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Libreria Lujuriosa y Sexual

~~Esa tarde fui a la librería a buscar novedades, a curiosear, a buscar algún disco interesante. En la planta baja, donde se exhiben libros de arte, comencé a hojear algunos volúmenes de arte antiguo, luego de arquitectura y por fin acudí a una mesa, casi al fondo, donde vendían libros de liquidación. Allí había algunos libros interesantes, sobre Matisse, Gauguin, y otros pintores del siglo XIX. Pero en la parte baja de la mesa, un tanto olvidados, había también algunos volúmenes de fotografía. Y allí estaba yo, hojeando aquellos libros espléndidos, que vendían a un costo irrisorio, tal vez porque estaban escritos en inglés. Había algunos sobre fotografía de exteriores, otros sobre fotografías en mar abierto. Un libro, en especial, explicaba las diferencias estéticas entre las fotos de color y las de blanco y negro. Comencé a leer algunas hojas, cuando, de reojo, miré cómo llegaba alguien a mi derecha y se ponía a buscar libros. Levanté la mirada del libro que tenía entre las manos, y observé maquinalmente sobre mi hombro. Lo que vi me dejó asombrado. Una mujer, que vestía una falda negra hasta la rodilla, estaba buscando libros, inclinada sobre la mesa. Se había dado cuenta de que en la parte baja había muchos libros olvidados, como el que yo había tomado, y se inclinaba cada vez más, hasta que su cabeza quedó a unos treinta centímetros del suelo.
 Como no compuso la figura, dejaba al descubierto las piernas, que eran lindísimas: unas piernas largas y muy bien torneadas enfundadas en unas medias de tono oscuro. Para mi gusto, eran unas piernas perfectas, que casi se veían por entero por debajo de la falda.
 Tan embobado estaba admirando aquello, que el libro se me cayó de las manos. La mujer se incorporó. Era pelirroja, y las pecas le salpicaban el rostro, que se le veía muy simpático, algo redondo y con ojos pequeños y vivarachos. Era alta, casi de mi estatura, y usaba un sueter rojo que le señalaba muy bien los senos y la cadera.
 Se le ha caído el libro dijo.
 Sí, sí gracias respondí, aunque me quedé congelado, sin movimiento; su voz era muy agradable.
 Ella recogió el libro y me lo tendió.
 ¿Le gusta la fotografía?
 Soy fotógrafo contesté . Pero me gustan más los libros de pintura y arquitectura. Lo que pasa es que aquí veo precios buenísimos.
 Ella tenía ante sí un volumen de desnudos de los años cincuenta. En la portada se veía una mujer deslumbrante, recortada por los claroscuros de uno de aquellos estudios que hacían maravillas en aquella época.
 Ese libro se ve muy bien. ¿No habrá visto de casualidad otro ejemplar?
 No contestó ella . Creo que es el único.
 Tiene usted buen gusto.
 Ella miró su libro. Lo colocó encima de la mesa y lo abrió en una plana donde se veían cuatro fotografías de mujer de cuerpo completo.
 ¿Y es muy difícil hacer una fotografía como éstas? me preguntó.
 Mire, actualmente el desnudo está en crisis. Se han hecho tantos y tantos desnudos, que obtener algo original es raro. Se intentan nuevas locaciones, objetos, atmósferas En realidad, casi no hay nada nuevo bajo el sol.
 Pero ¿es difícil fotografiar un desnudo?
 Sí. La verdad es que es una de las cosas más difíciles para mí. Pero yo soy un enamorado del cuerpo humano. Me encanta.
 Ella giró la cabeza para verme.
 A mí también me encanta.
 Mire, le propongo una cosa: compre usted el libro, luego le invito una cerveza en un lugar muy lindo que queda por aquí, y usted me deja hojearlo ¿está bien? Ella dudó un poco. Creo que tenía mucha curiosidad, quería hacer preguntas. Por sus ademanes, parecía una mujer ávida de mundo, de conocimiento, de experiencias.
 Es una buena idea, pero tal vez otro día dijo, mientras consultaba su reloj . Ahora tengo que regresar a mi casa, porque espero una llamada urgente. A mi celular se le terminó la batería. ¿Quiere dejarme su teléfono o usted qué tiene qué hacer?
 ¿Cómo? ¿Cuándo?
 Ahora, qué tiene qué hacer en este momento.
 Pues nada, comprar algunos libros, sólo eso.
 ¿Me quiere acompañar a casa? La invitación me desconcertó. Esperaba todo, menos eso. Asentí con la cabeza, y en un par de minutos, yo estaba al lado de ella en el auto.
 ¿No hay problema de que deje aquí su auto? preguntó.
 No, para nada. Además, regresaré pronto por él.
 Vivía en un hermoso edificio, no lejos de allí. Su departamento estaba en el tercer piso. Ella abrió la puerta del vestíbulo, y luego comenzó a subir las elegantes escaleras. Yo, detrás suyo, discretamente, no dejaba de admirar la belleza de sus piernas. Al fin entramos a su departamento. Ella consultó su reloj, y preguntó:
 ¿Quiere algo de tomar? No sé, sólo tengo algo de vodka y otro poco de whisky, creo.
 Vodka está bien.
 Sirvió dos vasos pequeños. Comencé a hojear el libro de fotografía. Los desnudos eran espléndidos. Algunos realzaban los rostros, otros más planteaban posturas corporales en diagonal, en escalera, en largas y atenuadas curvas.
 Ella se sentó ante mí, en un sofá rojizo, con el vaso de vodka en la mano. Le daba pequeños sorbos.
 Quiero preguntarle algo. Si usted fuera modelo para un fotógrafo ¿qué parte de su cuerpo le gustaría realzar a la hora de ser fotografiada? Ella quedó un poco pensativa. Luego sonrió.
 No sé. Tal vez el rostro.
 Su rostro es en verdad lindo. Pero a mi juicio, la parte de su cuerpo más estética son las piernas ¿lo ha notado? Ella iba a responder algo, pero en ese momento sonó el teléfono. Ella corrió a contestar al otro lado de la sala; fue una llamada larga. Yo sólo escuchaba palabras aisladas; pero lo interesante del caso es que ella, de espaldas a mí, se frotaba con suavidad, tal vez de manera inconsciente, los muslos, mientras le daba pequeños sorbos a su vaso.
 El vodka era bueno, pero estaba algo fuerte. El ver aquellos cuerpos no me excitaba, porque ya había visto demasiados a esas alturas de mi profesión; pero verla a ella, de espaldas, frotando sus piernas con su mano libre, me ponía muy cachondo.
 La conversación se prolongó mucho. Yo dejé de ver el libro y me serví nuevamente. Con un gesto, le pregunté si ella quería más. Le serví una generosa cantidad del licor.
 Cuando por fin colgó, me semiincorporé en el sofá. Estaba a punto de decirle que me iba. Le agradeceré y me iré , pensaba. Pero ella se sentó a mi lado, y dijo:
 ¿Así que usted piensa que las piernas son la parte más estética que tengo? ¿Por qué? Explíqueme.
 Mire, empecemos por los pies. No son muy grandes ¿lo nota? Siguen los cánones antiguos, de pequeñez y curvatura. Luego, las pantorrillas. Hay pantorrillas demasiado largas y otras muy cortas. Las suyas son perfectas. ¿Lo ve? Se corresponden bien con la rodilla.
 Al llegar aquí, mi dedo casi rozaba su pierna izquierda, que ella había colocado de manera displicente sobre el sofá. No sé por qué, acto seguido, comencé a acariciar con suavidad su rodilla mientras hablaba.
 Ahora la rodilla. No es ovalada, no es redonda por completo. Tampoco tiene huecos o protuberancias. Está unida con el muslo por una ligera hondonada. Y lo mejor son los muslos: anchos, pero no desmesurados, largos pero no exagerados. Por delante y por detrás, describen un cuerpo sin defectos, se lo digo de verdad.
 Mi mano frotaba suavemente sus muslos. Yo no veía su cadera, ni sus senos, ni mucho menos su rostro. Sólo miraba aquellos muslos enfundados en las medias negras. De pronto, la media de la pierna izquierda se destensó, fue bajando y puso al descubierto una piel muy blanca. Lo mismo pasó con la media de la pierna derecha. Ella las había desprendido del liguero, y ahora me miraba con una expresión entre divertida, cachonda y asombrada.
 Yo le quité las medias con mucha lentitud, la izquierda primero. Luego las dejé sobre la alfombra y comencé a acariciar aquellas piernas que olían a perfume, a flores, a algodón y nylon. Poco a poco mis manos comenzaron a subir, a introducirse bajo su falda, a conocer la anchura de su cadera. Le quité la falda con movimientos lentos, y descubrí una pantaleta primosora, llena de encajes, muy blanca. Ella se quitó el sueter con gesto rápido, y el brassiere. Yo me hinqué al lado del sofá y comencé a besar su boca, a morderla con delicadeza, a descubrir con mi lengua su lengua fuerte, juguetona, atrevida.
 No sé ni cómo te llamas.
 Ni lo vas a saber. Soy casada. ¿Eres un hombre discreto?
 Como una tumba.
 Sus senos eran muy suaves, blancos y coronados por un pezón rosado. Los mordí con mi aliento de vodka, los lamí, los chupé una y otra vez, hasta que ella comenzó a gemir.
 Ven arriba le escuché decir.
 Me recosté sobre ella. Yo quería seguir besándola, chupándola, olfateándola. Quería introducir mi nariz en su vulva y percibir su aroma, pero comprendí que, siendo casada, no contaba con el tiempo y la calma que hay en la casa de una soltera. Entré a ella de golpe, y le empujé el miembro hasta el fondo, una y otra vez, primero con suavidad y luego con firmeza. Ella gemía suavemente. Su rostro pecoso se iluminaba, sus ojos destellaban y luego se cerraban, me mordía el pecho, me encajaba las largas uñas en la espalda, me atrapaba las nalgas y las empujaba con violencia, haciendo que mi cadera subiera y bajara como un pistón.
 Tenía el coño muy húmedo. El agua le escurría, y el calor me subía por el miembro, por los testículos, por las ingles. Era un calor impresionante, como si aquel dulce coño estuviera ardiendo de fiebre. Ella no dejaba de gemir, y de aferrarse a mis nalgas. Yo quería cambiar de postura, sentirla arriba a ella, entrar desde atrás, en fin, darme un respiro. Pero ella no me dejaba parar, no me permitía alejarme ni despegarme, no me daba libertad alguna. Sentí cómo se me hinchaba el miembro dentro de ella, sentí cómo las venas de las sienes me saltaban, cómo las piernas se me ponían tensas, cómo un dolor como de agujas atravesaba mis músculos lumbares. Pero ella seguía obligándome a entrar a su coño cada vez con más fuerza, con más velocidad. Luego, su cadera empujaba casi a la mía, y yo sentía el choque de aquella delicada piel como el golpeteo de un trozo de madera: uno, dos, uno, dos.
 Ya no pude soportar mucho más. Ella dejó de gemir y gritaba junto a mi oído, con una voz enronquecida y aguda. Sentí que me venía y quise hacerme a un lado, expulsar mi esperma en su cuello, en su boca o sobre sus hermosos pechos, pero ella nunca dejó de aferrarme las nalgas, y me vine en su interior con unos espasmos tremendos. Yo también gritaba a voz en cuello, perdí el control, no dejaba de mover la cadera. Luego me di cuenta de que lo que sentía eran los propios espasmos de la culta pelirroja, que chorreaba su líquido sobre el sofá a borbotones, y salpicaba mis ingles cada vez que yo me volvía a introducir en ella.
 Estuvimos un largo rato así, extenuados, uno sobre el otro. Mi semen comenzó a escurrirle por los muslos. Pero ella seguía aferrando mis nalgas, y me decía al oído:
 Es un buen libro de fotografía. Cuando lo esté leyendo, te voy a recordar. ¿Te siguen gustando mis piernas?
 Más que nunca.
 Luego se puso algo seria.
 Recuerda que no nos conocemos. Yo no sé que eres fotógrafo; tú no sabes dónde vivo.
 Soy una tumba, ya te lo dije.
 Tembloroso, regresé por mi auto a la librería. Ya era tarde. Habían cerrado. Sería hasta el día siguiente. Tomé un taxi, y ya en casa, no pude dormir pensando en aquellas hermosas piernas que sólo pude tocar una vez, una y nunca más.

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
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