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La fiesta de fin de curso fue, como cabe esperar cuando juntas alcohol, jóvenes y una casa sin padres, una auténtica locura. En nuestra defensa hay que decir que había sido un año bastante difícil, con muchas horas sentados frente a los libros, y ahora que los exámenes habían terminado nos merecíamos una recompensa.
Hacia la mitad de la noche, cuando buena parte de los invitados ya se había marchado o se hallaba durmiendo en cualquier rincón, a Pedro, el dueño de la casa y mi mejor amigo, se le ocurrió que sería divertido jugar a la botella. Aunque es un juego bastante infantil, las chicas andaban achispadas por la sangría, por lo que no pusieron reparo alguno; por supuesto, los chicos habrían aceptado aunque no hubiesen tomado una sola gota de alcohol en toda la noche.
A decir verdad, yo no tenía muchas ganas de jugar. En primer lugar, porque de nuestra clase no había ninguna chica que me gustase particularmente. Pero sobre todo porque intuía que Pedro había propuesto el juego con la única finalidad de poder besarse con mi hermana, que me había acompañado a la fiesta. Quizá parezca un poco extraño que llevase a mi hermana, que es un poco más pequeña que yo, a una fiesta en la que había alcohol y lo que no es alcohol, pero lo cierto es que ella y yo siempre hemos estado muy unidos, y como es muy madura para la edad que tiene, ni a mí ni a mi grupo le ha importado nunca que salga con nosotros.
Mientras la botella giraba y giraba, yo intentaba animarme. Pensaba que Pedro no solo era mi mejor amigo desde que tenía memoria, sino también un chico muy agradable y responsable, y sin duda habría sido una pareja perfecta para mi hermana, puesto que siempre habían tenido muchas cosas en común. No obstante, se me hacía raro pensar en que mi hermana pequeña pudiera salir con alguien, y aunque sabía que eran celos estúpidos y entendía que ella no iba estar eternamente pegada a mí, se me agriaba el humor solo de imaginármelos juntos.
Pero Pedro no llegó a besar a mi hermana. Aquella noche la botella parecía dirigida por la mano del destino, de tal modo que muchos de los besos que se dieron eran entre amigos a los que siempre habíamos imaginado juntos; aquel juego fue la chispa que prendió la llama de un buen puñado de romances de verano. También a mí me favorecía la fortuna, en parte porque no me tocó besarme con ninguna de mis compañeras de clase, en parte porque Pedro nunca tuvo la posibilidad de besar a mi hermana. De hecho, cuando ya quedábamos pocos jugando y era lógico pensar que el aciago beso se podría producir, la botella se burló de Pedro al pedir que nos besáramos mi hermana y yo. Todos nos reímos y mi hermana, muy seria, adoptó una pose teatral esperando un beso, que yo le di pudorosamente en la mejilla. El pobre Pedro nos miraba atónito, como un cazador al que la presa se le escapa en el último instante, y finalmente reconoció que era hora de levantar el campamento.
Entre unos pocos limpiamos mínimamente la casa, despertamos a los dormilones que se habían quedado traspuestos por los diferentes rincones de la casa y guardamos la comida que había sobrado en la nevera. Quizá en agradecimiento por echarle una mano, quizá porque no estaba preparado para despedirse de ella tan pronto, Pedro nos invitó a quedarnos a dormir. Fuera cual fuese su intención, yo acepté encantado, pues nos ahorraba así la larga caminata hasta nuestra y casa.
Mi hermana y yo ya habíamos dormido en el pasado en el cuarto de invitados de la casa de mi amigo, que tenía una cama suficientemente grande como para que durmiéramos sin demasiada incomodidad, por lo que nos dirigimos al dormitorio sin mayores ceremonias.
Yo estaba agotado, así que me quité la ropa y del tirón me escurrí entre las sábanas. Mi hermana me imitó y, siguiendo su costumbre, colocó su cabeza sobre mi pecho; le gustaba escuchar el ritmo de mi respiración y el tamboreo de mi corazón.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –me dijo de repente, cuando yo estaba ya al borde del sueño.
–Anda, como si tuvieras que preguntarlo.
Me imaginaba que me iba a interrogarme sobre Pedro, porque las miradas que él le había lanzado durante toda la noche no eran las de un simple amigo. Sin embargo, lo que me dijo me dejó totalmente descolocado:
–¿Por qué no has querido besarme antes cuando jugábamos a la botella?
–¡¿Pero qué dices?! –dije dando casi un grito–. Pero si te he dado un beso.
–No, no, lo que tú me has dado es un besito. El besitoo que se le da a la prima fea cuando se la ve en las fiestas familiares.
–Pero… ¿cómo quieres que te bese entonces?
–Pues en los labios, claro –el corazón casi se me sale al escuchar sus palabras. Al notar mi reacción, me miró con unos ojos que parecían guardar la tristeza de mil vidas–. ¿Tan desagradable soy que no quieres besarme? Sé que no beso bien, es lógico, ¡nunca antes he besado a nadie! Pero si nadie me besa, ¿cómo voy a aprender a hacerlo bien?
¿He dicho que mi hermana es muy madura? Bueno, pues sí que lo es, pero muchas veces ve las cosas de una manera muy particular, y cuando algo se le mete en la cabeza es muy difícil hacerla cambiar de opinión.
–Claro, es lógico que tengas que aprender –le seguí la corriente–. Pero lo lógico es que lo hagas con alguien con quien tengas mucha confianza.
–Por eso mismo, ¿con quién tengo más confianza que contigo?
–No, no –insistí–. Tiene que ser con otro chico.
–Vale –concedió. Me extrañó que claudicase tan fácilmente, pero pronto comprendí que simplemente había cambiado de estrategia–: Creo que le gusto a Pedro, y desde luego no es mal chico. ¿Crees que él quiera besarme?
Si me hubiesen apuñalado, no podría haber sentido más dolor. No, Pedro no. No con mi hermana. Con cualquier otra chica de nuestro grupo, con cualquier mujer del mundo, pero no con ella.
Mi hermana comenzaba a incorporarse de la cama, decidida a ir a convertirlo en su maestro, a pasar la noche entre sus sábanas, a su lado, lejos de mí. Fue entonces cuando actué sin pensar. Agarré su brazo, la acerqué a mí sin mediar palabra y planté un beso entre sus labios. Al apartarnos unos segundos después, ella me miró sorprendida.
–Yo tampoco es que tenga mucha experiencia –le confesé, y era cierto, porque solo había tenido una novia, y tampoco es que aquello durase mucho tiempo–. No creo que pueda enseñarte mucho.
–Aprenderemos juntos.
Sus labios se posaron sobre los míos con timidez. Su aliento me invadió, trayendo consigo el sabor dulzón del ron con piña que tanto le gustaba. Su boca, húmeda, se deslizaba calmadamente sobre la mía, como si tantease el terreno por el que se adentraba. Nuestra mutua torpeza nos llevó a entrechocar los dientes en una ocasión, y sin querer (o eso pienso) ella me propinó un mordisco en el labio que terminó de sacudirme el sueño.
El cuerpo de mi hermana, apenas vestido, se apretaba contra el mío. Su piel cálida, la suavidad que invadía mi mano al acariciar su espalda, el olor a vainilla de su perfume favorito… todo ello se combinaba para darme una sensación de calma absoluta. Sentía, es cierto, cómo la excitación que recorría mi cuerpo, pero no era la pasión sexual del amante primerizo que yo había sido con mi exnovia, sino el calmado placer de quien sabe que la mujer que tiene a su lado es suya.
Pero cuando su lengua pequeña y melosa se introdujo precipitadamente en el interior de mi boca, buscando insistentemente ser correspondida, la razón volvió a apoderarse de mí con una ola de pánico.
–No, eso no –la reprendí, separando nuestras bocas, que no obstante quedaron unidas por un leve hilo de saliva–. ¡Eres mi hermana!
Su rostro pareció enfurecerse, y antes de darme cuenta de lo que pasaba, noté cómo su palma se aferraba a mi sexo y lo frotaba con furia; no sabía si aquello era una forma de castigar mi reproche o un intento de convencerme, puesto que el roce me provocaba una incomprensible sensación de dolor y placer al mismo tiempo. Molesto por su niñería, agarré su muñeca con fuerza para detenerla y la obligué a retirar la mano.
–Por eso mismo –me respondió –. ¿Quién te conoce mejor que tu hermana? ¿Quién me conoce a mí mejor que tú? ¿No me abrazabas cuando te dejó tu novia? ¿No lloraba yo en tu hombro cuando el chico que me gustaba me dijo que nunca saldría con una chica plana como yo? Siempre hemos estado ahí el uno para el otro, ¿verdad?
Los dedos de sus pies rozaron los míos. Aquel acto involuntario fue suficiente para hacer que mi firme resistencia se desmoronara como un castillo de naipes. El contacto de su piel, el perfumado olor que emitía su cuerpo, el brillo de sus ojos tristes al borde del llanto… todo aquello era intoxicante. Aún aferraba su mano, así que la acerqué a mis labios y la besé. Acto seguido, dejé escapar una buena cantidad de saliva que se extendió por su palma como si de un lago recién nacido se tratara.
–Así no me dolerá el roce cuando me toques –la instruí. Sus labios buscaron los míos, su lengua encontró el consuelo de la mía y su mano me descubrió una suave y lenta forma de placer que amenazaba con volverme loco.
–Más deprisa –llegué a susurrarle.
–No, tienes que aprender a controlarte –me recriminó. Era cierto, pero no era tan fácil de hacer como de decir.
De repente me di cuenta de que era injusto que ella estuviese volcándose en mí y yo, egoístamente, solo pensase en mi propio placer. Así que aparté mis labios de los suyos y corté el quejido que emitía introduciendo un dedo en su boca, que chupó con auténtica pasión hasta que, totalmente embadurnado de su saliva, lo retiré y conduje hacia su sexo. Allí abajo tanteé hasta que su vulva se abrió como una flor ante la primavera, dejando así que mi dedo se deslizara con absoluta facilidad en un interior que me recibió con un abrazo de húmedo calor; realmente no habría necesitado mojar mi dedo, ya que mi hermana estaba suficientemente excitada para recibirme sin dificultad.
–Mira cómo me tienes… –musitó a mi oído, haciéndome sentir orgulloso, pues aquella humedad no era otra cosa que fruto de mis besos y cariños.
Con mi exnovia era un desastre usando los dedos, me obsesionaba con la velocidad y parecía que estaba pulsando los mandos de una videoconsola. Sin embargo, inspirado por el ritmo que mi hermana mantenía constante sobre mi sexo, mi dedo acarició rítmicamente su interior, demorándose unas veces, acelerando otras, sintiendo cómo ella se contraría y me apresaba. En ocasiones, su mano libre abandonaba mi nuca y me ayudaba a mantener el ritmo, pero la mayoría del tiempo me dejó moverme libremente, lo que me hizo sentir más seguro de mi habilidad.
El límite lo marcaron sus gemidos. Sonaban como un quejido, aunque si les prestabas atención detectabas un poso de goce. Rápidamente dejé de acariciarla y me coloqué sobre ella, abriendo gentilmente sus piernas y dirigiendo mi sexo hacia su interior. Apenas me introduje en ella, mi hermana despertó del embeleso en el que se hallaba y comprendió lo que estaba pasando.
–¡Para, para! –me apremió. Y al ver mi expresión contrariada, me confesó lo que yo ya sabía–: Nunca lo he hecho.
Querría haber parado, pero algo dentro de mí me poseía, por lo que seguí introduciéndome en ella, si bien muy despacio.
–No puedo controlarme –le confesé–. Mi cuerpo se mueve solo. Quiero estar dentro de ti.
De hecho, su cuerpo también se movía solo, aceptándome pese a su protesta.
–Nunca lo he hecho –repitió, sus ojos derramando lágrimas de vergüenza.
–Tranquila –cerré sus labios con un beso–: Vamos a fundirnos en un solo ser.
Y entré en ella sin mayor dificultad, uniéndome a ella, moviendo nuestros cuerpos en un compás lento y ardiente que nos hizo dejar de pensar, dejar de sentir, dejar de ser. Si existe la paz, esta debe de ser penetrar suavemente dentro de otra persona y dejarse llevar.
No sé cuánto tiempo estuvimos unidos, sin duda no tanto como habría querido (aunque eso es lógico, porque no habría querido separarme de ella nunca), pero sentí como algo ardía dentro de mí. Mi ser estaba en llamas y mi esencia estaba dispuesta a emanar con incendiaria fuerza.
–No acabes dentro de mí –me susurró con el poco aire que no se le había ido en el gemido previo–… por favor.
Aquel tono dulce me permitió ganar un poco de control y retirarme, aunque tan pronto como el aire acarició mi sexo, este derramó su fuego sobre ella, impregnando su rostro, sus pechos y su vientre. Exhausto, como si fuera una parte de mi ser la que se había derramado sobre ella, caí a su lado. Empapada en sudor, mi hermana intentaba recuperar la respiración, agitada como si hubiese corrido una maratón para la que no estaba preparada pero que se negaba a abandonar.
–Perdón, te he manchado –logré decir finalmente.
Ella guardó silencio durante un minuto más, hasta que su respiración se calmó un poco.
–No te preocupes, esto es parte de ti, es como tu saliva –y su lengua buscó golosa algunas de las salpicaduras sobre su rostro, tomándolas sin darle mayor importancia–, incluso sabe un poco a ti.
Sorprendido por su declaración, me dirigí hacia su vientre y lamí mi propia esencia. El sabor no era especialmente agradable, pero el placer de limpiar a mi hermana fue inmenso, dedicando todos mis esfuerzos a liberarla hasta de la última gota de mi ser. Ella acariciaba mi cabeza y, en algún momento, los dos nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente nos despertamos temprano; ella se duchó mientras yo echaba a lavar las sábanas, llenas de las manchas provocadas por nuestro afecto. Pedro seguía durmiendo, así que nos fuimos sin esperar a que despertara. En nuestra complicidad, ni mi hermana ni yo nos habíamos dirigido una sola palabra, pero al bajar en el ascensor nuestras miradas se encontraron.
–Lo de anoche… –empecé a decir un poco apurado.
–No fue tan desastroso como esperaba –me cortó ella.
–¿Fue desastroso? –pregunté, herido.
–“No puedo controlarme” –se burló con una imitación bastante pasable de mi voz.
–Lo siento –dije con absoluta sinceridad, salpicado por la vergüenza.
–Bueno, tampoco te preocupes. Queda verano para practicar.
Y su abrazo hizo que mi vergüenza y mi pesar desaparecieran. Era el primer día de un largo verano para aprender, para amar, para guardar secretos.
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