismo ritmos latinos que de salón o pop, suelto o agarrado. Conmigo bailó un swing y lo combinó con algunos pasos de vals, atrayéndome hacia él más de lo necesario en varias ocasiones. Cuando me acompañó a la mesa para sacar a bailar a otra compañera de mesa, me guiñó un ojo y le respondí con una sonrisa inocente, tomándolo como una broma galante.
Nos retiramos tarde a nuestro camarote y nada más cerrar la puerta ya sentí las manos de Carlos acariciándome los pechos desde atrás por la abertura de la espalda. Fue un buen polvo el que echamos y no pude evitar acordarme de Marcelo mientras me penetraba. El argentino me había dejado huella.
Al día siguiente después de comer me fui a la piscina a tomar el sol mientras mi marido se echaba la siesta. Al llegar había un hombre nadando un largo tras otro al que no reconocí. Me senté en el borde de la piscina con las piernas en el agua para acostumbrarme a la temperatura antes de meterme.
De pronto el nadador se desvió hacia mí y al llegar a mi lado y sacar la cabeza me puse nerviosa, era Marcelo. Me sonrió al tiempo que tomaba aire y se retiraba el pelo de la cara. Lo primero que me dijo era que deberían castigar a Dios por haber creado cosas tan maravillosas que no estaban alcance de casi ningún mortal, en clara alusión a mi marido.
Luego alabó mis pechos diciendo que los conservaba como si tuviera veinte años a pasar de tener unos treinta. Mentira, ya había cumplido los cuarenta y tres. A todo esto, me había cogido los pies y los acariciaba dentro del agua. Empezó a deslizar las manos por los tobillos con claras intenciones de sobrepasarlos y avanzar en recorrido ascendente.
Al principio no supe como reaccionar y no dejaba de mirar a todos lados por si aparecía alguien. Mi apuro le dio alas y cuando me quise dar cuenta ya me acariciaba los muslos justo en el límite de la braga del biquini. Mientras, seguía hablando y alabando mi anatomía.
Me sentí alagada y cachonda perdida, como hacía tiempo que no estaba. Al percatarse deslizó las manos hacia mi culo y metió los dedos por dentro de la tela. Me atrajo hacia él colocándose entre mis muslos y me besó entre los dos pechos. Me quedé paralizada, no atinaba a reaccionar. Cuando me pasó la lengua por el cuello, supe que le iba a permitir que me hiciera lo que quisiera.
Me desplazó hacia delante y me besó el pubis antes de meterme en el agua. Me agarró del culo y me restregó contra él, tenía el pene duro y lo desplazaba de abajo arriba presionándome justo en el clítoris. Me agarré a su cuello y me levantó las piernas enroscándoselas en su cintura, ahora si sentía toda su dureza frotándome el coño. No sé en qué momento lo hizo, pero retiró la tela de la braga y me ensartó la polla entera de golpe.
Con que facilidad me hacía subir y bajar sobre su eje ensartado dentro de mí, gracias a la flotabilidad del agua. Media docena de sacudidas fueron suficientes para hacer que me corriera.
Salimos del agua y me llevó a unas tumbonas apartadas donde nadie podía vernos, si es que aparecía alguien. Me tumbó sobre una hamaca, me flexionó las piernas hasta los pechos y hundió la cara en mi coño. Era algo que le negaba siempre a Carlos, sobre todo por no tener que corresponder con el mismo trabajo. Esta vez no pude evitar agarrarle la cabeza y presionársela contra el coño.
Descendía comiéndome enterita desde el clítoris hasta el agujero del culo, donde metía la lengua y me hacía ver el cielo, después ascendía y me absorbía el clítoris. Dos veces me corrí antes de separarle porque no aguantaba más, al tiempo que le pedía por favor que parara.
Me ayudó a sentarme y se sacó la polla del bañador. Me cogió la cara con sus manos y directamente me metió la polla en la boca. En esta ocasión ni siquiera me planteé lo que hacía, solo sé que chupé como si me fuera la vida en ello y cuando el esperma me inundó la boca empecé a tragármelo para no tener que sacármela de la boca. Fue uno de los momentos sexuales más excitantes de mi vida.
Tuve dos encuentros sexuales más con Marcelo durante el resto del viaje y los disfruté como una adolescente, nunca tenía suficiente y en ambas ocasiones le pedí disfrutar de su corrida en mi boca. Lo extraño fue mi reacción con Carlos después de chupársela al argentino.
Aún en el crucero, una tarde me acosté la siesta con mi marido y empecé a provocarle. Reaccionó enseguida y empezó a jugar con mis tetas. Le cogí la polla con la mano y le mordí un pezón, descendiendo por su estómago con la lengua. Me detuve a la altura del ombligo y jugué con la lengua mientras Carlos me metía dos dedos en el coño.
Miré la punta de la polla y por primera vez en mi vida sentí deseos de chupársela hasta el final y sentir su corrida en la boca. Él no dijo nada hasta que estuvo a punto de explotar y me avisó de que iba a correrse. Chupé con más ahínco hasta sentir el semen en la boca y empecé a tragármelo. Nada más acabar me giró del culo y me hizo sentarme a horcajadas encima de su cara. Me corrí con su lengua en el clítoris mientras me follaba con media mano insertada en el chocho.
A partir de entonces el sexo oral siempre está presente en nuestra relación. Nunca le confesé a Carlos a que se debió mi cambio respecto al sexo oral ni él me preguntó. Siempre le estaré agradecida a Marcelo.