~~Conocí a Mariela cuando tenía 18 años. Sus ojos verdes me cegaron. Cada vez que la miraba, me perdía en ese brillo peculiar, donde se mezclaban la alegría, el erotismo, la calidez y la sencillez, todo a partes iguales. Tengo que admitir que si sexualmente me atraía un mundo, era su alegría lo que más me cautivaba. Su sonrisa siempre presta a salir a flote, fresca, sincera, humana. Ella es 1 año menor que yo. Por aquel entonces contaba con 17 años, pero ya era toda una mujer. No muy alta, alrededor de 1.60m, pero con un cuerpo que atraía a su paso la mirada cargada de deseo de los hombres y la envidia de las mujeres. Cintura estrecha, pechos redondos y con los pezones apuntando al cielo, unas nalgas sencillamente bellas, que coronaban sus torneadas piernas. Y sobre todo aquel conjunto, sus ojos de ensueño, dándole realce a su perenne sonrisa. Me enamoré perdidamente. Con 18 años había tenido un sin fin de aventuras. Desde los 17 años vivía separado de mis padres ya que estudiaba fuera del país. Esa libertad me permitió adquirir cierta experiencia en las artes amatorias, sin contar que las mujeres siempre quedaban satisfechas con el tamaño de mi aparato y con la forma en que les hacía el amor. Como les contaba, me eduqué en Europa. Creo que el estilo de vida, la forma de enfrentar las relaciones y la desinhibición propias del viejo continente, me marcaron mucho. Y, por supuesto, también lo hicieron con mi vida sexual. Me consideraba, y aún lo hago, un hombre sin prejuicios, amante del amor, apasionado como buen Escorpión que soy, buscador de los placeres. Volviendo a Mariela. Me enamoré de ella con un amor de un tipo que no había sentido hasta el momento. Cada vez que la veía me enloquecía de deseo, vivía en una constante erección de sólo pensar en su boca, en sus senos, en su forma de caminar, en la manera con que gustaba de jugar con mi cabello, por aquel entonces largo, cuando conversábamos. El deseo de acostarme con ella se fueron convirtiendo en obsesión, y no fueron pocas las pajas que me hice a su nombre, aún cuando podía desahogarme con otras chicas. Pero las cosas no marchaban con la celeridad que mis ganas exigían. Mariela era muy amorosa conmigo, nuestros encuentros eran tórridos, apasionados, pero no encontraba la manera de hacerle el amor. Por ejemplo, un día la invité al cine. Aceptó enseguida y nos marchamos. Fuimos a un cine de barrio, a ver una película aburridísima. Casi no había nadie en la sala, sólo algunas parejas que se mataban a besos y algún que otro borracho que dormía plácidamente. Nos sentamos en una de las últimas filas. Cerca de nosotros, 3 o 4 butacas hacia delante, una pareja de jóvenes estaban enfrascados en una verdadera batalla de lenguas, y por movimientos nos dimos cuenta que ella le estaba meneando la verga al joven, mientras esté le acariciaba las tetas a profundidad. Estar cerca de Mariela, sentir su calor, su aliento, su respiración agitada, y para colmo ver como aquella chica se inclinaba para mamarle la verga al novio me pusieron como un tren. Mi verga estaba que quemaba y ya me dolía por la presión que ejercía el pantalón. Acerqué a Mariela y comenzamos a besarnos. Como siempre, sus manos jugaban con mi cabello, lo cual me enardecía aún más. Sin perder tiempo, introduje una de mis manos en su blusa y comencé a acariciar su pezón, el cual, dócil a mis caricias y apretones, se endureció rápidamente. Los gemidos de placer de Mariela debían escucharse en toda la sala, pero no me importaba. Era evidente que estaba más que caliente, porque su mano se abalanzó sobre mi verga, liberándola del doloroso encierro en que estaba y sin demorarse ni un segundo inició a hacerme una fabulosa paja. Era tanto el deseo contenido que comprendí que no duraría mucho tiempo sin correrme como un caballo, y aquello era precisamente lo que tenía en mente. Mi idea era follármela hasta el cansancio. Con trabajo, luchando contra sus muslos apretados, logré llevar mis dedos hasta su coño. No sé como hacía para contenerse, porque estaba totalmente mojada. Sus fluidos empapaban las braguitas y no me costó mucho hacerlas a un lado y acariciar su pucha directamente. Era algo exquisito, sus pelos se enredaban en mis dedos, el olor de hembra en celo subía hasta mí y me enloquecía. Recorría toda su concha, empapándome los dedos con sus jugos, jugando con sus labios, pellizcando suavemente el clítoris, metiendo la punta de mis dedos en ese túnel que quería hacer mío de una puta vez. Pero no lograba hacer que se sentase sobre mí para empalarla hasta los mismísimos huevos, para que sintiese mi verga bien clavada en su interior, para que gozase con mis 20cm de carne dura y ardiente. Y yo no podía aguantar mucho más, estaba a punto de correrme. Mariela comprendió la inminencia de la erupción que se avecinaba y rápidamente se inclino sobre mi polla y se dedicó a mamar como una loca, buscando concluir con la boca lo que sus manos habían iniciado. Me corrí con el deseo de varios días contenidos. Los chorros de semen golpearon el fondo de su boca y corrieron garganta abajo, succionados por la avidez de Mariela. Pero la carga era considerable y parte de mi simiente se escurría por la comisura de sus labios. Ella, sin embargo, no estaba dispuesta a perder nada, y recogía mi semen con sus dedos, para después introducirlos en su boca, donde ya mi verga había terminado de descargar. Por fin se la sacó de la boca y con mucho amor la limpió con su lengua, recogiendo los restos de la explosión y saboreándolos con deleite. Comprendí que una vez más me quedaría con las ganas de cogerla, de hacerla mía, de metérsela hasta lo último y de hacerla gozar. La frustración hizo presa de mí y mi polla perdió su dureza. Mariela comprendió lo que me sucedía y me acarició la mejilla, mientras me besaba tiernamente en los labios. Me pidió salir y sentarnos en algún lugar para conversar. Nos fuimos a un parque. Allí, bajo la tenue luz de un farol, me pidió que la disculpase, pero que siempre había querido que su primera vez fuera algo especial, que quería entregar su virginidad a aquel con el cual compartiría la vida, que ella también me deseaba, pero que prefería esperar un poco. Me di cuenta entonces que Mariela no sería mía. En aquel tiempo yo no tenía intenciones de contraer matrimonio. Es cierto que ella me gustaba, y mucho, pero no sabía si era realmente amor lo que sentía. Tal vez era solamente la pasión del deseo lo que me hacía sentir así. Además, no quería hacerla sufrir. Ella era todo amor y alegría, y lo menos que deseaba era que aquella sonrisa llena de luz se marchitase. Así que nos despedimos con un beso y no volví a verla. Años después me casé, tuve hijos, me divorcié, pasaron por mi vida un montón de mujeres, pero siempre guardé con especial cuidado el recuerdo de Mariela. Pensar en ella era como vivir de nuevo. Se me encogía el alma al recordar sus ojos y sus labios. A veces fantaseaba con que la encontraba y todo volvía a ser como antes. Llegué a pensar que aquello que sentí una vez era realmente amor y no una pasión pasajera