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El tren de las 18

EL DESQUITE
Amalia caminaba arrastrando los zapatos sobre el polvoriento sendero mientras buscaba instintivamente la escasa sombra que le podían proporcionar los escasos arbustos espinosos de cina-cina y retama que junto a unos aislados paraísos bordeaban el camino, desierto a esa hora de la tarde. Alzó la vista hacia la cegadora y ardiente luz del sol de enero y al bajar los ojos encandilados, cayó en la cuenta que llevaba más de diez años recorriendo ese largo camino, todos los días a la misma hora, sin importar el clima o la estación.
Su padre había muerto cuando ella, la mayor de tres hermanas, tenía seis años. Su madre, bordadora profesional, ganaba lo suficiente como para mantenerlas pero, sin un sueldo fijo ni valía la pena pensar en el futuro. Para colmo ya ni siquiera era joven ni bonita.
Cercana a los cuarenta años, se encontraba en esa edad incierta en que las mujeres no son jóvenes ni viejas. Sin belleza y sin recursos, en un pueblo de poco más de tres mil habitantes, debió hacer frente a la dura situación y un año más tarde contraía matrimonio con Eduardo, un joven de treinta años que trabajaba como señalero en el ferrocarril.
Gracias a esa boda, Amalia pudo comenzar a estudiar en el colegio de monjas. La ambición de su madre era que llegara a ser maestra y, cuando la vio por primera vez con sus medias tres cuarto verdes, la pollera tableada y la camisa blanca con el escudo del colegio no pudo reprimir el llanto mientras se abrazaba agradecida a Eduardo.
Aunque el casamiento con él había más que duplicado la economía familiar, permitiéndoles comer mejor y vestir hasta con ciertos lujos, el hombre casi ni aportaba por la casa aunque no se despreocupaba de los problemas familiares ni de la evolución de Amalia en la escuela. A las seis de la mañana se levantaba y salía en su bicicleta hacia la cabina de señales a un kilómetro del pueblo y allí permanecía hasta que pasaba el tren de las dieciocho, el último del día.
Y así comenzó el rutinario camino de Amalia. Todos los días, al regresar del colegio y luego de almorzar, su madre le entregaba unas viandas enlozadas y la niña emprendía el largo camino para llevarle el almuerzo a su padrastro. Este comía casi en silencio, a pesar de que se interesaba en la evolución de sus estudios y cuando terminaba de hacerlo, alrededor de las tres de la tarde, tomaba su escopeta y dejándola solemnemente a cargo - aunque ya no pasaría otro tren hasta las dieciocho -, recorría los campos aledaños y casi siempre volvía con un par de perdices o alguna liebre que ella llevaba a su madre.
Durante esas dos horas en que permanecía sola en la cabina, se sentía como el capitán de algún extraño barco que navegaba en un mar inmenso de pasto que variaba de color según la estación. La cabina estaba ubicada en el talud de las vías y, sobre una base de ladrillos de más de cuatro metros, se alzaba una estructura de madera vidriada hacia los cuatro vientos y con un puntiagudo techo de chapas. Sobre el lado que daba a los rieles, se veía una serie de palancas que, según su ubicación, accionaban por medio de alambres las señales de las distintas columnas que había hasta el pueblo. Por lo demás, había una cocina económica que se usaba más como estufa, una mesa con dos sillas, un desencuadrado aparador y una cama. A esto se accedía a través de una estrecha escalera de madera que también daba sustento al balcón que suspendido sobre las vías, permitía a Eduardo confirmar las señales por medio de banderines.
Había días en que, por lluvia o frío, Eduardo no salía a cazar y la niña, acostumbrada a la rutina, se quedaba junto a la cocina encendida, escuchando atentamente relatos de la vida de Eduardo o cuentos que ella le pedía le leyera. Poco a poco la confianza se fue incrementando entre la pequeña y el hombre. Cada día recurría más a su ayuda cuando tenía problemas en la escuela y él, con una dedicación envidiable le ayudaba a preparar sus exámenes.
El grado de afecto y compenetración llegó a ser tal que, a los trece años, cuando tuviera su primer sangrado menstrual, acudió a su consejo en vez de pedírselo a su madre. Pacientemente y con extrema delicadeza pero sin turbación, él la interiorizó de todo aquello que debería haber hecho su madre, más afectuosa pero menos educada y la ayudó a transitar sin traumas el hecho de convertirse en mujer, con todas las implicancias que sus modificaciones físicas, hormonales y psicológicas le acarrearían, para bien o para mal.
Le explicó en detalle todas y cada una de las funciones biológicas y fisiológicas que en ella se alterarían a partir de ese momento, de las menstruaciones, las ovulaciones y sus periodos de fertilidad, el complicado mecanismo genético que se ponía en marcha y de las nuevas sensaciones sexuales que aquello le haría experimentar. Sumariamente le informó sobre el coito, las eyaculaciones de los hombres con lo que ello significaba y de lo engañoso que el contacto personal con ellos podría resultarle si daba rienda suelta a sus emociones. Finalmente, le dio dinero y le pidió que fuera con su madre a ver a un médico para comprobar si todo estaba correcto.
Poco después, su madre debió admitir que ya no era una niña y a la evidencia de que la superaba largamente en estatura, de que sus formas cada día se desarrollaban más y que su grupa iba tomando proporciones más que generosas lo mismo que sus pechos. A regañadientes le compró su primer corpiño, que ella lució orgullosa ante sus compañeras del colegio llevando la blusa desabrochada hasta un poco más allá de donde las monjas lo permitían.
Con ese mismo orgullo, los mil metros hasta la cabina se le hicieron cortos para anunciarle la nueva a Eduardo, quien realmente la recibió alborozado. Como si fuera la inauguración de algo importante, tomó asiento y muy seriamente le indicó que se sentara, como desde hacía siete años, en sus rodillas. Lentamente, le desabrocho los restantes botones de blusa y muy suavemente, con sus manos enormes pero tersas y delicadas, acarició emocionado, tenuemente, la fina tela del corpiño, provocando en Amalia ciertos cosquilleos en los riñones que jamás había experimentado.
Los dedos palparon la solidez del seno y se deslizaron sobre su piel apenas rozándola, aumentando la desazón confusa que sentía en la boca del estómago. Como tímidos intrusos, se escurrieron debajo de la tela y presionando sobre el tembloroso seno, llegaron hasta la aureola que las uñas rascaron tenuemente sobre la profusa granulación.
La niña tenía los ojos inmensamente dilatados y por su boca abierta y reseca por la emoción, dejaba escapar un casi inaudible gemido entrecortado que brotaba involuntariamente desde sus mismas entrañas. Justamente, a causa de las repetidas enseñanzas de Eduardo sobre el sexo y el comportamiento de hombres y mujeres, no ignoraba lo que su padrastro estaba haciendo con ella pero era tal el amor que tenía por ese hombre que se había convertido en su mentor, reemplazando con creces al padre desaparecido, que no sólo no pretendía negarse sino que en su fuero interno recibía con alborozo sus caricias, alegre porque él fuera el primer hombre en su vida.
Eduardo sacó los dos senos fuera de la copa del corpiño y con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, rodeó el pezón del seno derecho y suave, muy suavemente, comenzó a ejercer presión sobre el pequeño apéndice al tiempo que lo sometía a un lento movimiento de rotación.
Intensas oleadas de calor subían por su cuerpo desde el vientre e indecibles cosquillas corrían a lo largo de su columna vertebral, provocando que una sensación inmensa de un placer nuevo, embriagador y desconocido la fuera envolviendo mientras su boca emitía un ronco gimoteo de angustiosa histeria y, cuando el hombre dejó deslizar la lengua vibrátil sobre el enfebrecido seno, aferró con ambas manos su cabeza para acariciarla mientras la estrechaba contra sus pechos. Los labios rodearon el pezón y succionando con fuerza fueron acompasando su ritmo al de los dedos que ahora estrujaban al otro pecho, ensañándose con cariño en el sobamiento y los chupones hasta que el envaramiento de la niña y la fuerza de sus jadeantes quejidos le hicieron comprender que había alcanzado su primer orgasmo, aun sin saberlo ella misma.
El la estrechó contra su pecho consolándola con ternura, conteniendo los sollozos que ya escapaban libremente de su pecho y cuando ella quedó desmadejada, acurrucada entre sus brazos, cubrió su boca de delicados besos hasta que la niña, hipando, se durmió.
Cuando Amalia despertó, estaba recostada en la cama, totalmente vestida. Solamente sentía en su entrepierna, la presencia de la suave bombacha de algodón empapada de un líquido viscoso que no alcanzaba a distinguir. Con avergonzada confusión levantó la vista y vio a Eduardo que regresaba con tres plumosos despojos y acomodaba la escopeta mientras silbaba alegremente una pegajosa melodía de moda.
Al verla despierta, desplegó una de sus magníficas sonrisas pero sin hacer comentario algunos sobre lo sucedido y Amalia comprendió que de ahora en adelante sería así, tan natural como las menstruaciones y que Eduardo sería en definitiva y felizmente, el hombre que la convertiría en mujer. Aunque todavía tenía pensamientos pueriles, era lo suficientemente adulta como para tener conciencia de la enormidad de esa relación y, a pesar de que él ni siquiera lo mencionó, guardó ese secreto como un preciado tesoro.
Esa noche, excitada por el recuerdo de cada detalle y totalmente lejana a los remordimientos y cuestionamientos que su educación religiosa debería exigirle, le fue difícil de superar y al día siguiente, la mañana en el colegio se le hizo eterna. Con impaciente avidez consumió el almuerzo y urgió a su madre a que le preparara las viandas para su padrastro. Era una tarde fría, destemplada y recorrió casi al trote la distancia hasta la cabina, luchando contra el gélido viento y su propia nerviosa ansiedad.
Cuando subió corriendo los escalones y entró al templado e iluminado cuarto, estaba lívida y de su pecho escapaba el silbido de su agitado aliento. Eduardo se apresuró a cargar la cocina con otra palada de carbón de piedra y, sentándola en la cama, la abrigó con una frazada mientras le pasaba un brazo sobre los hombros, restregándole vigorosamente los brazos y la espalda. Luego de que hubo dejado de temblar, él la besó tenuemente en los labios y le explicó que lo sucedido la tarde anterior no debía inquietarla ni despertarle ansiedades, ya que era sólo el comienzo de un lento proceso de maduración sexual que él se proponía efectuar para protegerla; cuando ella tuviera edad para ejercer libremente su sexualidad, debería hacerlo con un total y cabal conocimiento de lo que su cuerpo le exigiría, de lo que debería esperar de los demás y de cómo cuidarse para no ser usada por los hombres como una cosa descartable.
El iba a ser paciente y ella también. Conforme pasara el tiempo y su cuerpo madurara, la introduciría en el mundo de las sensaciones y emociones, le enseñaría a conocer las respuestas de cada centímetro de su cuerpo y como utilizarlo, el funcionamiento mental y físico de los hombres y cómo dominarlos. La convertiría en una mujer sensual y hábil en el sexo pero independiente y pensante. Sólo debería frenar sus impulsos primarios ante la lentitud del proceso, pero dada su corta edad, era el único medio de acompañar con sabiduría y placer su madurez física y mental.
La aislada cabina estaba caldeada por la intensidad del fuego y sus cristales, esmerilados por la condensación, dejaban deslizar gotas de agua sobre su superficie. Eduardo retiró la frazada de sus hombros y con increíble ternura procedió a despojarla del ajustado saco tejido y, desabotonándole la camisa, dejó al expuesto su torso agitado por la emoción. Con expertos movimientos le quitó el sostén y los estupendos senos de la niña quedaron al descubierto.
Sólidos y duros, no más grandes que dos naranjas, se erguían de una manera casi insolente ante la mirada golosa del hombre. Sus pequeñas aureolas rosadas estaban coronadas por un halo de apretadas y arenosas granulas y en su centro se alzaban provocadores los dos gruesos pezones, de rosado casi marrón.
Con cariñosa amabilidad, Eduardo la recostó en la cama y tras desabrocharle la pollera, la deslizó por sus piernas hasta el suelo. Le quitó los zapatos de suela de goma y las medias tres cuarto. Sólo el mínimo calzoncito de algodón seguía cubriendo la ardorosa piel de la jovencita que, semiparalizada, no sabía qué esperar ni cómo reaccionar.
Con seductora calma, Eduardo le explicó que una de las principales cosas que debía de conocer una persona era su propio cuerpo, saber como reaccionaría cada una de sus partes a ciertos estímulos, cómo dominarlos y disfrutarlos. El cuerpo humano, especialmente el de la mujer, poseía ciertas zonas altamente sensibles que por desconocimiento no proporcionaban a su poseedora los suficientes beneficios del placer y el goce. Toda mujer tenía la obligación de conocer profundamente esos resortes ocultos y la forma de gatillarlos, no sólo para dar placer, sino para estar más satisfecha con sus sensaciones.
Mientras hablaba, había ido acomodando el cuerpo dócil de Amalia a lo largo de la cama y él, arrodillado a su lado, comenzó a deslizar por su piel la suavidad de la yema de los dedos. El contacto era superficial, casi inexistente. Como si un invisible grano de arena separara las superficies estableciendo una micrométrica corriente de electricidad estática que provocaba pequeños cortocircuitos allí por donde pasaba, chispazos que se manifestaban en indecibles escalofríos y cosquilleos en sus riñones, a lo largo de la espina dorsal, en sus pezones y en una región indescifrable del vientre aleteaban minúsculas aves que huían espantadas.
Los dedos recorrían cada centímetro de su cuerpo, adentrándose en las oquedades, rendijas y hendeduras que la creciente contundencia de sus formas provocaba. Zonas donde ella ni imaginaba tener tal sensibilidad respondían ahora positivamente a los estímulos del hombre; su cuerpo despertaba en las axilas que reaccionaban erizando el naciente vello que se electrificaba a su paso; en el pequeño surco que nacía entre sus pechos y abría la meseta de su abdomen conduciendo al generoso ombligo; en la suave piel del dorso de sus rodillas y estas mismas en toda su extensión y, finalmente, en los pies, donde los intersticios entre los dedos se convertían en canales de placer y el leve roce de las uñas en las plantas, más el suave contacto en los tobillos la llevaban a escalofriantes e incontenibles convulsiones.
El hombre continuó durante largo rato con el enloquecedor tormento, hasta que comprendió por el progresivo envaramiento de su cuerpo que Amalia, totalmente obnubilada por el goce y emitiendo agónicos ronquidos, estaba próxima a la eyaculación. Concentró entonces sus caricias en los senos y, como el día anterior, su boca se dedicó a lamer, chupar y mordisquear los pechos mientras que sus manos estrujaban fuertemente las carnes conmovidas y los dedos se dedicaron con creciente rudeza a retorcer prietamente los pezones.
Amalia, en medio de estentóreas exclamaciones de placer en las que se mezclaban el llanto y la risa y sólo apoyada en sus hombros, fue elevando involuntariamente la pelvis, meneándola espasmódicamente en un instintivo coito hasta que la explosión del orgasmo la obligó a derrumbarse, jadeante y ahogada por la saliva que inundaba su boca.
Eduardo sabía como administrar sabiamente las ansiedades y necesidades de la niña que cada vez eran más profundas e incrementando su deseo, las espació y utilizó como recurso de extorsión para su rendimiento en el colegio. Mediante esta treta, no sólo consiguió que la jovencita se dedicara con más ahínco al estudio sino también que descollara en ciertas materias ante la mera promesa del sexo como recompensa. El hombre trataba de espaciar esas relaciones lo más posible, provocando en la niña un constante estado de angustia esperando la concreción de esos encuentros que ya se le habían hecho imprescindibles. Durante semanas, Eduardo se limitó a someter a la jovencita al solo contacto de sus manos y boca, descubriendo juntos que con esa abstinencia forzosa los espacios más recónditos escondían niveles insólitos de aguda sensibilidad, aun para él; Amalia había resultado ser una caja de sorpresas y gozaba de las caricias más insospechadas, aceptando con total disposición cuanto él le propusiera.

Tras casi dos meses de esa desesperante práctica, él guió las manos de la niña para que ella misma fuera descubriendo los escondidos mecanismos del sexo. Con una predisposición asombrosa y con la misma dedicación que para el estudio, las manos de Amalia aparecían dotadas de alguna virtud especial para detectar zonas de goce que exaltaban su libido. Deteniéndose morosamente en aquellas que le provocaban un placer especial, sólo recurría a la ayuda de la boca de Eduardo, reclamándola de viva voz cuando presentía que el orgasmo estaba a punto de concretarse y el mero estrujamiento de sus dedos a los pechos no bastaba para obtenerlo.
Sólo a los seis meses, él le permitió quitarse la bombacha y, tras hacerla sentar en la cama con las piernas abiertas, a través de un espejo, vio su sexo por primera vez. El apartó cuidadosamente la espesa mata del ahora abundante y ensortijado vello púbico y con los dedos separó los labios apenas insinuados de la rendija que era su vulva mientras casi como un profesor, le indicaba a la niña su disposición y función.
Fascinada por esa imagen frontal del sexo que siempre había visto parcial y soslayadamente desde arriba, contempló los labios mayores que, duros y oscuros, dejaban lugar a un segundo labio de pliegues más delicados, rosados y como festoneados. Dilatándolos con los dedos como si fueran aletas, le dejó ver su interior ovalado, húmedo y de un extraño tono nacarado, casi como el interior de una madreperla, lo que le provocó una risita divertida al compararlo inconscientemente con el nombre vulgar con que se designa al sexo. En la parte superior de ese óvalo mágico, se destacaba un puñado de piel rugosa, un rugoso capuchón que como un pequeño tubo presidía la entrada.
El le explicó que ese era el clítoris, el órgano sexual más importante de la mujer y que concentraba en sí la más alta fuente de sensibilidad que se pudiera desear; debidamente excitado y dependiendo de la mujer, alcanzaba hasta la dimensión de un dedo pequeño, un minúsculo y verdadero pene femenino, cuyo glande asomaba con la erección. En el centro perlado, se divisaba el pequeño agujero de la uretra por la cual se elimina la orina y debajo, se veía una apertura de no más de dos centímetros, rodeada por una serie de carnosos y delicados pliegues como unas pequeñas crestas de gallo que era, la vagina, un conducto anillado y rugoso lleno de cálidas y espesas mucosas por donde se deslizaría alguna vez, un miembro masculino.
Quitándole el espejo y haciéndola acostar, le pidió que se excitara a sí misma dejando volar a su fantasía con lo que acababa de ver, poniendo el acento en acariciar el sexo, especialmente el clítoris y la entrada a la vagina, pero sin penetrar en ella. Trémula por la emoción, la niña deslizó las manos por su cuerpo, encendiéndose rápidamente pero esta vez sus dedos tenían un objetivo nuevo al que deseaban llegar. Pronto estaban jugueteando con las guedejas húmedas del crespo vello y, apartándolo con prudencia, rozaron tímidamente el labio exterior que al contacto, se dilató complaciente. El dedo mayor, medroso, penetró entre los pliegues mojados para encontrarse con una superficie tersa sobre la que se destacaba aquella suave carnosidad y que al sólo contacto de su yema, transmitió una orden imperiosa al cerebro. Supo que aquella era la fuente del placer desconocida que había deseado encontrar durante aquellos meses y entonces, otros dedos acudieron en auxilio del explorador e instintivamente, comenzaron a estregar, rascar y apretar las carnes.
En tanto lo hacía y a su influjo, sentía como miríadas de pequeños demonios de lava hirviente, se deslizaban y retorcían entre los intersticios de los músculos, tirando de ellos hacia su vientre invadido por una inconmensurable cantidad de mariposas que dilataban sus entrañas. Ante lo insoportable de la tensión, mientras torturaba sus labios con los dientes, su otra mano se aferró a un seno y clavando en él las uñas, flageló las encendidas aureolas y el pezón retorciéndolo y rascándolo sañudamente hasta que sintió que todo su interior se sumergía en un caliginoso éxtasis como nunca había experimentado jamás. Intensas oleadas de un calor húmedo corrían por su cuerpo para derramarse a través del sexo en una convulsiva explosión que la obligaba a revolcarse mientras un líquido alivio escurría entre los dedos. Con la vista nublada por una cortina rojiza y en medio de incoherentes exclamaciones de satisfacción, se hundió en una profunda somnolencia.
A partir de ese momento, las noches se le hacían terribles; imposibilitada de conciliar el sueño y con una húmeda sensación de escozor que se alojaba entre las piernas torturándola hasta que, inexorablemente, sus dedos recorrían furiosamente la vulva y estregando al clítoris, encontraba finalmente la paz.
Ese primer año transcurrió rápidamente en medio de una nebulosa de nuevas sensaciones y la excitación que le procuraba el desafío de las materias más difíciles en el colegio, ante la promesa de nuevas experiencias físicas. Durante un tiempo y con cierto remordimiento, cuestionó el hecho de que fuera el marido de su madre quien la estuviera convirtiendo en mujer pero luego desechó esa culpa suponiendo que él no le era infiel a aquella si tenía en cuenta que jamás se había desnudado delante de ella ni intentado otro contacto físico que el manual. Por otro lado, las paredes eran la suficientemente delgadas como para permitirle escuchar los placenteros gemidos de la madre y su cara satisfecha en las mañanas le aseguraba cuanto se esmeraba Eduardo en mantenerla contenta.
Ese verano fue, sin lugar a dudas, muy especial. La figura de Amalia se había ido estilizando, cobrando formas más adultas y, paradójicamente, su cuerpo había cobrado una consistencia, una morbidez y una fortaleza tales, que muchos hombres del pueblo observaban lujuriosamente asombrados cómo se había desarrollado la mocosa. Claro que el motivo de esa afirmación de sus carnes no era precisamente debido a los esfuerzos de la madre naturaleza.
Ya desde los primeros calores y cuando Eduardo salía a cazar, Amalia aprovechaba la extrema soledad del paraje y se acostaba a tomar sol en el balcón absolutamente desnuda ofreciendo, si hubiera un circunstancial observador, un espectáculo desasosegante; Su largo y ondulado cabello castaño claro, caía sobre la espalda como una cascada de luz y el nuevo dorado de su piel aumentaba la profundidad acuosa de los grandes ojos verdes. Los pechos, lejos ya de las pequeñas naranjas, habían adquirido más del doble de tamaño y colgaban muy juntos, mórbidos y sólidos, con una fuerte comba que les proporcionaba el peso. Casi verticales, erguidos y desafiantes, sus gruesos pezones que lucían dilatadas hendeduras mamarias, extrañas para una mujer virgen, coronaban las ahora dilatadas aureolas rosadas. Su vientre musculoso pero un tanto prominente, todavía con esa curvatura propia de los niños, destacaba en el vértice de las piernas el abultado Monte de Venus que, a través del vello recortado por la joven dejaba entrever la vulva.

Cierta tarde agobiantemente calurosa y luego de haberse quedado rápidamente sin cartuchos, Eduardo regresó antes de lo previsto. El verla dormitando tendida al sol pareció obnubilar su entendimiento y arrastrándola de un brazo la hizo penetrar en la cabina arrojándola sobre la cama. Comenzó a besarla con desesperación pero esta vez los besos no tenían la suave ternura de siempre. Los labios, resecos y duros por el calor, se apoderaron de los gordezuelos de la joven y la lengua imperiosa penetró por primera vez la boca en busca de la suya.
Tal vez el sol la hubiera excitado o simplemente estaba esperando esa reacción de su padrastro, porque su boca se abrió golosamente y la lengua buscó atrevidamente la de él para enfrentarla en dura batalla. Alientos y salivas se mezclaron en un explosivo cóctel de desenfrenada angustia y la niña, resollando por la nariz y gimiendo entrecortadamente, se colgó de su cuello acentuando la presión que los unía.
Las grandes manos del hombre que parecía haber perdido el control y prudencia que lo caracterizaba, se clavaron en la tierna carne de los pechos con una intensidad tal que la joven prorrumpió en lamentos doloridos. Los dedos engarfiados sobaban tenazmente los estremecidos músculos del busto y muy pronto las marcas de los hematomas se destacaron sobre la piel bronceada.
Profundamente conmovida, Amalia se estrechaba contra el cuerpo masculino, susurrándole incoherentes palabras de amor al oído que se transformaron en soeces cuando él presionó, retorciendo con dureza los hinchados pezones al tiempo que clavaba en ellos las afiladas uñas. La chiquilina se retorcía de dolor y goce sintiendo la presión de los labios en el cuello camino hacia los senos. La boca se apropió alocadamente de ellos y como un aluvión los labios se deslizaron succionantes sobre la torturada piel, provocando pequeñas marcas rojizas. Los dientes se sumaron a esa tarea torturante llenando de infinitas medias lunas la piel ya rojiza por la fricción y sin piedad alguna, se clavaron en los pezones hasta que los gritos estridentes de Amalia lo hicieron reaccionar.
El vientre la chica se agitaba convulso y sus ijares se contraían y dilataban como los de un animal acosado. La transpiración cubría totalmente su epidermis y los huecos y hendeduras que marcaban su musculatura estaban repletos de líquidos que luego escurrirían en delgados arroyuelos. La boca de Eduardo se entretuvo degustando con fruición ese fragante fluido, enseñoreándose del profundo surco que llevaba al ombligo y sorbiendo hasta la última gota de cuanto resquicio u oquedad le ofrecían.
Luego y como medrosa, la lengua se escurrió sobre la sedosa alfombra oscura que apenas cubría el pubis y, casi resistiéndose a cumplir el cometido que Amalia esperaba, se deslizó hacia las profundas canaletas de las ingles, saturadas ya del salobre líquido que fluía hacia el sexo. Allí se entretuvo succionando la tersa piel de los muslos interiores, dejando en ese derrotero cárdenos círculos que fueron coronando al sexo desde donde una salvaje oleada de fuego se fue extendiendo por todo el cuerpo de la niña y cuando llegó a la nuca, estalló en una indescriptible sensación de éxtasis.
Con los músculos y venas del cuello a punto de estallar por la tensión, la jovencita clavaba la cabeza sobre el colchón, sacudiéndola de lado a lado mientras de su boca escapaban delgados hilos de saliva y entre los dientes apretados surgían broncos y fieros gemidos de ansiedad. Los brazos extendidos a lo largo del cuerpo se hundían en las sábanas y las manos engarfiadas rasguñaban la basta tela. Lenta e involuntariamente, su cuerpo fue tensándose como un arco y las caderas se elevaron convulsas siguiendo el leve compás que el hombre había impreso a su boca y las piernas, apoyadas firmemente en los pies, aleteaban espasmódicamente como una mariposa gigante.
Viendo la histérica respuesta de su hijastra, Eduardo decidió terminar con la espera y abriendo con sus dedos índice y mayor los labios de la vulva, ya de color morado con distintos matices de gris en los bordes, dejó al descubierto la carne palpitante del interior y la lengua se deslizó sobre esa casi vítrea superficie sorbiendo los jugos corporales del sexo. Luego y casi como un picaflor, la aguda punta de la lengua tremoló juguetona sobre la carnosa sensibilidad de clítoris y para Amalia, fue como si una intensa corriente eléctrica la recorriera de punta a punta.
Exhaló un agudo grito y sus manos se abalanzaron sobre la cabeza del hombre, presionándola apretadamente contra el sexo. Los labios de él encerraron a los ardientes pliegues y en colaboración con la lengua los fueron macerando lentamente en un frenético succionar, lamber, morder y arrastrar hacia fuera que sacó totalmente de quicio a la muchacha quien, habiendo bajado las caderas, sacudía descontroladamente las piernas al tiempo que casi rugiendo le exigía que no dejara de hacerla gozar hasta llevarla al orgasmo.
La boca abandonó por un momento la estremecida carne y rodeó la tierna excrecencia que circundaba el agujero vaginal ya dilatado e introduciendo la lengua empalada en él, vibrando sobre la irregular superficie interior sorbió los mucilaginosos fluidos del interior. Despaciosamente ascendió hacia el conmovido clítoris y entonces, su poderoso dedo mayor, muy suavemente, se introdujo por el canal vaginal haciendo estremecer como una hoja a la atribulada joven al sentir como se rasgaba dolorosamente la leve resistencia del himen. Los músculos interiores parecieron querer ofrecer una vana resistencia, dilatándose y contrayéndose, envolviendo al intruso que provocaba en la joven inenarrables sensaciones inéditas de placer.
El largo dedo llegaba casi hasta el fondo de la vagina y desde allí regresaba rascando, hurgando en el tórrido canal a la búsqueda de ese sitio, de ese punto tan especial que gatilla el verdadero goce en las mujeres. Finalmente, pareció ubicarlo en la cara anterior, casi a la entrada a la vagina y allí sí, en compañía del índice se enfrascó en un demencial vaivén que enloqueció a la joven y ahora ya no eran no diminutos ni sutiles demonios los que rasgaban sus carnes sino una voraz jauría de famélicos lobos que hincaban el filo de sus colmillos arrastrando dolorosamente sus músculos hacia el sexo.
La enajenación la liberó y empeñada sólo en obtener el orgasmo, dejó escapar salvajes gritos de placer y mientras él seguía masturbándola con dedos y boca, sintió como una marea de líquidos la inundaba y se derramaba escurriendo por el sexo empapando los dedos del hombre y murmurando incomprensibles palabras de satisfacción y agradecimiento, se fue hundiendo en una dulce modorra con una gran sensación de vacío en sus entrañas.
Esa noche y a través de la delgada pared que separaba los cuartos, tuvo la evidencia de la descarga sexual de Eduardo en su madre, la que gratamente sorprendida por la infrecuentemente violenta voracidad de su marido, no escatimó esfuerzos físicos ni gritos indiscretamente procaces para compensarlo por tanto placer. Fue tal el grado de vehemencia sexual que ejerció sobre ella que Amalia se excitó y, dando libertad absoluta a sus manos, estas se hundieron casi obsesivamente en su sexo, los dedos penetrando profundamente en la vagina a la búsqueda de aquella leve callosidad que descubriera su padrastro. Hallándola, la maceró concienzudamente y esta vez no se contuvo al llegar al orgasmo, dando rienda suelta a su garganta al comprobar que sus broncos bramidos de satisfacción serían cubiertos por los alaridos de su madre.
Ese fue un tiempo especialmente inolvidable para ella, ya que Eduardo había asumido muy en serio su auto impuesto papel de mentor intelectual. Tomando provecho de la incontinencia sexual que había despertado en ella y, para hacerla beneficiaria de sus cada vez más intensas relaciones, le exigía el estudio de aquellas materias en la que estaba más floja mientras tomaba sus solitarios baños de sol. El fastidio que le producía a la niña el estudiar en soledad, era compensado al regreso de Eduardo por el excelso trabajo de sus manos y boca aunque él aun no había insinuado su profundización en el acto que ella esperaba ni siquiera intentado desvestirse.
Entre todas las posiciones en que él la hacía disfrutar, su favorita era aquella en que él la tomaba en su regazo y acunándola como a una bebita, la besaba largamente mientras acariciaba sus senos y, en tanto la boca se solazaba en los pezones, su mano se deslizaba por las ahora largas y torneadas piernas acariciándolas desde las rodillas hasta las nalgas y luego, con una lentitud que ella la enloquecía, se entretenía estregando su clítoris.
Cuando percibía que ya la niña no daba más, introducía sus dedos en la vagina que, acostumbrada a la intrusión, se dilataba mansamente dando cómoda cabida hasta a tres de ellos que exploraban su interior, arrastrando en su moroso vaivén las espesas mucosas que el deseo acumulaba. La satisfactoria culminación se daba cuando él, respondiendo a su reclamo angustioso porque la hiciera acabar, retiraba los dedos del interior y, lubricado por sus jugos, el enorme dedo mayor se introducía entre los apretados esfínteres del ano, que se dilataban oferentes y hospitalarios a la mínima presión.
Aunque lacerante al principio, el dedo introducido en el recto y hábilmente movido, la llevaban a un placer que ni siquiera había concebido en su mente calenturienta; en tanto que el mayor entraba y salía del ano, el pulgar hacía lo mismo en la vagina y el movimiento pendular de esa tenaza hacía que sus torrentes internos afluyeran caudalosos mientras la boca del hombre en la suya parecía terminar de absorber todas sus energías.
Con los años, Eduardo había ido elaborando minuciosamente su plan de formación integral de la niña para convertirla en una espectacular meretriz de lujo que, en una gran ciudad le permitiría vivir como un dandy y, a pesar del placer que encontraba en someterla, no dejaba que aquel lo apartara un ápice de su intención, dando prioridad a su formación intelectual. Con estricta severidad, había reducido las sesiones sexuales a sólo dos por semana y las restantes estaban dedicadas al estudio. Sin embargo, sus grandes manos de alfarero parecían poseer alguna cualidad artística, ya que gracias a su acción sobre las carnes de la muchacha estas habían adquirido una solidez incomparable y tanto sus pechos como sus nalgas prominentes tenían una consistencia y contundencia que llamaba la atención.
A los catorce años, Amalia no era una niña ni aparentaba serlo y su inteligencia le hacía comprender cabalmente cuanto de aberrante, inmoral y prohibido había en aquella relación pero también era consciente del delicioso mundo de placer al que la llevaba Eduardo. Por otra parte, su padrastro nunca había demostrado intenciones de poseerla por la fuerza ni de obligarla a hacer nada en lo que no estuviera de acuerdo y, en última instancia, su madre era una beneficiaria indirecta de aquello, ya que Eduardo parecía descargar en ella todo aquello que aun le estuviera vedado con Amalia.
Para satisfacerlo, ella trataba desesperadamente de poner su mejor empeño y energías en el estudio y por momentos lo conseguía, razón por la cual se distinguía en ciertas materias. También el remordimiento había vuelto a su cabeza y todos los días se prometía que sería el último en que accedería ser suya y todos los días sus propósitos de enmienda se convertían en algo inconsistente cuando debía de emprender el camino cotidiano que la conduciría a la presencia inquietante del hombre. Allí, sus defensas flaqueaban y con sólo ascender los escalones que la llevaban a la cabina, un escuadrón de mariposas aleteantes se instalaba en su vientre y un pegajoso calor húmedo empapaba su sexo. Aunque él la obligara a estudiar, ese desasosiego la acompañaba toda la jornada.
Todos los martes y viernes, cuando él la sometía a sus caricias con una prolijidad matemática, ella creía tocar el cielo con las manos y era tal el goce que encontraba en sus manos y boca que se sentía tan maleable como una masa de cera derretida. Cuando al final de los múltiples orgasmos que alcanzaba y estremecida por los sollozos de felicidad en que la sumían se acurrucaba entre sus brazos como una gatita mimosa ronroneante de satisfacción, sentía que todos los preceptos religiosos y morales y los convencionalismos sociales se convertían en algo prescindible, lejano y ajeno.
Estas circunstancias la obligaban a vivir una doble vida; la aparente y la íntima, lo que la forzaba a un ejercicio de voluntad extraordinario en una muchacha de su edad. A los ojos de su madre era la hija hermosa, solitaria y estudiosa que ella pretendía; ante sus compañeras era una “rara avis” que, más estudiosa que el común y sin darse a relaciones amistosas, de alguna manera misteriosa y secreta parecía conocer casi todo sobre las relaciones sexuales. Ante el pueblo todo era la más deseable de las mujeres a pesar de su corta edad pero de la que se murmuraban cosas extrañas y se cuestionaba su sexualidad a causa de su sistemático rechazo a los numerosos pretendientes de las más diversas edades y condición social. Ella hacía caso omiso a esas habladurías mediante el alto concepto que su aplicación al estudio le valía ante las Hermanas y su conducta, lejana y extraña pero intachable, terminó por crear un reconocimiento culposo en aquellos que sólo alimentaban el ocio pueblerino con su maledicencia.
Desde el primer día en que había ido a la cabina años atrás, el pequeño balcón que colgaba sobre las vías había ejercido sobre ella una fascinación inexplicable. A veces se quedaba con su padrastro hasta la hora en que pasaba el último tren, asiéndose con manos temblorosas al barandal cuando Eduardo, sacando medio cuerpo al vacío, agitaba enloquecidamente la banderilla verde. Contagiándose de esa especie de alucinación y cuando la locomotora, tocando pito y envolviéndolos en sus espesas nubes de humo pasaba raudamente agitando sus polleras y enmarañando sus cabellos por la intensidad del viento, sentía como la adrenalina golpeaba en sus sienes y gritando como una posesa, descargaba las tensiones acumuladas.
Así, la cabina fue convirtiéndose en el lugar más importante de su vida, allí donde pasaba la mayor parte de su tiempo y donde había descubierto el sexo y el amor, porque ella estaba profundamente enamorada de Eduardo. En la agonía del verano, este consideró que ya estaban agotadas las posibilidades del sexo que mantenía con Amalia y que esta ya estaba más que lista y predispuesta para profundizar las relaciones.
Cierta tarde, esta encontró a su padrastro sentado en la cama con el torso desnudo y la parte inferior de su cuerpo envuelta en una toalla. Como era costumbre, la jovencita se aproximó a él y, tras besarlo profundamente en la boca, se deshizo rápidamente de su ropa, ya que sólo llevaba una falda ligera y una delgada blusa, prescindiendo de toda ropa interior como siempre que iba a su encuentro.
Pidiéndole que se arrodillara frente a él, Eduardo le indicó que le quitara la toalla. La muchacha deshizo el nudo que la sujetaba y apartó la tela. Ante sus ojos fascinados y golosamente impacientes, apareció el sexo aun fláccido pero que por su tamaño la impresionó. El tomó con ternura su mano derecha y la llevó al miembro. Tocándolo tímidamente, Amalia sintió en la yema de sus dedos la vibrante energía del pene y temblando, casi con temor, deslizó los dedos a lo largo de ese pedazo de carne que cómo una rosada morcilla emergía de la espesa mata de pelo enrulado. El fue guiándola, haciendo que envolviera entre ellos la suave carnosidad que a su contacto iba cobrando volumen.
Casi instintivamente, ella cerró sus dedos y comenzó con un lento vaivén que lo hizo ganar en rigidez y longitud, mientras el glande iba emergiendo del refugio que le daba el prepucio. Eduardo le pidió dulcemente que besara el miembro y cuando, con un poco de repulsión lo hizo, encontró con sorpresa que no solo le agradaba hacerlo sino que la excitaba. Sus labios húmedos se abrieron rodeando al tronco y la lengua tremolante se deslizó por él, degustando los acres sabores del falo que ahora, en su total dimensión, la atemorizaba.
Con urgencia y sin que mediara indicación alguna, quizás de un modo atávico, la boca se deslizó a todo lo largo del pene colosal, chupando y lamiéndolo con angustiosas ansias, mientras su mano lo apretaba sañudamente. Fue entonces que Eduardo guió su boca para que se posesionara del ahora recogido prepucio y la lengua penetró ávidamente el surco sensible debajo del glande, llenándolo de su saliva. Como con renuencia lo abandonó y en golosa angurria los labios se abrieron para envolver la ovalada y enrojecida cabeza. Sorbiendo con avariciosa aprensión, la fue introduciendo en la boca e inexplicablemente sus mandíbulas que se habían dilatado desmesuradas permitieron alojar cómodamente al falo en toda su magnifica inmensidad. La boca toda parecía haberse puesto a disposición del miembro y todos sus tejidos, papilas y saliva experimentaban el placer de sorber, succionar y lamer esa gruesa barra de carne que la transportaba hacia un goce desconocido.
Paralelamente, sentía como en su propio sexo los oscuros demonios de la pasión y el deseo encharcándose en los espesos jugos de sus entrañas jugaban sus rondas crueles. Cediendo a la presión de las manos de Eduardo a su cabeza, profundizó la penetración del miembro con lentitud hasta sentir que la cabeza en el fondo de la garganta la acercaba a la arcada y, con los dientes lacerando la piel, inició un suave vaivén mientras la mano masturbaba al tronco retorciéndolo apretadamente.
Eduardo prorrumpió en roncos bramidos de satisfacción y en tanto apretaba la cabeza de la niña incrementando la penetración, comenzó a eyacular. Amalia sintió la espesa melaza caliente del semen golpeando contra el paladar y la lengua, derramándose hacia su garganta y le gustó ese extraño sabor entre dulce y almendrado. Abrió la boca para respirar y, como si lo hubiera hecho para tomar impulso, profundamente exaltada, succionó profundamente la verga hasta que de ella hubo salido la última gota de esperma. Con la cabeza apoyada en la peluda entrepierna del hombre, cerró los ojos desmayadamente y todavía conmovida, sintió como de su sexo dilatado por la excitación fluían los jugos que su vagina expulsaba en medio de convulsivas contracciones.
Esa noche en la soledad de su cama lloró. Lloró de felicidad, rabia e impotencia; felicidad porque al fin lograra aquello que había ansiado durante estos dos años y de rabia impotente, porque era su madre, una mujer casi cincuentona sin atractivo alguno, la que se beneficiaba gozando con lo que ella generaba en el hombre. Comprendió que debía redoblar sus esfuerzos en el estudio y conformar las duras exigencias de Eduardo si quería que este la recompensara, elevándola a los mismos niveles de placer total que a su madre.
Excitada por los gritos y el fuerte traqueteo de la cama contra la pared pero aun sollozando, dejó que sus manos recorrieran las carnes calenturientas, sintiendo como volcánicas erupciones de deseo estallaban a su paso. Hundiéndola en la entrepierna, introdujo tres dedos en la vagina, masturbándose tenazmente mientras en su boca repetía el sabor inefable del semen y, tras un orgasmo largo y placentero, se relajó.
Aquella iniciación pareció haberla liberado, dándole mayor seguridad y serenidad. Súbitamente sociable, como si hubiera superado un escollo que la obstaculizaba, se unió a las conversaciones de sus compañeras que formaban corrillos en los recreos y allí descubrió con sorpresa la vaguedad del conocimiento que las demás chicas tenían sobre el sexo y hasta de su propio cuerpo, a pesar de que en su mayoría decían haber tenido algunas escaramuzas superficiales con muchachos. Con cuidadosa prudencia intentó corregirlas de algunos de sus errores pero ante la curiosa suspicacia de algunas sobre su experiencia, dejó deslizar que sólo estaba repitiendo lo que le había confiado su prima de la ciudad que ya había tenido relaciones y lo que había comprobado personalmente espiando a sus padres y experimentándolas en ella misma.
Pronto obtuvo un rango de popularidad insospechado y hasta chicas mayores de cursos superiores, acudían a ella en busca de información. Amalia no desaprovechó el momento de fama y lo capitalizó, canjeando sus conocimientos por ayuda en materias en las que no rendía lo suficiente, elevando sus notas e incrementando su consideración entre las religiosas. También su madre estaba contenta con su rendimiento, considerándolo una justa recompensa a la dedicación cotidiana que Eduardo ponía desde hacia años en la educación de su hija.

Desde aquella tarde en que Eduardo la había iniciado en la felación, Amalia había desarrollado una especie de fijación alienada por el órgano sexual de su padrastro. Casi de manera servil, le suplicaba diariamente que rompiera con esa disciplina casi militar de martes y viernes, permitiéndole gozar libremente del sexo. Pero Eduardo era inflexible; el estudio era prioritario y el sexo se disfrutaba más cuando no se hacía de él una rutina que terminaba hastiando y quitándole placer a la relación.
Con infinita paciencia la fue introduciendo en el conocimiento de los secretos puntos de excitación del hombre, enseñándole el distinto uso de labios, lengua y dientes en cada una de esas regiones y la mejor forma de estimularlas con el sólo uso de uñas y dedos. Los martes, practicaba el sexo oral en ella instruyéndola en como disfrutar y obtener mayor placer, controlando los orgasmos para demorar su concreción hasta el límite de lo intolerable. Los viernes, eran los días angustiosamente anhelados por la niña que, devenida en primigenia hembra salvajemente hambrienta de sexo, la hacían profundizar las delicias de la verga prolongando el momento de la eyaculación, lo suficiente como para enloquecerla por la ávida gula con que ella esperaba recibir en su boca la cremosa carga de esperma que deglutía lentamente con glotona fruición mientras sollozaba de agradecimiento y sentía que de su propio sexo rezumaban las húmedas mucosas del orgasmo.
Tras un mes de esa practica que nublaba el sentido de la muchacha, él la introdujo en el sexo oral mutuo y simultáneo. Mientras acostada debajo o sobre él, lo masturbaba o succionaba con esmero desde la apertura del ano hasta la sensitiva tersura del glande, sentía como Eduardo trajinaba sobre el Monte de Venus que él personalmente había recortado y depilado minuciosamente aumentando su sensibilidad. Labios y lengua parecían dotados de una extraña cualidad de succión, estregando virtuosamente cada una de las partes más sensibles de la vulva, posesionándose con avariciosa fortaleza de la boca de su vagina y dejando que los dedos ahondaran laboriosamente en las profundidades anilladas del canal. Amalia aprovechaba las enseñanzas del hombre, haciéndose receptora sensitiva de las respuestas de sus cuerpos, retardando o apresurando los orgasmos para coincidir con las abundantes eyaculaciones de él, recibiéndolas con una mezcla confusa de risas y sollozos. Esa nueva etapa la había sumido en un estado de embeleso en que nada parecía interesarle más que el sexo y diariamente abrumaba al hombre con sus desesperados pedidos porque la hiciera definitivamente suya penetrándola, pero él estaba empeñado en señalarle que aun no era tiempo y que el día en que estuviera lista, debería constituirse en un acontecimiento que recordaría durante toda su vida.
En la primera quincena de junio, Amalia cumplió quince años y su madre organizó orgullosamente la fiesta esperada por todos en el salón de actos del colegio. Núbil pero con la generosidad de su cuerpo excediendo la capacidad del vestido blanco y con más aspecto de novia que de quinceañera, abrió el baile justamente con quien ella deseaba hacerlo, luciendo una imagen tan radiantemente feliz que sorprendió a todos por la gentileza de su porte. La euforia que le produjo ser llevada en brazos de su amado en aquel vals inicial, hizo que, agradecida, no cesara de conceder piezas a todo aquel que la solicitara como si viviera en un trance.
Pero al otro día, la vida volvió a su cauce y Eduardo a la cabina. De igual forma, Amalia le llevó la vianda como todos los días y él estaba esperándola con el regalo que había preparado con esmero durante dos años para que ella lo recibiera en su día más dichoso. Cuando ella llegó, el interior de la cabina estaba caldeado por la intensidad del fortísimo fuego que alimentaba la cocina y totalmente desnudo aunque fuera domingo, Eduardo la desvistió sin prisa, depositándola suavemente en la cama.
Después de una agotadora sesión de besos profundos y abrazos tenaces, él se deslizó por su cuerpo abrevando con tesón en cada de las hendeduras y promontorios de su magnífica anatomía enardeciendo a la adolescente que, absolutamente conmovida y transportada por la pasión, se retorcía ardorosamente sobre las rústicas sábanas. Círculos cárdenos y oscuros hematomas iban apareciendo allí donde manos y boca se posesionaban sañudamente de las carnes, sobadas y estrujadas dolorosamente.
Amalia había abierto desmesuradamente las piernas, sosteniéndolas con sus manos asidas a los muslos y su sexo palpitante se abría oferente a los ojos del hombre, quien no trepidó en hundir su boca en él lamiendo, succionando y mordiendo los delicados pliegues hasta que la chica, llorando histéricamente de placer le suplicó con indecentes palabras que la poseyera.
El se apoderó de las piernas y encogiéndolas hasta sus hombros, le pidió que las mantuviera así con sus manos. Luego y manteniéndose arrodillado, tomando el pene con su mano comenzó a estregarlo suavemente a lo largo del sexo, humedeciéndolo con los jugos que brotaban de la vagina hasta que la vulva dilatada como una roja flor dio lugar para que introdujera la punta de la verga en la oscura cueva.
Milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el grueso miembro fue penetrando lentamente por el canal vaginal. Con los ojos dilatados y la boca abierta en un grito mudo, ella sentía como sus carnes se abrían dolorosamente y esa enorme verga iba destrozando y desgarrando sus entrañas pero el intenso dolor era superado por la inconmensurable sensación de ser poseída por quien ella ansiaba y el placer que invadía cada fibra de su cuerpo encendiendo fuegos incontrolables en su vientre, senos y ano deslumbrándola con una miríada de luces multicolores que estallaban en su cabeza.
El monstruoso príapo había alcanzado todo su esplendor y penetrando hasta el mismo cuello uterino, golpeaba suavemente en las mucosas del fondo vaginal. Ante la celebración alegre de su dolor, el hombre fue retirándolo de la misma manera, lenta y suavemente hasta sacarlo por completo. La chiquilina hipaba ruidosamente y entonces él, tras esperar que la dilatación vaginal volviera a contraerse, repitió la operación una y otra y otra vez y cada una era como la primera, tan dolorosa y placentera.
Amalia se agitaba convulsionada y con un movimiento instintivo de las caderas empujaba la pelvis, propiciando la penetración y solazándose con ella. Finalmente, él la dio vuelta para hacerla arrodillar mostrando la poderosa grupa alzada y con un pie en el suelo y otro apoyado sobre la cama, se dio impulso en vigoroso empellón, penetrándola desde atrás. La muchachita sentía como sus músculos internos se abrían complacientes ante esa poderosa barra de carne que entraba como un ariete, destrozando cuanto encontraba a su paso y golpeando dolorosamente su matriz.
El sufrimiento precedía al placer y mientras una saliva espesa llenaba su boca y el corazón golpeaba como un tambor, dejó escapar incontenibles ronquidos de satisfacción dejando que sus manos se deslizaran autónomamente hacia su sexo ensañándose en el restregar al clítoris. Todos los demonios escondidos en su cuerpo despertaron simultáneamente y junto a aquellos voraces lobos de afilados colmillos fueron desgarrando cada uno de sus músculos, separándolos de la osamenta para arrastrarlos al volcán de sus entrañas. Un cosquilleo inaguantable despertó en sus riñones y agigantándose, se proyectó a lo largo de la columna hasta estallar en su nuca.
Eduardo, que estaba tan fuera de control como ella, retiró súbitamente la verga de su vagina y así, lubricado por sus abundantes fluidos internos, apoyó el glande contra el ano y para su sorpresa, los esfínteres cedieron, blandamente dilatados. El sólido miembro penetró en el recto sin el dolor que hubiese esperado y cuando estuvo metido en su totalidad dentro de ella, tomándola por las caderas, él imprimió a su cuerpo un balanceo infernal que refrenó luego de unos momentos. Retirándolo y observando como el negro agujero distendido dejaba entrever el interior rosado de la tripa, aguardaba hasta que volvía a contraerse para volver a penetrarlo, violenta y profundamente, provocando con cada remezón que Amalia, tras hundir su cabeza en la almohada, mordiéndola y rasguñándola con los dedos engarfiados, prorrumpiera en exclamaciones de alegría, palabras soeces y un angustioso pedido de satisfacción.
Cuando él comenzó a eyacular, retiró el pene del recto y masturbándose baño con su esperma las nalgas de la niña, haciendo que el lechoso líquido escurriera por la hendedura hasta su sexo, mezclándose con el flujo vaginal. Amalia estaba totalmente extraviada, perdido por completo el sentido de la realidad y con su cabeza apoyada en el brazo izquierdo, dejó que la mano derecha acudiera a masturbar la vulva, rasguñando con sus cortas uñas al atormentado clítoris y encharcando los dedos con los humores que aun seguían manando de la vagina y el semen del hombre.
Estremecida y convulsa, meneaba las caderas en lenta rotación como si todavía el miembro estuviera dentro de ella y el pastiche sexual que escurría entre los dedos se deslizaba en espesos goterones por el interior de sus muslos. Apiadado por la reacción de la muchacha, Eduardo la recostó sobre la cama y estrechándola entre sus brazos, la acunó como a una bebita hasta que los sollozos dejaron de sacudir su pecho y los espasmos del vientre dejaron lugar a una relajación que parecía sumirla en la inconsciencia.
Luego alargó una mano hacia el próximo aparador y tomando de él una botella de ginebra, dejó filtrar entre los labios de la joven pequeños sorbos del transparente licor. La ardiente bebida pareció agradar a la muchacha que la sorbió golosamente y acurrucándose mimosa entre sus brazos, alzó la cara y por entre los labios resecos, reclamó por más bebida para su sedienta garganta.
A causa de las excoriaciones y laceraciones de su sexo y ano que se manifestaban en un intenso escozor ardiente y en sordo latido que envaraba sus movimientos por el sufrimiento, inventó ante su madre un fuerte golpe en la rodilla que le impedía caminar con normalidad, refugiándose en la cama. A pesar del dolor y de la fatiga que derrengaba su cuerpo, no consiguió dormir sino hasta muy tarde, excitada por el recuerdo de aquellas situaciones que perversa y aberrantemente la habían introducido a un mundo de placer del cual, definitivamente, no deseaba salir. Transfigurada, por la mañana se levantó de buen ánimo y acudió al colegio con una óptica distinta de las cosas. Ahora se sentía plenamente mujer, dueña de una experiencia que, estaba segura, ninguna de sus compañeras había vivido jamás y en los corrillos del patio, sus conversaciones y especulaciones supuestamente escandalizadas sobre los inocentes “acosos” a que las habían sometido los varones en la fiesta del sábado, le causaron gracia por su banal puerilidad.
Esa tarde le faltó tiempo para llegar a su casa y acudir con la vianda a la cabina, pero Eduardo refrenó sus ímpetus entusiastas ante la magnitud del placer que había descubierto. Pacientemente, le hizo ver que cualquier variación a la rutina que había establecido durante estos años, pondría en peligro el secreto que tan celosa e inteligentemente habían sabido guardar. Todo seguiría como de costumbre; Amalia se esforzaría en el estudio de las materias para mantener alto su promedio y, a cambio, él le prometía que las tardes de los martes y viernes serían inolvidables para ella.
Y ambos cumplieron fielmente con el pacto; con el correr de los meses, Amalia se convirtió en abanderada y fue elegida la mejor compañera y él, con minuciosidad cotidiana de orfebre, la hizo beneficiaria de un nuevo mundo de sensaciones al que accedía cada vez más plenamente y complacida por la vileza viciosa conque él la sometía. Además de las infinitas variantes sexuales que ejercitaba con vigor hasta el agotamiento conforme a los deseos de Eduardo, este había descubierto que la niña era sensible a las bebidas alcohólicas y que su ingestión previa al sexo la colocaba en situación de desfachatada pérdida de inhibiciones, pero siempre consciente y gozando a pleno con cada uno de sus actos.
Amalia gustaba de esas sensaciones y a pesar de su edad, era consciente de que se estaba convirtiendo, no sólo en una adicta al sexo sino en una practicante de prostibularias condiciones que Eduardo se encargaba de perfeccionar y la ingestión de alcohol se le hizo imprescindible para gozar con la depravada complacencia de todos sus sentidos el sexo más duro y degradante.
Aunque ninguno de ellos se preocupó jamás por cuidarse y no usaban ningún tipo de protección, ni una sola vez Amalia resultó embarazada en los próximos dos años. Sólo en un par de ocasiones el período se le atrasó, pero una oportuna visita a la ginecóloga los tranquilizó, confirmándoles que eran irregularidades propias de una adolescente y no se preocuparon más por aquello.
Saliendo de la relativa frescura que le había ofrecido la sombra de los paraísos, pensó que a los diecisiete años, sabía tanto o más del sexo que cualquier mujer adulta y que ya llevaba cuatro años haciéndolo con su padrastro. Con el sol implacable cayendo a plomo, subió los escalones para encontrar que en la cabina, Eduardo no estaba solo. Disgustada por esa interferencia, comprobó que se encontraba enzarzado en una partida de tute con Pedro, el hijo de unos vecinos de su casa, con tanto entusiasmo que sólo se percataron de su presencia cuando estuvo junto a ellos. Como correspondía delante de su ex compañero de juegos infantiles, se saludaron con un beso en la mejilla y, tras dejar las viandas sobre la cocina apagada a causa del calor, se sentó en la cama a observar como los hombres jugaban a los naipes. Eduardo tomó unos vasitos pequeños del aparador y sirvió una vuelta de ginebra para todos.
Como siempre que bebía su primer vaso de alcohol, este le explotaba en el estómago, poniendo en marcha el mecanismo perverso que la llevaba a desear beber más y más porque sabía a qué la conduciría y a sentir cada vez menos la quemazón de la ardiente bebida. Sabedor de eso, Eduardo se apresuraba a llenarle el cubilete tan pronto como lo vaciaba y al quinto vaso, Amalia sentía irradiar desde su vientre aquellos oscuros duendes que escocían intensamente su espalda y llenaban de fuego el caldero hirviente del sexo.
Como en una especie de castigo a su amante, desinhibida, sin el menos atisbo de vergüenza ante un extraño o tal vez a causa de ello, se levantó las faldas en ampulosa ventilación para amenguar el calor, dejando en evidencia que debajo de ellas no llevaba absolutamente nada. Eduardo, conocedor de cada una de sus reacciones y sabedor del infierno que habitaba sus entrañas, dejó con fingida indiferencia que se fuera cocinando en su propio jugo, sirviéndole más licor. Luego de un rato, cuando por sus actitudes ella demostró que el alcohol estaba cumpliendo con su misión de enardecerla y, sabiendo la tortura que le suponía la presencia de un extraño en esas circunstancias, esperó el momento propicio para abandonar la silla y sentándose a su lado, le desabotonó la breve blusa para dejar al descubierto sus rotundos pechos.
Aun sabiendo con toda certeza que Pedro estaba allí, Amalia ya estaba lo suficientemente excitada como para ignorarlo y pegando su boca a la del amante, se entregó a la succión del beso con tanta pasión que ambos cayeron sobre la cama.
Acezando agitada y sonoramente por los hollares, sin dejar de besarlo se desembarazó de la falda mientras él lo hacía con sus pantalones, para embestirlo y abismarse en una lucha cuerpo a cuerpo en la que se buscaron afanosamente con manos y bocas que finalmente los condujo a la posición ideal; Eduardo quedó boca arriba mientras ella permanecía invertida sobre él, arrodillada en el borde de la cama. Tomando con avaricia entre sus dedos al falo, se dedicó a chuparlo con tanto ahínco que despertó una protesta en el hombre quien, posesionándose de las turgentes nalgas, enterró la boca en el sexo. Era tal la dedicación y maestría con que él la sojuzgaba, que ella se desesperaba por masturbarlo con ambas manos en fuerte rotación y la boca se afanaba en chupetear y sorber al príapo, llenando con sus gemidos de angurria el aire caldeado del cuarto, hasta que de pronto sintió como la boca de Eduardo abandonaba su sexo y era reemplazada por una verga aun más grande que la de él.
Paralizada por la sorpresa, dio vuelta la cabeza y vio la alta figura de Pedro a sus espaldas, aferrándola por las caderas y balanceándose al ritmo intenso de la penetración. Su primera reacción instintiva fue rebelarse y volverse contra los hombres que abusaban de ella, pero en contraposición, era tan grande el placer que le daba la mano de Eduardo en el clítoris y la verga del muchacho socavándola que, acompasando su cuerpo al hamacarse de Pedro, se concentró en el miembro de Eduardo, sintiendo cada vez más satisfacción en chuparlo y masturbarlo.
Tres problemas se manifestaban en Amalia de forma paralela y simultánea, concatenados de manera muy parecida. El primero era su amor loco, desenfrenado y sin límites hacia Eduardo, dispuesta a realizar cualquier cosa que le pidiera, por loca o arriesgada que esta fuera. El segundo y como resultado del primero, era su pasión casi irracional por el sexo, que sabiamente Eduardo había alimentado e incrementado durante años para convertirla en algo esencial para la joven que, sin la práctica activa y desenfrenada del mismo se sentía vacía e incompleta y, el tercero, era el alcohol. Como si fuera una droga afrodisíaca, la ingestión de este la llevaba a vivir en un estado de euforia que, alejándola de la realidad, la enloquecía, incitándola a cometer los actos más terribles, sólo para satisfacer esa ansia casi demoníaca por alcanzar el éxtasis.
Por ese motivo, su inicial impulso de rechazo a Pedro se había visto sofocado por esa entrega servil que le debía a Eduardo quien, sólo consintiendo en silencio la presencia del muchacho, se lo estaba exigiendo. También había contribuido el hecho de que la situación no le disgustaba y en cambio la excitaba esa nueva práctica, lo que sumado al estado especial de sensible receptividad a que la llevaba el alcohol, daba como resultado una entrega total y sin límites a los hombres.
Pedro era un corpulento joven de dieciocho años, sin muchas luces pero dueño de una apostura que lo convertía en un blanco deseable para las mujeres. Por la forma primitiva en que la penetraba era evidente que no poseía demasiada práctica sexual, pero esa falta de habilidad se veía compensada por el tamaño de su verga. Amalia no tenía otro parámetro de comparación, pero de la manera en que el miembro llenaba y laceraba sus entrañas, ya no precisamente vírgenes, era mayor que el de Eduardo.
El joven se afanaba penetrándola en forma violenta y sin ninguna consideración y pronto el chas-chas del entrechocar de su pelvis contra las nalgas, más la cooperación de los dedos y boca de Eduardo en su clítoris, la llevaron a un estado de enajenación y exaltación que nubló sus sentidos y la hizo prorrumpir en espantosos bramidos que brotaban desde lo más hondo de su pecho. Esa enloquecedora sensación sólo amenguó cuando la casi simultánea eyaculación de los hombres la llevó a disfrutar del más profundo orgasmo mientras degustaba el anhelado sabor del semen de Eduardo y en sus entrañas fluía el abundante chorro impetuoso del esperma joven de Pedro.
Hundiéndose en una nebulosa rojiza pero sin perder del todo el sentido, descansó un rato tratando de recuperar el aliento, sintiendo como de su pecho brotaban incontenibles, roncos e histéricos estertores. Cuando con los ojos cerrados degustaba con su lengua los restos de semen que quedaban entre sus muelas, alguno de ellos abrevó con la boca en su sexo. Eso y la acción agresiva de los hombres elevaron nuevamente sus sensaciones a niveles de exaltación que la hicieron entrar en una espiral ascendente de demencial violencia en que la embestían salvajemente en una melange de torsos, brazos, piernas, manos, bocas y sexos, donde tan pronto se encontraba jineteando una verga, como era intrusada por el ano o recibía en su boca el torrente inefable del semen de ambos.
Intensas olas de calor se sucedían y alternaban con violentos escalofríos y, súbitamente, se sumía en la negra oscuridad de un desvanecimiento momentáneo, del que resurgía con el ánimo confortado, totalmente despierta, los arengaba e incitaba para practicar las posiciones más inverosímiles gozando profundamente con las dolorosas penetraciones.
Esa noche en su cama reflexionaba sobre lo sucedido en la tarde y a pesar de la desprejuiciada libertad mental que Eduardo había conseguido inculcarle, sentía en el fondo de su alma una vergüenza íntima por las cosas que había consentido hacer con los dos hombres y la intensidad con que las había disfrutado, asombrándose del grado de elasticidad y maleabilidad adquiridas por su cuerpo y de la tolerancia a la violencia que a otra mujer se le hubiera hecho insoportable. Era como si fuertes necesidades sadomasoquistas le exigieran la entrega total de su cuerpo al castigo.
Al recorrer su cuerpo magullado, los dedos despertaban ecos de algo jamás experimentado y que atribuyó a lo
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1 comentarios. Página 1 de 1
lobo_caliente
lobo_caliente 07-08-2013 23:02:16

ta incompleto ¿no? y si no ojala hagas la continuación

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