Esta es una historia ciento por ciento verdadera. Ocurrió el verano de 1997.

Todos le decían Oso, por lo velludo. Era rubio y bizco, y una especial ternura en sus ojos acaparaba el favor de quienes le conocían, especialmente, las mujeres, de toda edad.

Tal vez por eso, los muchachos de su edad lo evitaban y siempre estaban tratando de asustarlo porque en él veían competencia en la conquista.

A medida que iba llegando a la adolescencia los encuentros con sus pares en las calles del barrio se fueron tornando más y más agresivos. Oso era de un carácter tranquilo. Su timidez contrastaba con su cuerpo de atleta cada vez más espectacular, a medida que se desarrollaba. Por instinto de supervivencia fue como tuvo que tragarse el miedo y defenderse. En medio de una pelea campal mandó un puñetazo directo a la mandíbula del matón Amadeo, mismo que este no eludió porque pensó que iba dirigido al lugar donde miraba el ojo bizco de Oso. Se trenzaron en una rosca de padre y señor mío. Se mancornaron en una suerte de insultos, gemidos, mordiscos, golpes de puño, arañazos. Amadeo tuvo que rendirse porque era evidente que el rubio era más fuerte.

Comenzó el imperio de Oso. Todos los mafiosos del barrio debían desviar la mirada cuando Oso pasaba y cederle el paso. Las chicas se hacían las distraídas, pero se escuchaban exclamaciones de admiración sofocadas. Oso parecía no interesarse por el sexo opuesto, excepto por la señora Millie.

Ella era una morena de ojos grandes y oscuros con un brillo especial de sabiduría y severidad en el rostro. Vestía de blanco y usaba abrigo y sombrero de piel negra que le daban un aire de elegancia y distinción. Las otras damas de la comunidad la respetaban y los varones rara vez le dirigían la palabra por temor a ser vergonzosamente rechazados. Ella tenía varios hijos, pero nunca dijo quien era el padre de esos chicos, o si eran más de uno. Tampoco nadie se atrevía a preguntarle.

Oso se atrevía, y por supuesto, se resignaba una y otra vez a los desaires de doña Millie. Ella no podía negar que sentía cierta atracción por ese rubio de mirada tierna. La verdad es que lo deseaba, pero jamás lo reconocería porque Oso era su hijo. A cada avance respondía con airada indiferencia, pero no podía evitar mirarlo cuando el no miraba.

Un día, Oso no soportó más tanta negativa y contra toda norma moral o divina se dejó dominar por la pasión y sorprendió a Millie por la espalda. La abrazó con todo su cuerpo, algo le dijo al oído con la respiración entrecortada. Millie forcejeó, pero el fuerte abrazo de Oso la doblegó y su aliento sobre su cuello la hizo delirar. Ella se veía pequeñita bajo él. Sus ojos cerrados ya no expresaban otra cosa que no fuera sumisión. Entonces Oso la cogió por el cuello de piel del abrigo, la levantó en vilo y caminando patiabierto se la llevó al subterráneo de la casa. Al poco rato se escuchó una Millie que chillaba indignada . Oso recibió el castigo con humildad. Dos meses después Millie fue madre de Micifuz y Carlotta.