El aborrecimiento de sentarse aturdido frente al mar durante una tarde nublada y ventosa es una costumbre que Israel no pudo detener. Las olas mojaban la aspereza de las plantas de sus pies, la arena cosquilleaba los espacios oscuros entre sus dedos. Abrazando sus rodillas dobladas hasta el pecho y mirando el horizonte imperfecto dejó que su mente echara a correr. La quietud del silencio le brindaba paz mental, su vida era un tumulto de sucesos que se precipitan sin pausa. A penas entendía a su joven esposa, estaba hastiado de la rutina comedida de su trabajo como instructor de material elemental, su familia le agobiaba y no sentía deseos de hablar de lo que le pasa con nadie. De alguna forma extraña pensó que era el pago por no querer seguir soñando. Por no entregarse por completo a la pasión alocada que Magnolia le brindó. Aquella niña caprichosa que se desnudaba sin pudor para mostrarle estragos de pasión que nadie le había brindado. Siempre tan dispuesta y sonriente. Con nada que perder y todo que arriesgar. Esa era Maggy, la ola impetuosa que arrasaba con todo a su paso y que se iba sin dejar otro rastro que los sargazos desechados a la orilla de una playa desierta. Ella continuaba escribiéndole largas cartas con filosofías gastadas y fantasías difíciles de materializar. Israel se llena de rabia a la misma vez que sus ojos se ahogaban con el peso amargo de sus lágrimas tardías. Maggy nunca sabría hasta que punto él la supo amar y sin embargo ella aún profesaba su amor con soltura entre largas líneas de palabras elaboradas. Israel escondía cada carta en un baúl negro y las releía cuando se sentaba frente a la orilla del mar a lamentar su falta de voluntad y su humilde cobardía al pensar que era poco hombre para ella.
Por otro lado, Magnolia se atormenta con la pena de que jamás lo volvería a ver. Aceptando su derrota en un lugar remoto, lejos de todo lo que un día le abasteció el alma de ternura. Estaba sentada frente a una ventana contemplando el reflejo de la luz sobre una corriente de aguas moradas. La lluvia no cesaría por varios días, la humedad era espesa y opaca. Las gotas perforaban la sedosa superficie helada de la corriente perezosa del canal. Pasaría otro verano más ajena de la vida de Israel. Atendería impacientemente el jardín, y observaría según las estaciones transformaban el panorama. Soñaba con el rostro de Israel susurrando palabras de afecto como en los días en que ella recorría aquel pueblo. Ya no había pueblo que recorrer y además a nadie le importaba si ambos existían. Con el resbaloso sabor del alcohol se convencía a sí misma de que había hecho lo correcto. Dejarlo en paz fue lo que él quiso y ella se lo concedió. Ahora sólo le queda la incertidumbre de saber si él todavía estaba pendiente. Fueron tantas las veces que pensó olvidarlo por el temor a que fuera todo un producto de su fantasía, curiosamente el alcohol nunca dio a basto para borrar lo que guardaba en su memoria.
Sin querer Israel cerró sus ojos y permitió que el recuerdo de Magnolia adornara su mente. Percibió cada caricia, cada toque mágico y ensordecedor. Muchas veces le llamó brujita porque estaba casi seguro de que era preso de su encanto sensual y provocador. Era apasionada y sabía saciar sus caprichos. El cuerpo le temblaba indefenso cuando se acercaba tímido al calor del amor de Magnolia. Nada parecía detenerla cuando se disponía a poseerlo. Ni siquiera la lluvia sirvió de obstáculo para ella quien no titubeó en aventurarse a correr descalza por las calles mojadas en horas de la noche para tocar levemente a la ventana de la recámara de Israel. La rutina fue la misma hasta el día que cansada de esperar por él se marchó de todo aquello. El sonido de sus pasos no se escucharían jamás y los perros del vecindario jamás encontraron a quien ladrarle nuevamente.
Por otro lado Magnolia soñaba frecuentemente con pasillos oscuros en los cuales Israel se perdía y no volvía a aparecer. Le escribía cartas desesperadas porque la distancia que se supone le brindara paz solo logró que la tristeza y la soledad fueran más hondas. Continuó sentada frente al teclado, dictando las melodías que más adelante publicó para ser revisadas por extraños. En ellas todo sucedía tal y como lo había visualizado. Los incrédulos leyeron los relatos en varias ocasiones más que nada para descifrar la vanidad del amor. Cada quien emitió un juicio personal defendiendo o condenando la esperanza de que los personajes casi imaginarios se volvieran a encontrar. Pero la opinión pública no sirvió de nada, porque la realidad siempre fue más imponente que la frágil ilusión. La verdadera historia era muy compleja para tener un final acogedor. Israel fue siempre muy callado y poco amistoso. Se vinculó en ambientes muy distintos a los de Maggy. Cambió su ánimo y se entregó a las doctrinas ortodoxas. Magnolia en cambio se convirtió al paganismo, alabó extasiada a los cuatro elementos y a las fuerzas poderosas de la naturaleza. Respiraba otro entusiasmo por la vida. No temía a nada y se lanzaba a ciegas siempre que podía. Magnolia renunció a lo cotidiano y se refugió temerosa en los laberintos de la fantasía. Para otros era simplemente una loca. Israel, sin embargo era muy comedido, respetado entre colegas y nunca se había equivocado. Eran dos extraños al olvido. La distancia no supo hacer reparos por la falta de valentía que ambos experimentaron. Cuando alcanzaron la adultez se les olvidó la inocencia de amar sin medida. Se convencieron que el amor sólo se profesaba en los libros y que la soledad era un elemento esencial de la vida. Y así, las calles mojadas durante noches veraniegas no fueron las mismas porque Israel y Magnolia no se encontraban a escondidas para escaparse en un viaje de pasión. La brisa sopló vanamente aborreciendo de calor a la noche.
Curiosamente el destino escribió la historia de ambos en libros diferentes. Los pergaminos fueron enterrados en un monte solitario donde nadie habitó. Su amor se dispersó por la tierra y todo floreció a plenitud. Pero Israel y Magnolia se secaron por dentro y se volvieron cínicos. Permanecieron en lugares remotos, distanciados de todo y el mar fue el vínculo que unió sus almas. Cuando Israel se sienta a la orilla del mar a mojar sus penas en el agua, Magnolia se sienta junto a la desembocadura de un río ajeno a contemplar la marea, inventando con su lápiz las veces que Israel vendría a buscarla.
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